Los conquistadores de Gor (31 page)

BOOK: Los conquistadores de Gor
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—Es duro amar y que no te amen —dije a Telima.

—Lo sé.

La miré. Se había peinado el cabello.

—Te has peinado.

—Una de las chicas de la cocina tiene un peine roto. Ula lo tiró hace tiempo —dijo sonriendo.

—Te deja usarlo.

—Trabajé mucho para ella a fin de que me lo dejara la noche que yo quisiera.

—Puede que la chica nueva también quiera usarlo para complacer a Pez.

—También ella tendrá que hacer mucho trabajo si quiere usarlo —dijo Telima sonriendo.

También yo sonreí.

—Ven aquí —dije.

Obediente, se levantó y vino a arrodillarse ante mí.

Extendí las manos y así su cabeza.

—Mi orgullosa Telima, mi antigua ama —dije mirándola arrodillada ante mí con los pies descalzos, el collar de acero en la garganta y la corta y sucia túnica de la esclava de la olla.

—Mi Ubar —susurró.

—Amo —corregí.

—Amo —repitió.

Saqué el brazalete de oro de su brazo y lo miré.

—¿Cómo te atreves, esclava, a llevar esto ante mí?

—Quería complacerte —susurró sobresaltada.

Tiré el brazalete a un lado del lecho.

—Esclava de la olla —dije.

Bajó la cabeza y una lágrima descendió por su mejilla.

—Pensabas que me conquistarías viniendo aquí a estas horas.

Levantó la cabeza.

—No.

—Pero el truco no te ha salido bien.

Negó con la cabeza.

Puse mis manos en el collar, forzándola a mirarme fijamente.

—Mereces llevar un collar.

En sus ojos aparecieron chispas. Era la Telima de hacía ya tiempo.

—¡También tú llevas un collar!

Arranqué de mi cuello la cinta escarlata con el medallón del Consejo de los Capitanes.

—¡Esclava arrogante! —grité.

Nada dijo.

—Has venido para atormentarme —acusé.

—¡No! ¡No!

Me levanté y la tiré sobre las baldosas del suelo.

—Has venido porque quieres convertirte en la primera chica.

Ella se levantó pero mantuvo la mirada baja.

—Ésa no fue la razón por la que vine aquí esta noche.

—¡Pero quieres ser la primera chica! —grité.

Súbitamente me miró. Estaba muy enojada.

—Sí, quiero serlo.

Reí. Me complacía oír la confesión de su propia boca.

—No eres más que una esclava de la olla. ¡Primera chica! Irás a la cocina para que te azoten.

—¿Quién será la primera chica? —preguntó con lágrimas en los ojos.

—Supongo que ahora lo será Sandra.

—Es muy hermosa.

—¿La viste bailar?

—Sí, es muy hermosa.

—¿Puedes bailar como ella? —pregunté.

—No —respondió sonriendo.

—Sandra tiene mucho interés en complacerme.

—Yo también quisiera poder complacerte —susurró.

Me hizo reír ver cómo la orgullosa Telima se humillaba ante mí.

—Recurres a la astucia de las esclavas.

Telima bajó la cabeza.

—¿Son las cocinas tan desagradables? —pregunté en tono burlón.

—Puedes ser odioso —dijo con lágrimas en los ojos.

Me alejé de ella.

—Puedes volver a la cocina.

Me di cuenta de que se alejaba hacia la puerta.

—¡Espera! —grité girándome; y ella, junto a la puerta, también se giró.

Y entonces las palabras que salieron de mi boca no parecían haber salido de mí, sino de un lugar muy profundo de mi ser. Nunca, desde que estuve arrodillado ante Ho-Hak en la isla de rence, había pronunciado palabras tan atormentadas.

—Soy muy desdichado y me siento muy solo.

—También yo... También yo me siento sola —murmuró llorando.

Nos acercamos y extendimos las manos, y nuestras manos se tocaron y yo retuve las suyas entre las mías. Y luego, llorando, los dos nos abrazamos.

—Te amo —gemí.

—Y yo te amo, mi Ubar. ¡Te he amado desde hace tanto tiempo!

16. LO QUE SUCEDIÓ UNA NOCHE EN PUERTO KAR

La rodeaba, dulce, amorosa y sin collar, con mis brazos.

—Mi Ubar —susurró.

—Amo —corregí, besándola.

—¿No preferirías ser mi Ubar antes que mi amo? —preguntó apartándose de mí.

—Sí, lo preferiría.

—Eres las dos cosas para mí.

—Ubara —susurré junto al oído.

—Sí, soy tu Ubara... y tu esclava.

—No tienes collar.

—Mi amo lo quitó para poder besar con mayor facilidad mi garganta.

Pasé la mano por la espalda y sentí las cinco marcas del látigo que el jefe de cocina la proporcionara tan sólo unas horas antes.

—A veces mi Ubar es un poco infantil. Abandoné mi puesto sin su permiso y, como es natural, me mandó azotar. —Me miraba sonriendo—. He merecido muchos castigos, pero no siempre los he recibido.

Telima era goreana hasta los huesos. En mí siempre habría algo de la Tierra. En el caso de Telima no se presentaría la opción de enviarla al planeta Tierra. En aquel superpoblado desierto de hipocresías e histeria, de violencia, se marchitaría lentamente hasta ennegrecer como algunas extrañas y bellas plantas de los pantanos, arrancadas y lanzadas a las rocas por el simple hecho de verlas morir.

—¿Continúas triste, mi Ubar? —preguntó.

—No —respondí besándola.

Busqué en torno mío y encontré el brazalete de oro. Lo deslicé de nuevo en su brazo.

De un salto se puso en pie sobre las pieles del lecho y levantó el brazo izquierdo.

—¡Soy Ubara! —exclamó.

—Generalmente una Ubara lleva algo más que un brazalete de oro.

—¿En la cama de su Ubar?

—Bueno, no estoy muy enterado, en realidad.

—Se lo preguntaré a la nueva chica de las cocinas —dijo con una mirada llena de picardía.

—¡Perversa! —dije, cogiéndola por uno de los tobillos.

Se dejó caer tendida sobre las pieles.

—¿Cómo te atreves a calificar así a tu Ubara, esclavo?

Saltó de la cama riendo y yo, también riendo, corrí tras ella. Corría de un lado a otro y yo la perseguía pero, por fin, conseguí atraparla en un ángulo y cerré el collar alrededor de su garganta. Luego, tomándola entre mis brazos, la llevé al lecho dejándola caer sobre las pieles. Tiró del collar con furia mientras me miraba. Agarré las muñecas.

—Nunca conseguirás domarme —siseó como una serpiente.

La besé.

—Bueno, quizá seas tú quien consiga domarme —dije besándola de nuevo.

—¡Ah! También existe la posibilidad que, al final, sea yo la que sucumba.

—Te amo.

—Y yo también a ti, Telima.

—Pero algún día tendrás que amarme como esclava —dijo burlona.

—¡Las mujeres!

—Toda mujer quisiera ser amada como Ubara, pero en ocasiones no está mal ser amada como esclava.

Durante largo rato permanecimos unidos en un abrazo sin decir palabra.

—Mi Ubar.

—¿Sí?

—Hace años, cuando era muy joven, recuerdo haber oído cantar acerca de Tarl de Bristol, el héroe del poema que cantó el ciego en la fiesta.

—¿En los pantanos? —pregunté.

—Sí, a veces alguien que cantaba pasaba por las islas de rence, pero también oí cantar de él en Puerto Kar, en casa de mi amo.

Telima nunca había hablado mucho acerca de su esclavitud en Puerto Kar. Sabía que había odiado a su amo, de quien había escapado. Presentía que la esclavitud había dejado profundas huellas en ella. En los pantanos había tenido el infortunio de probar los odios y frustraciones creados en ella.

Era una mujer extraña. Me preguntaba cómo había conseguido aquel brazalete de oro y me intrigaba que una hija de las islas de rence fuera capaz de leer la inscripción que había hecho grabar en el collar de esclava. Pero no dije nada de todo esto ya que ella hablaba, como en sueños, de pasados recuerdos.

—Cuando era una joven en la isla y luego, en la jaula de esclava, en casa de mi amo, pasaba muchas horas pensando en los cantos y en los héroes.

Acaricié su mano.

—Y en ocasiones, incluso con frecuencia, pensaba en ese héroe llamado Tarl de Bristol.

Continué callado.

—¿No crees que existe tal hombre?

—No.

—¿Pero no podría existir un hombre como él?

—Quizás exista en las canciones, pero sólo en ellas.

—¿Es qué no existen los héroes? —preguntó riendo.

—No, los héroes no existen.

Ella calló esta vez.

—Sólo existen los seres humanos —continué.

Permanecí con los ojos fijos en el cielo durante largo tiempo.

—Los seres humanos son débiles, capaces de crueldad. Son egoístas, vanos y mezquinos. Hay en ellos mucha fealdad y cosas despreciables. Todos los hombres tienen un precio. No, no existen los héroes, no existen los Tarl de Bristol.

—Sólo hay oro y acero —dijo ella sonriendo.

—Y cuerpos de mujeres —añadí.

—Y canciones.

—Sí, y también canciones.

Dejó descansar la cabeza sobre mi hombro.

En la lejanía, muy tenue, sonó una gran barra de metal. Aunque era muy temprano empecé a oír ruidos en la casa. Algunos hombres corrían de un lado a otro por los corredores; gritaban.

Me senté en el lecho y empecé a vestirme. Alguien se aproximaba a mi habitación corriendo.

—La espada —dije a Telima.

Saltó de la cama y recogió la espada que tirara contra la pared cuando estuve a punto de matarla.

Enfundé el arma y sujeté las correas del cinto alrededor de mi cuerpo.

Los pasos se habían parado al otro lado de la puerta y ahora golpeaban sobre ella.

—Capitán.

Era la voz de Thurnock.

—Entra —ordené.

Thurnock irrumpió en la habitación. Parecía un loco. Sostenía una antorcha, el cabello revuelto y los ojos extraviados.

—Acaban de regresar barcos patrullas. Las flotas de Cos y Tyros están a pocas horas de distancia.

—Equipad los barcos —ordené.

—No hay tiempo. Los capitanes están huyendo. Todo aquel que puede huye de Puerto Kar.

Le miré fijamente.

—Huid, mi capitán, huid.

—Puedes irte, Thurnock.

Me miró confuso y luego giró, alejándose tambaleantemente por el corredor. Una joven gritó aterrada en algún lugar de la casa.

Me vestí y coloqué la espada sobre el hombro izquierdo.

—Prepara tus barcos y los hombres que te queden y llévate los tesoros que puedas, pero huye; huye mi Ubar —me decía Telima—. ¡Deja que muera Puerto Kar!

Recogí el medallón de oro con la cinta escarlata y lo guardé en una pequeña faltriquera.

—¡Deja que arda Puerto Kar! ¡Deja que muera!

—Es mi ciudad y es deber mío defenderla.

Lloraba cuando salí de la habitación.

Por extraño que parezca mi mente carecía de puntos fijos. Me dirigía al salón donde se había celebrado la fiesta, pero avanzaba como si fuera otro hombre. Sabía lo que iba a hacer pero ignoraba por qué lo hacía.

Me sorprendió encontrar en el salón a los oficiales de mis hombres. Creo que no faltaba ni tan siquiera uno de ellos. Los miré uno a uno. El enorme Thurnock, ahora tranquilo y seguro; Clitus, el astuto jefe de remeros, y todos los demás. Muchos de ellos eran asesinos, piratas, y me preguntaba por qué estaban ahora en aquella habitación.

Una puerta lateral se abrió y Tab penetró en el salón. La espada pendía de su hombro izquierdo.

—Lo siento, capitán, pero estaba preparando mi barco.

Nos miramos cara a cara y, al cabo de un instante, sonreí.

—Soy muy afortunado teniendo a alguien tan diligente como tú a mi servicio.

—Capitán.

—Thurnock, ordené que los barcos estuvieran listos, ¿no es así?

—Tus órdenes están siendo ejecutadas.

—¿Qué hemos de hacer? —preguntó uno de los capitanes.

¿Qué podía decirles? Si las flotas estaban tan próximas, poco podía hacerse, excepto huir o luchar, pero no estábamos realmente preparados para hacer una u otra cosa. Ni siquiera invirtiendo los tesoros que había traído conmigo habríamos conseguido equipar una flota capaz de enfrentarse a la que estaba a punto de atacarnos.

—¿Cuántos barcos calculas componen las flotas de Cos y Tyros? —pregunté a Tab.

—Unos cuatro mil —respondió sin mostrar la menor duda.

—¿De guerra?

—Todos.

Su cálculo coincidía con los informes que mis espías me habían enviado. Al parecer, una red de cien pasangs de anchura se estaba extendiendo sobre Puerto Kar. Lo único que mis espías no habían podido concretar era la fecha de salida, pero en realidad no podía culparlos porque normalmente tales datos no se hacen públicos. Los barcos pueden ser equipados con suma rapidez si el material y la tripulación están preparados. Tanto yo como el consejo habíamos calculado mal los daños causados a las flotas de Cos y Tyros durante la captura del tesoro. No había esperado que el ataque se realizara antes de la llegada de la primavera. Además, estábamos ultimando la estación de Se´Kara, época de grandes temporales en el Mar de Thassa. Nos habían cogido desprevenidos, pero también era peligroso para ellos. En aquel osado ataque no podía vislumbrar la mano de Lurius, Ubar de Cos, sino el brillante cerebro de Chenbar de Kasra, Ubar de Tyros, el Eslín del Mar. Admiraba a aquel hombre. Era un buen capitán.

—¿Qué hemos de hacer, capitán? —preguntó el oficial de nuevo.

—¿Qué sugieres? —pregunté sonriendo.

—Sólo hay una solución. Preparar los barcos, cargar el tesoro y los esclavos y escapar. Somos fuertes y conseguiremos apoderarnos de alguna isla, alguna de las que hay al norte. Allí podrás ser Ubar y nosotros tus hombres.

—Hay muchos capitanes que ya van rumbo a las islas del norte —dijo otro de los oficiales.

—Thassa es grande y hay muchas islas y muchos puertos.

—¿Y qué le ocurrirá a Puerto Kar? —pregunté.

—No tiene Piedra del Hogar —dijo uno de los hombres.

Sonreí. Era verdad. Puerto Kar era la única ciudad en Gor que no tenía Piedra del Hogar. El oficial había dicho bien claro que dejáramos que la gente de Cos y Tyros quemaran y saquearan la ciudad. Sólo por ese hecho.

—¿Cuántos de vosotros creéis que Puerto Kar carece de Piedra del Hogar? —pregunté.

Los hombres me miraron desconcertados. Nadie se atrevía a hablar.

—Creo que podría tener Piedra del Hogar —dijo Tab al cabo de un rato.

—Pero aún no la tiene, ¿verdad?

—No —respondió.

—Me pregunto cómo será vivir en una ciudad que la tenga.

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