Los conquistadores de Gor (26 page)

BOOK: Los conquistadores de Gor
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Tan pronto vi que los barcos que nos persiguieron giraban y se alejaban de nosotros, di nuevas órdenes.

—Girad y luego a velocidad máxima.

Mis palabras fueron recibidas con gritos de alegría por parte de los remeros.

Sabía que el Dorna era mucho más ligero, y que no tendrían tiempo para girar de nuevo y presentarnos batalla.

Estábamos a menos de cincuenta metros cuando un marinero, al mirar hacia atrás, dio la alarma. El ariete, o aguijón, del Dorna penetró en la popa del barco enemigo a unos treinta centímetros bajo el nivel del agua.

—Remos, retroceso —gritó el jefe de remeros del Dorna.

Balanceándose y crujiendo debido al impacto, el barco retrocedió desgarrando el ariete cuanto hallaba a su paso.

—¡Timonel, a estribor! ¡Ritmo, máxima velocidad! —ordené.

La popa del barco enemigo empezaba a hundirse cuando nos deslizamos junto a su costado. Las flechas de las ballestas se clavaban sobre el parapeto reforzado que protegía a mis remeros. Aquéllas fueron las únicas armas que nos atacaron. Se oyeron gritos de alarma. Aún quedaban cuatro barcos ante nosotros. El más cercano se encontraba a unos noventa metros del que acabábamos de hundir. El golpe de nuestro ariete contra la popa y los gritos de sus ocupantes habían llegado hasta ellos. Vi cómo intentaba girar, pero antes de que hubiera avanzado cuatro puntos en el compás goreano, nuestro aguijón se había clavado en el costado de popa y retrocedido, dejándonos libres para atacar al siguiente barco enemigo. Las trompetas daban frenéticas órdenes tratando de alertar a sus compañeros de infortunio. El siguiente también intentó hacernos frente, pero lo alcanzamos de costado penetrando todo el ariete y desgarrándolo en su salida para luego pasar junto a su costado camino de los dos restantes. Sin embargo, aquellos dos barcos, comprendiendo el peligro que se avecinaba y considerando la distancia que nos separaba, optaron por huir a velocidad máxima.

—Reducid el ritmo a la mitad —ordené al jefe de remeros, que recibió mis palabras con una sonrisa. Avanzó hasta colocarse en el centro de los hombres.

Cuando la velocidad hubo amainado saqué el catalejo y escudriñé el horizonte. Pocos eran los barcos que había a la vista, pero todos ellos eran naves verdes. También pude detectar los restos de dos naves enemigas que se hundían lentamente. Me complacía pensar que si cada uno de mis barcos no visibles continuaba arrastrando tras de sí a sus perseguidores, y cada uno de ellos conseguía alejar con él a dos o tres barcos enemigos, los puntos negativos en caso de un encuentro crucial se habrían, ahora, vuelto a mi favor. Estaba dispuesto a sacrificar a uno o dos de mis barcos con el fin de alejar a dos o tres naves de la batalla final, si es que tal batalla iba a tener efecto. Por otro lado, tan pronto los barcos perseguidores giraran para reunirse a las naves portadoras del tesoro, se convertirían en objetivos vulnerables, ya que mis barcos eran mucho más ligeros. De los doce barcos que formaban aquella división, cinco eran los más veloces que tenía y los otros siete eran de los más rápidos del arsenal.

Dirigí el catalejo hacia el último barco que huía de nosotros. Como era de esperar, la distancia entre nuestros barcos era cada vez mayor puesto que nuestra velocidad había sido reducida a la mitad. Suponía que en cuatro o cinco ehns consideraría disponer de tiempo suficiente para girar y presentar batalla. También estaba seguro de que el capitán de aquella nave esperaba que le persiguiéramos a máxima velocidad, e ignoraba que yo había reducido la mía a la mitad. Mi jefe de remeros continuaba dando el ritmo personalmente desde el centro de los hombres.

Cuando vi que el barco enemigo levantaba los remos preparándose para girar, grité al jefe de remeros:

—¡Ahora!

Sin perder el ritmo y sin apartarse de su lugar, empezó a dar órdenes de máxima velocidad.

El Dorna, con la popa baja y el ariete fuera del agua, avanzaba hermoso y perverso como un eslín. Alcanzamos la cuarta nave por la mitad, como habíamos hecho con la tercera. Nos apartamos de ella y emprendimos la persecución de la quinta y última nave. Ésta no daba señales de prepararse para la batalla. Nos separaba una gran distancia.

—Máxima velocidad —ordenó el jefe de remeros al hombre que se sentaba ante el tambor, y se unió a mí en el puente.

—¿Podremos alcanzarla? —pregunté.

—Pásame el catalejo.

Se lo di.

—¿Conoces el barco? —pregunté.

—No —respondió.

Estuvo observándolo durante más de un ehn, estudiando atento el movimiento de los remos. Por fin exclamó:

—¡Sí, lo alcanzaremos!

Me devolvió el catalejo.

Bajó las escaleras y ocupó su asiento habitual.

—Ritmo tres cuartos —ordenó.

No hice pregunta alguna, pues sabía que era un buen jefe. De vez en cuando observaba al barco que nos precedía. La distancia que nos separaba era cada vez mayor.

Sin embargo, cuando después de un ahn y medio volví a mirar, pude apreciar que la distancia había cesado de aumentar. Mis hombres mantenían el mismo ritmo, o sea, tres cuartos.

El jefe de remeros volvió a subir al puente, pero no me pidió el catalejo.

—Tiene ciento treinta y dos remos —dijo—, pero es un barco pesado y su línea no es tan buena como la del Dorna.

—Parece que ha tenido que reducir velocidad —dije.

Ahora debe ir al ritmo de tres cuartos como nosotros, y a esta velocidad podremos alcanzarlo.

—Gracias.

Bajó las escaleras para volver a ocupar su asiento.

No tardaría nuestro enemigo en comprender que no conseguiría escapar de nosotros, y tarde o temprano se vería obligado a presentar batalla.

Un cuarto de ahn más tarde vi como por fin giraba.

—Velocidad un cuarto de máxima —grité al jefe de remeros.

Cuatro ehns después ordené:

—Levad remos.

Los dos barcos, el Dorna y el enemigo, estaban uno frente al otro inmóviles excepto por el balanceo producido por las olas. Nos separaba una distancia de unos noventa metros.

Debido a que las armas más peligrosas de un barco de guerra son su ariete y las hojas en forma de media luna que sirven para segar los remos, la más arriesgada posición de ataque es la frontal. En tal caso, los barcos describen amplios círculos tanteándose como dos astutos eslines, mientras los hombres de ambos intercambian proyectiles de toda clase en espera de la oportunidad de utilizar el ariete o las cuchillas. No dudaba que el Dorna, siendo un barco mucho más ligero y de quilla más pequeña, respondería con mayor eficacia a su timonel, y que al reducirse los círculos giraría rápido cogiendo al enemigo por la popa y por el centro.

Pero esto también lo comprendió el capitán de la otra nave. Había intentado eludir la batalla, pero ahora no se hallaba en situación de escoger.

Hizo lo que yo esperaba.

Sus remos iniciaron el ataque a velocidad máxima mientras el aguijón dividía el agua desde la cóncava proa. Reí. El enemigo había perdido la jugada. Yo conocía al Dorna y al jefe de remeros. Además, el otro barco no deseaba realmente luchar.

—Timonel, cuatro puntos a estribor —ordené.

—Sí, capitán.

—Jefe de remeros —añadí—, tenemos una cita con la flota de los tesoros de Cos y Tyros.

—Sí, capitán —dijo con una mueca, y volviéndose hacia el hombre sentado ante el tambor, ordenó—: Ritmo máximo.

El ariete del buque enemigo no nos encontró. Nos habíamos deslizado junto a su costado rápidos como un eslín dejándolo a nuestras espaldas. No se había molestado tan siquiera en disparar uno de sus proyectiles.

Reí.

Vi cómo se dirigía lentamente hacia la isla de Cos.

Lo había eliminado de la batalla, si aquello podía calificarse de batalla.

—Timonel, rumbo a la flota del tesoro de Cos y Tyros.

—Sí, capitán.

—A medio ritmo —dije al jefe de remeros.

—Sí, capitán.

Todo había ocurrido según mis cálculos. De los cuarenta barcos de guerra que habían dado escolta a la flota del tesoro, treinta habían sido apartados persiguiendo a mis naves. Yo había conseguido eliminar cuatro de aquellos barcos y obligado al quinto a abandonar su misión. Cuando mis barcos empezaron a regresar al punto donde se encontraba la flota con el tesoro, empezamos a comprobar que sus historias eran semejantes a la nuestra. No obstante, algunos de los barcos enemigos habían conseguido agruparse durante el regreso y en algún lugar de Thassa aún existía una flota compuesta de unos diez barcos que constituían una amenaza. Pero todavía no habían regresado al lugar donde esperaban los barcos cargados de tesoros. El resto de la flota armada había sido averiada, destruida o eliminada. En cuanto a la flota del tesoro, mientras los barcos escolta perseguían a mis naves, los otros dieciocho de mi flota habían caído, súbita y silenciosamente, sobre los diez que quedaran para proteger los tesoros. Usando la táctica triángulo en la que dos barcos atacan a uno del enemigo, en menos de un ahn habían destruido a siete de los barcos con ariete, habían permitido que dos huyeran y uno había quedado atrapado entre los barcos redondos portadores del tesoro. Algunos de estos últimos habían conseguido despegarse del resto, pero de los treinta que formaban la flota, veintidós se hallaban atrapados por mis naves. No tardó en aparecer otro escoltado por uno de mis barcos de guerra que en el viaje de regreso se había cruzado en el camino.

No estaba demasiado interesado en los barcos redondos atrapados, puesto que ya eran míos, pero sí lo estaba en aquellos siete que habían conseguido escapar.

Tan pronto regresaron suficientes de mis barcos al lugar de reunión, organicé una batida en persecución de las naves redondas que habían huido. Daba mis órdenes por medio de trompetas y banderas que luego eran repetidas a las más distantes. Despaché diez de mis barcos con ariete con el fin de recuperar algunos de los barcos perdidos. Cinco se dirigirían hacia la isla de Cos, ya que aquél parecía el más lógico y sensato camino a seguir por la mayoría de los barcos escapados. Los otros cinco los desperdigué por el Mar de Thassa con órdenes de regresar directamente a Puerto Kar si en dos días no habían conseguido objetivo alguno. Ahora disponía de veinte barcos para escoltar la flota del tesoro, lo cual era más que suficiente en caso de encontrarnos con algunos de los barcos con ariete enemigos durante el viaje de regreso.

Ordené que enarbolaran el mástil del Dorna y yo mismo ocupé el sitio del vigía. Con el catalejo pasé revista a los veintitrés barcos en mi poder. Lo que vi no me disgustó. Sonreí. Atrapado entre los veintitrés barcos redondos había una hermosa y larga galera que ondeaba la bandera púrpura de Cos ribeteada de oro. Era la bandera del almirante, la bandera del buque insignia de la flota que transportaba el tesoro. Cerré el catalejo de golpe y bajé a cubierta.

—Thurnock, ordena que icen mi bandera en los barcos conquistados.

—Sí, capitán —dijo, mientras los hombres del Dorna lanzaban gritos de alegría y satisfacción.

Había previsto, y recibí, poca resistencia por parte de los barcos redondos. Varias eran las razones para tal proceder. Habían sido reunidos de manera que maniobrar resultaba casi imposible. Eran más lentos que los barcos de guerra y por lo tanto no podían enfrentarse a ellos. Y los esclavos que se sentaban en los bancos de los remeros ya debían saber que la flota que los rodeaban era la de Bosko, el de los Pantanos.

Mis hombres fueron de barco en barco sin hallar gran resistencia, primero porque superaban en número a la tripulación libre, ya que los barcos redondos a pesar de transportar de cien a doscientos esclavos en los remos, excepto cuando temen verse obligados a entrar en batalla, rara vez tienen una tripulación libre superior a veinte o veinticinco hombres. Además, de estos veinte o veinticinco hombres la mayoría son marineros y, por lo tanto, no son hombres que conozcan el manejo de las armas. Por el contrario, el Dorna tenía una tripulación libre de doscientos quince hombres, siendo la mayoría diestros en el manejo de las armas.

Había pasado tan sólo un ahn cuando crucé la pasarela que mis hombres habían tendido desde el Dorna hasta el barco insignia. Ya habían sometido a su tripulación.

Me recibió a bordo un hombre alto, con barba y capa color púrpura.

—Soy Rencius Ho-Bar de Telnus, almirante de la Flota de los Tesoros de Cos y Tyros.

—Ponedle las cadenas —ordené.

El almirante me miró con furia.

Me volví hacia Clitus, que me había precedido.

—¿Obran en tu poder las listas del cargamento? —pregunté.

Me entregó un libro encuadernado en oro con el sello de Chenbar, Ubar de Tyros, mientras mis hombres ajustaban los grilletes a las muñecas y tobillos del almirante. Rompí el sello e inspeccioné las listas. El botín era excelente. De vez en cuando mi lectura era interrumpida por gritos procedentes de los barcos redondos, en los que se efectuaba la liberación de los esclavos. La tripulación libre era, por supuesto, encadenada tanto si se trataba de hombres libres como si eran oficiales, ya que en los bancos de las galeras no existe distinción alguna.

—Almirante —dijo Rencius Ho-Bar dirigiéndose a mí.

Miré a la bandera púrpura ribeteada en oro.

—Arriad esa bandera e izad la de Bosko, el de los Pantanos —ordené.

—Sí, capitán —respondió Thurnock que estaba a mi lado.

—¡Almirante! —insistió Rencius.

—Lleváoslo —ordené a mis hombres.

Lo apartaron de mi vista medio a rastras y a empellones.

Cerré el libro de golpe.

—Si las cifras anotadas son correctas, que sin duda alguna lo son, nosotros y los capitanes de Puerto Kar seremos dueños de un gran tesoro —dije a Clitus.

—Seguramente seremos los hombres más ricos de Gor —comentó riendo.

—Con mayor sensatez, servirán para hacer más poderosa la flota del arsenal de Puerto Kar —respondí.

—¿Pero el arsenal no precisa tanta riqueza? —protestó Clitus.

Reí.

—El arsenal recibirá dieciocho partes de las treinta, puesto que dieciocho de los barcos que formaban mi flota pertenecían al arsenal.

Había acordado con el consejo reservarme doce partes de las treinta en que se dividiría el botín, así como todos los esclavos liberados.

—Capitán —dijo una voz a mi lado.

—¿Sí? —pregunté.

Un marinero se colocó ante mí.

—La dama Vivina solicita la recibáis.

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