Los cuatro grandes (23 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: Los cuatro grandes
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Sus palabras me hicieron pensar. Aunque Poirot era a veces dado a la exageración por su forma de expresarse, en realidad nunca parecía demasiado alarmista. Por primera vez me di cuenta de la lucha desesperada en la que estábamos empeñados.

Harvey no tardó en unirse a nosotros y el viaje continuó.

Llegamos a Bolzano alrededor de medio día Desde allí nuestro desplazamiento se realizaba en automóvil. En la plaza mayor de la población esperaban unos cuantos y grandes automóviles de color azul y los tres subimos a uno de ellos. Poirot, a pesar de que hacía calor, iba embozado hasta los ojos con un abrigo y unas gafas. La única parte visible de su cuerpo eran los ojos y las puntas de las orejas.

Yo no sabía si esto se debía a la precaución o a su exagerado temor a resfriarse. El viaje en automóvil duró un par de horas y fue verdaderamente maravilloso. En los primeros kilómetros, el camino serpenteaba por enormes riscos y cascadas. Luego salimos a un fértil valle que nos acompañó durante un buen trecho y, más adelante, todavía serpenteando constantemente hacia arriba empezaron a aparecer los desnudos picos roqueños con densos pinares en su base. Todo el lugar era agreste y hermoso. Surgió por último una serie de curvas cerradas en una carretera que discurría a través de pinares y pronto llegamos a un gran hotel.

Nos habían reservado habitaciones y, guiados por Harvey, fuimos directamente a ellas. Estaban orientadas hacia los picos rocosos y las largas laderas de pinares que conducían hasta ellos. Poirot los señaló con un gesto.

—¿Es allí? —preguntó en voz baja.

—Sí —replicó Harvey—. Hay un lugar denominado Felsenlabyrinth, compuesto por grandes peñascos apilados de un modo fantástico. Un camino serpentea entre ellos. Aunque las canteras están a la derecha de ese lugar, creemos que la entrada se halla probablemente en el Felsenlabyrinth.

Poirot asintió.

—Vamos,
mon ami
—me dijo—. Bajemos y sentémonos en la terraza para disfrutar del sol.

—¿Lo considera prudente? —pregunté.

Se encogió de hombros.

Había un sol maravilloso. En realidad el resplandor resultaba demasiado intenso para mí. En lugar de té tomamos café con nata. Luego subimos a nuestras habitaciones y deshicimos nuestro escaso equipaje. Poirot estaba de muy mal humor, perdido en una especie de ensueño. Varias veces movió la cabeza.

Yo había estado bastante intrigado por la presencia de un sujeto que había salido de nuestro tren en Bolzano, donde le esperaba un coche particular. Se trataba de un hombre de pequeña estatura y una cosa me llamó la atención en él: iba casi tan embozado como Poirot. Más embozado todavía porque, a decir verdad, además del abrigo y la bufanda utilizaba unas enormes gafas azules. Yo estaba convencido de que nos hallábamos ante un emisario de los Cuatro Grandes. Poirot, sin embargo, no parecía impresionado por mi idea. Cuando al asomarme por la ventana de mi dormitorio informé de que el hombre en cuestión se paseaba por los alrededores del hotel, admitió que quizá tuviera razón.

Propuse a mi amigo que no bajáramos a cenar, pero él insistió en hacerlo. Entramos en el comedor algo tarde y nos condujeron a una mesa situada junto a la ventana. Al sentamos, nos llamó la atención una exclamación y el estrépito producido por la caída de algunas piezas de loza. Una fuente de judías verdes había sido volcada sobre un hombre que se hallaba sentado en la mesa contigua a la nuestra El jefe de comedor hizo su aparición y pidió excusas en tono grandilocuente.

Poco después, una vez que el camarero autor del desaguisado nos hubiera servido la sopa, Poirot le habló.

—Ha sido un desafortunado accidente. Pero usted no tuvo la culpa.

—¿
Monsieur
lo vio? Efectivamente, no tuve la culpa. El caballero casi saltó de su silla. Creí que le iba a dar un ataque. No me fue posible evitarlo.

Vi relucir en los ojos de Poirot aquella luz verde que tan bien conocía y cuando el camarero se fue me dijo en voz baja:

—¿Has visto, Hastings, el efecto que produce Poirot en carne y hueso?

—¿Cree usted...?

No tuve tiempo de continuar. Sentí la mano de Poirot sobre mi rodilla cuando me susurró emocionadamente:

—Fíjese, Hastings, fíjese. ¡Su hábito de desmigar el pan! ¡Es el Número Cuatro!

En efecto, el hombre sentado en la mesa contigua a la nuestra, con su cara inusitadamente pálida, golpeaba mecánicamente contra la mesa un pequeño trozo de pan.

Le estudié cuidadosamente. Su cara, completamente afeitada e hinchada, era de una palidez pastora y enfermiza, con grandes bolsas bajo los ojos. Unas líneas profundas iban desde la nariz hasta las comisuras de la boca Su edad podría estar comprendida entre los treinta y cinco y los cuarenta y cinco años. No se parecía en nada a ninguno de los personajes que el Número Cuatro había representado con anterioridad. E indudablemente, si no hubiera sido por el pequeño hábito de desmigar el pan, del que evidentemente era por completo inconsciente, yo habría jurado sin vacilar que nunca había visto al hombre.

—Le ha reconocido —murmuré—. No debería haber bajado.

—Mi excelente Hastings, he fingido estar muerto durante tres meses sólo con esta finalidad.

—¿Para asustar al Número Cuatro?

—Para asustarle en el momento en que deba actuar rápidamente o no hacerlo en absoluto. Y nosotros tenemos esta gran ventaja: él no sabe que le hemos reconocido. Se cree seguro con su nuevo disfraz. Bendita sea Flossie Monro por habernos dado a conocer el pequeño detalle de las migas.

—¿Qué sucederá ahora? —pregunté.

—¿Qué puede suceder? Reconoce al único hombre que teme, milagrosamente resucitado de entre los muertos, en el preciso momento en que los planes de los Cuatro Grandes están en su punto más candente.
Madame
Olivier y Abe Ryland almorzaron aquí hoy y se cree que fueron a Cortina. Sólo nosotros sabemos que ellos se han retirado a su escondite. ¿Hasta qué punto estamos informados? Eso es lo que el Número Cuatro se está preguntando en este momento. No se atreve a correr ningún riesgo. Yo debo ser suprimido a toda costa
Eh bien
, dejémosle que trate de suprimir a Hércules Poirot. Estoy preparado para hacerle frente.

Al acabar de hablar, el hombre de la mesa contigua se levantó y se fue.

—Se ha ido para hacer sus preparativos —dijo Poirot plácidamente—. ¿Tomamos el café en la terraza, amigo mío? Creo que será más agradable. Subiré a la habitación a buscar un abrigo.

Salí a la terraza, un poco nervioso. La seguridad de Poirot no me satisfacía del todo. Sin embargo, mientras estuviéramos en guardia nada podría sucedemos. Resolví mantenerme completamente alerta.

Transcurrieron más de cinco minutos antes de que Poirot se me uniera de nuevo. Con sus usuales precauciones contra el frío, vino embozado hasta las orejas. Se sentó a mi lado y tomó su café con una mezcla de admiración y reconocimiento a su calidad.

—Sólo el café que se consume en Inglaterra es malo —observó—. En el Continente saben lo importante que es para la digestión que el café esté bien hecho.

Al acabar de hablar, el hombre dé la mesa contigua apareció súbitamente en la terraza. Sin vacilación se nos acercó y arrastró una tercera silla hasta nuestra mesa.

—Espero que no les importe que me una a ustedes —dijo en inglés.

—En absoluto,
monsieur
—respondió Poirot.

Me sentí muy intranquilo. Era verdad que nos encontrábamos en la terraza de un hotel, rodeados de gente por todas partes. Pero yo no estaba satisfecho: sentía la presencia del peligro.

Entre tanto, el Número Cuatro charlaba de un modo perfectamente natural. Parecía imposible que se tratase de alguien que no fuera un turista auténtico. Describió excursiones y viajes en automóvil, presumiendo de ser una autoridad en todo lo relacionado con los parajes de los alrededores.

Sacó una pipa de su bolsillo y empezó a encenderla. Poirot asió su pitillera de diminutos cigarrillos. Al colocar uno entre sus labios, el extranjero se inclinó con una cerilla.

—Permítame que se lo encienda.

Mientras hablaba, sin el menor aviso, se apagaron todas las luces. Se oyó un tintineo de vidrios y alguien puso bajo mi nariz algo que me sofocaba...

Capítulo XVIII
-
En el Felsenlabyrinth

No debí de estar inconsciente más de un minuto. Recobré el conocimiento cuando sentí que me llevaban entre dos hombres que me sostenían por debajo de los brazos soportando todo mi peso. Noté que me habían amordazado. Todo estaba absolutamente oscuro, pero me di cuenta de que nos hallábamos todavía en el interior del mismo hotel. A mi alrededor pude oír a las personas gritando y preguntando en todos los idiomas conocidos qué es lo que había pasado con las luces. Mis apresadores me hicieron bajar por una escalera. Pasamos a lo largo de un pasillo del sótano y luego a través de una puerta; por fin salimos de nuevo al aire libre tras atravesar una puerta de vidrio situada en la parte trasera del hotel. Un momento después alcanzamos un pinar.

Atisbé otra figura en situación similar a la mía y me di cuenta de que también Poirot había sido víctima de aquel atrevido
coup
.

El Número Cuatro había tenido éxito por simple audacia. Había empleado, por lo que pude colegir, un anestésico instantáneo, probablemente cloruro de etilo, rompiendo una pequeña ampolla debajo de nuestra nariz. Luego, y en la confusión de la oscuridad, sus cómplices, que probablemente habían sido huéspedes y que estaban sentados en la mesa contigua, nos habían amordazado y sacado de allí.

Me es imposible describir lo que ocurrió durante la hora siguiente. Nos llevaron prácticamente a rastras a través del bosque a un paso atropellado, marchando cuesta arriba todo el tiempo. Por fin salimos a un claro en la falda de una montaña y vi justo delante de nosotros una extraña agrupación de rocas y peñascos fantásticos.

Debía de ser el Felsenlabyrinth del que Harvey había hablado. Pronto estábamos recorriendo sus recovecos serpenteantes. Aquel lugar era como un laberinto ideado por algún genio maléfico.

Al poco nos detuvimos. Una roca enorme nos impedía el paso. Uno de los hombres pareció empujar alguna cosa cuando, sin un solo ruido, la enorme masa de roca giró sobre sí misma y puso al descubierto una pequeña abertura, como la de un túnel que conducía al interior de la montaña.

Nos arrastraron hacia aquella abertura Aunque el primer tramo del túnel era estrecho, un poco más allá se ensanchaba Entramos a continuación en una amplia cámara excavada en la roca e iluminada con luz eléctrica. Fue entonces cuando nos quitaron las mordazas. A una indicación del Número Cuatro, que estaba de pie frente a nosotros con una expresión de triunfo y burla en su cara, nos registraron y nos quitaron todos los objetos que llevábamos en los bolsillos, incluida la pequeña pistola automática de Poirot.

Me sentí súbitamente angustiado cuando arrojaron la pistola sobre la mesa Estábamos derrotados y sin ninguna esperanza, pues nos aventajaban en número. Había llegado nuestra última hora

—Bienvenido al cuartel general de los Cuatro Grandes,
monsieur
Hércules Poirot —dijo el Número Cuatro en tono de burla—. Ha sido un placer inesperado encontrarle de nuevo. Pero, ¿valía la pena volver desde la tumba solamente para esto?

Poirot no contestó. No me atreví a mirarle.

—Síganme —continuó el Número Cuatro—. Su llegada va a resultar algo sorprendente para mis colegas.

Nos indicó una puerta estrecha que se abría en el muro. Pasamos a través de ella y nos encontramos en otra cámara. Al final de ella se hallaba una mesa tras la cual se habían colocado cuatro sillas. La última estaba vacía, pero había sido envuelta con la capa de un mandarín. En la segunda, fumando un puro, estaba sentado el señor Abe Ryland. Inclinada hacia atrás en una tercera silla, con sus ojos fulgurantes y su cara de monja, se hallaba
madame
Olivier. El Número Cuatro se sentó en la cuarta silla.

Así pues, nos encontrábamos en presencia de los Cuatro Grandes.

Nunca antes había sentido tan plenamente la realidad y la presencia de Li Chang Yen como en aquel momento en que me enfrentaba a su silla vacía A pesar de estar en la lejana China, seguía dominando y dirigiendo esta diabólica organización.

Madame
Olivier profirió un ligero grito al vernos. Ryland, más dueño de sí mismo, se limitó a cambiar de comisura el puro que tenía en la boca y levantó sus cejas grisáceas.


Monsieur
Hércules Poirot —dijo Ryland lentamente—. Ésta es una agradable sorpresa Nos engañó por completo. Creíamos que estaba muerto y enterrado. No importa; el plan se le ha malogrado.

Había un sonido acerado en su voz.
Madame
Olivier no decía nada, pero sus ojos fulguraban y me desagradaba la lentitud con que sonreía.

Madame
y messieurs, les deseo buenas noches —dijo Poirot sosegadamente.

Algo inesperado, algo que yo no contaba con oír en su voz, me hizo mirarle. Estaba completamente tranquilo. Sin embargo, su aspecto era un tanto especial.

Se oyó luego un rumor de ropajes detrás de nosotros y entró la condesa Vera Rossakoff.

—¡Ah! —dijo el Número Cuatro—. Nuestra valiosa y fiel lugarteniente. Aquí tenemos a un antiguo amigo suyo, mi querida señora.

La condesa se revolvió con su habitual vehemencia de movimientos.

—¡Dios mío! —exclamó—. ¡Pero si es mi hombrecito! ¡Ah! ¡Tiene las siete vidas de un gato! ¡Oh, hombrecito, hombrecito! ¿Por qué se mezcló en esto?


Madame
—dijo Poirot, con una inclinación—. Yo, lo mismo que el gran Napoleón, estoy del lado de los grandes batallones.

Mientras él hablaba, vi en los ojos de la condesa un súbito destello de sospecha, e inmediatamente supe la verdad que subconscientemente ya había presentido.

El hombre que se hallaba junto a mí no era Hércules Poirot.

Se le parecía extraordinariamente. Tenía la misma cabeza en forma de huevo, el mismo aire de pavoneo, y el mismo tipo delicadamente regordete. Pero su voz era distinta y los ojos, en lugar de verdes, eran oscuros, y seguramente el bigote... ¿aquel famoso bigote...?

La voz de la condesa interrumpió mis reflexiones. Se adelantó y con voz excitada dijo:

—Les han engañado. ¡Este hombre no es Hércules Poirot!

El Número Cuatro profirió una exclamación de incredulidad, pero la condesa se inclinó hacia adelante y arrancó el bigote de Poirot. Quedó en su mano, y entonces, claro está, la verdad se puso de manifiesto. El labio superior del hombre estaba desfigurado por una pequeña cicatriz que alteraba completamente la expresión de su rostro.

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