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Authors: Kerstin Gier

Zafiro

BOOK: Zafiro
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Gwen está hecha un lío... Gideon, su “compañero” de viajes en el tiempo la está volviendo completamente loca: tan pronto la besa apasionadamente como la ignora con desdén. Y es que nadie dijo que el amor a través del tiempo fuera una empresa fácil, ni mucho menos. Por suerte, Gwen tiene a su mejor amiga Leslie, a James, el fantasma del instituto, y a Xemenius, una gárgola bastante irreverente, para que le echen una mano en sus altibajos amorosos. Ah, y en lo de comportarse como la ahijada de un marqués o un duque del siglo XVIII... Porque desde que se ha convertido en la última viajera en el tiempo parece que estos son sus planes: asistir a una soirée en el año 1782, salvar el mundo y, sobre todo, no dar el cante. Así que ahora su vida consiste en aprender a bailar el minué (que no es nada sencillo) mientras decide lo que siente por el chico de sus sueños (que tampoco lo es).

Kerstin Gier

Zafiro

Trilogia de las piedras preciosas II

ePUB v1.1

Siwan
06.02.12

Prólogo

Londres, 14 de mayo de 1602

Todo estaba oscuro en las callejuelas de Southwark, oscuro y solitario. En el aire flotaba un olor a gas, cloacas y pescado. Instintivamente, el joven sujeto con más fuerza la mano de su compañera y tiró de ella.

—Habría sido mejor seguir otra vez directamente el curso del río. En este laberinto de callejuelas no hay manera de encontrar el camino —susurró.

—Sí, y en cada esquina acecha un ladrón y un asesino —dijo ella alegremente—. Fantástico, ¿no? ¡Desde luego!, es mil veces mejor que quedarse sentada en ese apestoso caserón haciendo los deberes —añadió, y tras remangarse el pesado vestido, siguió caminando a paso ligero.

El joven esbozó una sonrisa. Sin duda Lucy tenía un talento único para encontrar el lado positivo a cualquier momento y a cualquier situación. Ni siquiera la llamada Edad de Oro de Inglaterra, que en ese instante en absoluto hacia honra a su nombre (más bien parecía bastante siniestra), podía asustarla, más bien al contrario.

—Es una lástima que nunca tengamos más de tres horas —dijo cuando él la alcanzo—. Hamlet me habría gustado más todavía si no hubiera tenido que verlo por capítulos. —Esquivó con habilidad un asqueroso charco de fango, o al menos en lo que confiaba fuera fango, y, tras dar unos graciosos pasos de danza, giró sobre si misma y recito—: «Y así la conciencia nos convierte a todos en cobardes... ». ¿No te ha parecido genial?

El asintió y tuvo que hacer un esfuerzo en no volver a sonreír. En presencia de Lucy le ocurría con demasiada frecuencia. ¡Si no iba con cuidado, acabaría por parecer un memo!

Los dos jóvenes iban de camino del London Bridge —lamentablemente, en esa época el Southwark Bridge, que en realidad les hubiera ido mejor, aún no se había construido—, pero tendrían que correr si no querían que su escapada secreta al siglo XVII saliera a la luz.

Lucy dobló la esquina en dirección al río. Mentalmente parecía seguir a Shakespeare.

—Paul, ¿cuánto le has dado a ese hombre para que nos dejara entrar en el teatro Globe?

—Cuatro de esas pesadas monedas. No tengo ni idea de cuanto valen. —rió —. Supongo que equivaldrán al salario de un año o algo así.

—En todo caso ha funcionado. Las localidades eran perfectas.

Poco después llegaron al London Bridge. Como a la ida, Lucy se detuvo y quiso comentar algo acerca de las casas construidas sobre el puente, pero Paul tiró de ella para seguir caminado.

—Ya sabes lo que nos advirtió mister George: si te quedas demasiado tiempo debajo de una ventana, corres el riesgo de que te vacíen un orinal en la cabeza —le recordó—. ¡Además, estás llamando la atención!

—No hay manera de saber que te encuentras en un puente, parece una calle absolutamente normal. ¡Oh, mira, un atasco! Pues sí, creo que ya va siendo hora de que construyan un par de puentes más.

En contraste con las callejuelas adyacentes, el puente aún estaba muy concurrido, pero los carruajes, las sillas y las carrozas que querían pasar a la otra orilla del Támesis no avanzaban ni un metro. Más adelante se oían voces, maldiciones, relinchos de caballos, pero no podía adivinarse el motivo de la parada. Un hombre con un sombreo negro asomó la cabeza por la ventanilla de una carroza que se encontraba justo a su lado. El rígido cuello de encaje blanco se le subía hasta las orejas.

—¿Es que no hay ningún otro camino para cruzar este río apestoso? —le gritó en francés a su cochero.

El cochero negó con la cabeza.

—¡Aunque lo hubiera, no podemos dar media vuelta, estamos atrapados! Iré ahí a ver que ha pasado. Seguro que pronto podemos seguir.

El hombre soltó un gruñido y volvió a meter la cabeza, con sombrero y cuello de encaje, en la carroza, mientras el cochero bajaba y se abría paso entre el gentío.

—¿Has oído eso, Paul? Son franceses —susurró Lucy entusiasmada—.

¡Turistas!

—Sí. Fantástico. Pero tenemos que seguir adelante, ya no nos queda mucho tiempo.

Recordaba vagamente haber leído que ese puente había sido destruido en algún momento y posteriormente había sido levantado quince metros más allá. No era un buen lugar para un salto en el tiempo. Siguieron al cochero francés, pero un poco más adelante la gente y los carruajes estaban tan apretujados que era imposible continuar avanzando.

—He oído que se ha incendiado un carro con barriles de aceite —dijo la mujer que tenía delante sin dirigirse a nadie en particular—. Si no van con cuidado, acabaran por quemar otra vez el puente.

—Pero no hoy, por lo que sé —murmuro Paúl, y cogió a Lucy del brazo—.

Ven, volveremos atrás y esperaremos hasta nuestro salto en el otro lado.

—¿Te acuerdas todavía de la contraseña? Solo por si no lo logramos a tiempo.

—Algo con grutas y lapidas.


Gutta cavat lapidem
, tonto.

Levantó la cabeza hacia él y soltó una risita. Sus ojos azules brillaban de placer, y de pronto Paul recordó lo que su hermano Falk le había dicho cuando le preguntó por el momento perfecto. «Yo no perdería mucho tiempo hablando. Sencillamente pasaría a la acción. Entonces puede que ella te dé un bofetón, pero sabrás como están las cosas».

Naturalmente, Falk había querido saber de quien se trataba, pero Paul no tenia ningunas ganas de entablar una de esas discusiones que empezaba con un «Ya sabes que las relaciones entre lo De villiers y los Montrose deben ser estrictamente profesionales» y acababan con «Y, además, todas las chicas Montrose son unos bichos raros que acaban convirtiéndose en arpías, como lady Arista».

¿Bichos raros? ¡Ni hablar! Tal vez fuera cierto en el caso de las otras chicas Montrose, pero desde luego no tenía nada que ver con Lucy.

Lucy, que todos los días le sorprendía con algo nuevo. Lucy, a la que había confiado cosas que nunca le había contado a nadie. Lucy, con la que literalmente se podía...

Cogió aire.

—¿Por qué te quedas ahí plantado? —preguntó Lucy, y un instante después él se había inclinado y había apretado sus labios contra los de ella.

Durante tres segundos temió que fuera a apartarle de un empujón. Pero Lucy pareció reponerse enseguida de la sorpresa y respondió a su beso, primero tímidamente y luego con más pasión.

En realidad aquel no era en absoluto el momento perfecto, y en realidad tenían una prisa terrible porque en cualquier segundo podían saltaren el tiempo, y en realidad...

Paul olvidó cuál era el último «en realidad». Todo lo que contaba en ese instante era ella.

Pero entonces su mirada fue a posarse sobre una figura alta con capucha oscura, y se separó de ella sobresaltado.

Lucy miró un momento irritada, antes de ponerse roja y bajar los ojos.

—Lo siento —murmuró avergonzada—. Larry Coleman también decía cuando me besaba que parecía como si le aplastaran un puñado de cardos en la cara.

—¿Cardos? —dijo Paúl sacudiendo la cabeza—. ¿Y quién demonios es Larry Coleman?

En ese momento parecía totalmente desconcertada, pero Paul ni siquiera pudo tomarse a mal lo que había dicho. De algún modo tenía que tratar de poner el orden el caos que reinaba en su cabeza. Apartó a Lucy de la luz de las antorchas, la cogió de los hombros y la miró a los ojos.

—Muy bien, Lucy. En primer lugar, besas más o menos como...como saben las fresas. En segundo lugar, si encuentro a ese Larry, le pegaré un puñetazo en la nariz. Y en tercer lugar, sobre todo acuérdate bien del punto en que lo hemos dejado. Pero en este momento tenemos un pequeño problema.

En silencio señaló a un hombre de elevada estatura que salió de la sombra de un carruaje, se acercó caminado con aire doliente a la carroza del francés y se inclinó hacia la ventana.

Los ojos de Lucy se abrieron como platos.

—Buenas noches, barón —saludó el hombre. También hablaba francés, y, al oír el sonido de su voz, su mano se cerró con fuerza alrededor del brazo de Paul—. Me alegra tanto volver a verlo. El camino desde Flandes hasta A.C.

es realmente largo —añadió retirándose la capucha.

Del interior de la carroza llegó una exclamación de sorpresa.

—¡El falso marqués! ¿Qué está haciendo aquí? ¿Cómo es posible...?

—También a mí me gustaría saberlo —susurró Lucy.

—¿Es esa forma de saludar a un sucesor suyo? —replicó el hombre alto con aire divertido—. Porque no dejo de ser el nieto del nieto de su nieto, y aunque hay quien se complace con llamarme el hombre sin nombre, puedo asegurarle que tengo uno. Incluso varios, para ser exactos. ¿Puedo acompañarlo en su carroza? No resulta demasiado cómodo seguir aquí fuera, y este puente permanecerá obstruido durante un buen rato.

Sin esperar respuesta, el hombre abrió la puerta y subió a la carroza.

Lucy arriscó a Paul hacia atrás para alejarlo del círculo de luz de las antorchas.

—¡Es él de verdad! Solo que mucho más joven. ¿Qué vamos a hacer ahora?

—Nada —susurro Paúl—. ¡No podemos acercarnos y saludarle sin más! No deberíamos estar aquí.

—Pero ¿y cómo es que él está aquí?

—Es solo una estúpida casualidad. Sobre todo, no debe vernos. Ven, tenemos que ir a la orilla.

Pero ninguno de los dos se movió de donde estaba. Ambos se quedaron mirando, como hechizados, la oscura ventanilla de la carroza, aún más fascinados que ante el escenario del teatro Globe.

—En nuestro último encuentro le di a entender claramente lo que pienso de usted —la voz del barón francés de la carroza llegó hasta ellos.

—Oh, sí que lo hizo.

La suave risa del visitante hizo que a Paul se le pusiera la carne de gallina sin saber por qué.

—¡Mi decisión es firme! —la voz del barón temblaba ligeramente—. Entregaré ese maldito aparato a la alianza; no importa qué pérfidos métodos se atrevan a utilizar para disuadirme de ello. Sé que está aliado con el demonio.

—¿Qué quiere decir con eso? —susurró Lucy.

Paul se limito a sacudir la cabeza.

De nuevo resonó aquella suave risa.

—¡Ay, mi ciego y pusilánime antepasado! Cuanto más fácil habría podido ser su existencia, ¡y también la mía!, si me hubieras escuchado a mí en lugar de a nuestro obispo o a esos lamentables fanáticos de la Alianza... Si hubieras utilizado tu entendimiento en lugar de tu rosario... si hubieras reconocido que formas parte de algo más grande que lo que predican tus sacerdotes...

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