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Authors: Kerstin Gier

Zafiro (4 page)

BOOK: Zafiro
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Esta vez se me escapó una risita.

—¡Pero Murakami existe de verdad!

—Lo sé —dijo Gideon—. Charlotte me regaló un libro suyo. La próxima vez que hablemos de libros le recomendaré
Nieve de amatista
. De... ¿cómo se llamaba?

—Rudolf Pitt.

¿Charlotte le había regalado un libro? Qué —hum...— amable de su parte.

No se le hubiera ocurrido algo así a cualquiera. ¿Y qué debían de hacer juntos, aparte de hablar de libros? Mis ganas de reír se habían evaporado instantáneamente. Bien mirado, ¿cómo podía estar ahí sentada charlando con Gideon como si no hubiera ocurrido nada entre nosotros? Para empezar, tendríamos que haber aclarado un par de cosas básicas. Le miré fijamente y cogí aire, sin saber muy bien qué quería preguntarle en realidad.

«¿Por qué me has besado?» —Ya llegamos —dijo Gideon.

Aquello me hizo perder el hilo de mis pensamientos, y miré por la ventana.

Por lo visto, en algún momento durante nuestro intercambio de golpes, el taxista había dejado su libro a un lado y había continuado el viaje, y ahora estaba a punto de girar en Crown Office Row, en el distrito de Temple, donde tenía su cuartel general la sociedad secreta de los Vigilantes. Poco después aparcó el coche en una plaza de aparcamiento reservada al lado de un Bentley resplandeciente.

—¿Está seguro de que podemos parar aquí?

—Sí, no hay problema —le aseguró Gideon, y bajó del coche—. No, Gwendolyn, tú quédate en el taxi mientras voy a buscar el dinero —dijo cuando me dispuse a bajar—. Y no lo olvides: nos pregunten lo que nos pregunten, déjame hablar a mí. Volveré enseguida.

—El contador corre —dijo el taxista con tono malhumorado.

Los dos vimos cómo Gideon desaparecía entre los venerables edificios de Temple, y no fue hasta entonces cuando me di cuenta de que me había dejado allí como garantía.

—¿Son ustedes del teatro? —preguntó el taxista.

—¿Cómo dice?

¿Qué era esa sombra aleteante que se había abatido sobre nosotros?

—Lo digo por esos trajes tan curiosos.

—No. Del museo. —Unos extraños ruidos de raspado llegaban del techo.

Como si se hubiera posado un pájaro en él. Un pájaro grande—. ¿Qué es eso?

—¿El qué? —preguntó el taxista.

—Debe de ser un cuervo o algo así, que se ha posado sobre el coche —dije esperanzada.

Pero, naturalmente, lo que sacó la cabeza desde el techo para mirar a través de la ventana no era ningún cuervo, sino la gárgola de Belgravia. Al ver mi expresión asustada, una sonrisa triunfal se dibujó en su cara de gato, y escupió un chorro de agua sobre el parabrisas.

Amor no conoce ningún freno;

para él no existen puertas ni cerrojos

ni poder que limite sus antojos.

Amor no conoce principio ni fin.

Agitó siempre sus alas al viento

y así lo hará hasta el fin de los tiempos.

Matthias Claudius (1740-1815)

2

Te has quedado de piedra, ¿eh? —exclamó la pequeña gárgola, que desde que me había bajado del taxi no había parado de hablarme—. Ya ves que no es tan fácil librarse de nosotros.

—De acuerdo, muy bien. Escucha...

Miré nerviosamente hacia el taxi. Le había dicho al taxista que necesitaba aire fresco con urgencia porque me encontraba mal, y ahora el hombre miraba hacia nosotros con aire desconfiado, preguntándose extrañado por qué estaba hablando con la pared de una casa. Gideon aún no había aparecido.

—Además, puedo volar. —Para demostrarlo, la gárgola desplegó sus alas en abanico—. Como un murciélago. Más rápido que cualquier taxi.

—Oye, haz el favor de escucharme: el hecho de que pueda verte no significa ni mucho menos que...

—¡Verme y oírme! —me interrumpió la gárgola—. ¿Sabes lo raro que es eso?

La última que pudo verme y oírme fue madame Tussaud, y por desgracia no apreciaba especialmente mi compañía. Por regla general me rociaba con agua bendita y se ponía a rezar. La pobre era demasiado sensible. —Puso los ojos en blanco—. Ya sabes: demasiadas cabezas cortadas...

De nuevo escupió un chorro de agua justo ante mis pies.

—¡Deja de hacer eso!

—¡Perdona! Son los nervios. Un pequeño vestigio de mi época de canalón.

No tenía muchas esperanzas de deshacerme de él, pero al menos pensaba intentarlo. Con el truco de la amabilidad. Así que me incliné hacia abajo hasta que nuestros ojos estuvieron a la misma altura.

—¡Seguro que eres muy simpático, pero es imposible que te quedes conmigo! Mi vida ya es bastante complicada y, para serte sincera, con los fantasmas que conozco tengo más que suficiente. De manera que hazme el favor de desaparecer y no se hable más.

—Yo no soy ningún fantasma —dijo la gárgola ofendida—. Soy un daimon, o, mejor dicho, lo que ha quedado de un daimon.

—¿Y dónde está la diferencia? —grité desesperada—. ¡Me gustaría no ver ni fantasmas ni daimones, entiendes! Tienes que volver a tu iglesia.

—¿Que dónde está la diferencia? ¡Por favor! Los fantasmas son solo trasuntos de personas muertas que por algún motivo no quieren abandonar este mundo. Pero yo ya era un daimon cuando vivía. No puedes meterme en el mismo saco que a los espíritus corrientes. Además, esa no es «mi iglesia». Solo me gusta rondar por allí.

El taxista me miraba con la boca abierta. Seguramente a través de la ventana podía oír todas y cada una de mis palabras.

Me froté la frente con la mano.

—A mí tanto me da, ¿sabes? En cualquier caso, no puedes quedarte conmigo.

—¿De qué tienes miedo? —La gárgola se acercó mansamente y ladeó la cabeza—. Ya no queman a nadie por brujería, solo porque vea y sepa algo más que la gente corriente.

—No, pero ahora encierran en los psiquiátricos a la gente que ve espíritus y... hum... daimones —dije—. ¿No entiendes que...? —Me detuve. No tenía ningún sentido. Con el truco de la amabilidad no iba a conseguir nada. Por eso fruncí el entrecejo y espeté con la máxima rudeza posible—: Solo porque tenga la desgracia de poder verte, no te mereces mi compañía.

La gárgola no pareció en absoluto impresionada.

—Pero tú sí la mía. Qué suerte...

—Para que quede bien claro: ¡me molestas! ¡Así que, por favor, lárgate! —le solté.

—¡No, no lo haré! Aún lo lamentarías. Y, por cierto, ahí vuelve tu amiguito.

—Frunció los labios y empezó a emitir un ruido de besos.

—¡Cierra la boca! —Vi cómo Gideon doblaba la esquina caminando a zancadas—. Y lárgate, te he dicho.

Lo último lo susurré sin mover los labios, como una ventrílocua.

Naturalmente, la gárgola ni se inmutó.

—¡Vigila ese tono, señorita! —dijo alegremente—. Recuerda que siempre se recoge lo que se siembra.

Gideon no estaba solo, detrás de él vi acercarse la figura rolliza y jadeante de mister George, que tenía que correr para mantenerse a su paso y ya desde lejos me dirigió una sonrisa radiante.

Me enderecé y me alisé el vestido.

—¡Gwendolyn, gracias a Dios! —exclamó mister George mientras se secaba el sudor de la frente dándose unos toquecitos con su pañuelo—. ¿Va bien todo, jovencita?

—El gordito está a punto de echar los bofes —dijo la gárgola.

—Perfectamente, mister George. Solo hemos tenido... ejem... un par de problemillas...

Gideon, que le estaba dando unas libras al taxista, me dirigió una mirada de advertencia por encima del techo del coche.

—... con los horarios —murmuré mirando hacia el taxista, que sacó el coche del aparcamiento sacudiendo la cabeza y se alejó.

—Sí, Gideon ya me ha dicho que ha habido complicaciones. Es incomprensible, parece que hay alguna grieta en el sistema, tendremos que analizarlo a fondo. Y, posiblemente, disponer las cosas de otro modo. Pero lo principal es que a ustedes no les ha pasado nada. —Mister George me ofreció el brazo, lo que resultaba un poco curioso, porque yo le sacaba casi media cabeza—. Vamos, jovencita, aún tenemos cosas que hacer.

—La verdad es que me gustaría ir a casa cuanto antes —dije.

La gárgola trepó ágilmente por un tubo de desagüe y nos siguió balanceándose colgada de un canalón mientras cantaba a voz en cuello «
Friends Will Be Friends
».

—Oh, claro, desde luego —dijo mister George—. Pero hoy solo has permanecido tres horas en el pasado. Para poder estar tranquilos hasta mañana por la tarde, ahora deberías elapsar unas horas más. No te preocupes, nada fatigoso. En un agradable sótano donde puedas hacer los deberes.

—Pero... ¡seguro que mi madre ya me está esperando, y estará preocupada por mí!

Además, era miércoles, y en casa era el día del pollo asado con patatas.

¡Aparte de que allí me esperaban una bañera y mi cama!

Que vinieran a fastidiarme también con los deberes en una situación como esa era una auténtica vergüenza. Bastaría con que alguien me escribiera una nota de disculpa. «Dado que en la actualidad Gwendolyn debe ejecutar diariamente importantes misiones relacionadas con los viajes en el tiempo, en el futuro deberá ser liberada de los deberes escolares.» La gárgola seguía berreando en el tejado, y tuve que esforzarme para no corregirla. Gracias a Singstar y a las tardes de karaoke con mi amiga Leslie en casa, era muy buena con los textos de las canciones, incluso de Queen, y estaba segura de que esa no mencionaba ningún pepino.

—Bastarán dos horas —intervino Gideon, que de nuevo se había puesto a dar unas zancadas tan largas que mister George y yo apenas podíamos seguirlo—. Luego puede ir a casa y dormir.

Odiaba que se hablara de mí en tercera persona cuando yo estaba presente.

—Sí, y se alegra solo de pensarlo —dije—. Porque está realmente agotada.

—Telefonearemos a tu madre y le explicaremos que, como máximo a las diez, te llevarán a casa —dijo mister George.

¿A las diez? Adiós al pollo asado. Apostaría cualquier cosa a que a esa hora mi hermano pequeño ya se habría zampado mi parte.

«
When you're through with life and all hope is lost
», cantó la gárgola, y se deslizó, medio volando medio trepando, por la pared de ladrillo, para aterrizar graciosamente a mi lado en el empedrado.

—Diremos que aún tienes clase —añadió mister George, hablando más para sí mismo que para mí—. Y tal vez sería mejor que no le hablaras de tu excursión al año 1912; ella opinaba que debíamos enviarte a 1956 para elapsar.

Habíamos llegado ante el cuartel general de los Vigilantes. Desde allí se controlaban, desde hacía siglos, los viajes en el tiempo. La familia De Villiers descendía supuestamente en línea directa del conde de Saint Germain, uno de los más famosos viajeros del tiempo en la línea masculina.

En cambio, nosotros, los Montrose, constituíamos la línea femenina, lo que para los De Villiers parecía significar básicamente que en realidad no contábamos.

El conde de Saint Germain era la persona que había descubierto los viajes en el tiempo controlados con la ayuda del cronógrafo, y también el que había dado la extravagante orden de registrar como fuera a cada uno de los doce viajeros del tiempo en el cronógrafo.

A estas alturas ya solo faltaban Lucy, Paul, lady Tilney y otra buena señora, una dama de la corte de cuyo nombre nunca podía acordarme. Gideon y yo debíamos tratar de hacernos con unas gotas de sangre de cada uno de ellos.

Ahora bien, la pregunta crucial era: ¿qué pasaría exactamente cuando los doce viajeros del tiempo se hubieran registrado en el cronógrafo y el Círculo se hubiera cerrado? Nadie parecía conocer exactamente la respuesta a esta pregunta. De hecho, los Vigilantes se comportaban como auténticos lemmings en lo que se refería al conde. ¡La veneración ciega no era nada comparado con aquello!

A mí, en cambio, se me hacía textualmente un nudo en la garganta cuando pensaba en Saint Germain, ya que mi único encuentro con él en el pasado no podía decirse que hubiera sido agradable, sino más bien todo lo contrario.

Delante de mí, mister George subía resoplando los escalones de la entrada.

Había algo reconfortante en su pequeña figura rechoncha. De hecho, él era el único, en toda la sociedad, que me inspiraba un poco de confianza.

Aparte de Gideon, aunque en realidad lo que tenía con él no podía llamarse confianza.

El edificio de la logia no se diferenciaba exteriormente del resto de casas que se levantaban en las estrechas callejuelas en torno a la Temple-Church, que albergaban principalmente despachos de abogados y locales para profesores del Instituto de Jurisprudencia. Pero yo sabía que el cuartel general de la sociedad era mucho mayor y mucho menos modesto de lo que aparentaba exteriormente, y que se extendía sobre todo bajo tierra, ocupando una enorme superficie.

Un poco antes de llegar a la puerta, Gideon me retuvo un momento y me susurró:

—He dicho que estabas muy afectada por lo ocurrido, de manera que procura mostrarte un poco aturdida si quieres irte pronto a casa.

—Pensaba que era lo que estaba haciendo —murmuré.

—Los esperan en la Sala del Dragón —dijo jadeando mister George desde el pasillo—. Deberías adelantarse; yo le pediré a mistress Jenkins que les traiga algo de comer. Deben estar hambrientos. ¿Alguna petición especial?

Antes de que pudiera formular mi petición, Gideon me había cogido del brazo y me arrastraba hacia delante.

—¡Lo máximo posible de todo! —tuve tiempo de gritar a mister George por encima del hombro, antes de que Gideon me remolcara a través de una puerta hasta otro pasillo más ancho mientras yo me esforzaba en no tropezar con la falda.

La gárgola brincaba ágilmente a nuestro lado.

—Encuentro que tu amiguito no tiene muy buenos modales —dijo—.

Normalmente, así se tira de una cabra para llevarla al mercado.

—No corras tanto, haz el favor —le dije a Gideon.

—Cuanto antes hayamos dejado atrás este asunto, antes podrás volver a casa.

¿Su voz había sonado realmente preocupada, o solo pretendía librarse de mí?

—Sí, pero... ¿no se te ha ocurrido que tal vez yo también quiera participar en esto? Tengo un montón de preguntas pendientes, y estoy harta de que nadie me dé respuestas.

Gideon aflojó un poco el paso.

—De todos modos, hoy ya nadie te dará respuestas; hoy solo quieren saber cómo es posible que Lucy y Paul nos estuvieran esperando. Y, por desgracia, tú sigues siendo nuestra principal sospechosa.

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