Zafiro (23 page)

Read Zafiro Online

Authors: Kerstin Gier

BOOK: Zafiro
7.27Mb size Format: txt, pdf, ePub

Mister George arrugó la frente.

—No entiendo adonde quieres ir a parar, Gideon —replicó mister Whitman—, pero te sugiero que vayas a ver a madame Rossini. Mister George y yo nos ocuparemos de Gwendolyn.

Gideon volvió a mirarme.

—Propongo lo siguiente: voy a hacer la prueba y luego me envían detrás de Gwendolyn, no importa adonde. Así no tendrá que tener miedo de nada.

—Excepto de ti —dijo Xemerius.

—Hoy has superado de sobra tu cupo —contestó mi profesor—, Pero si a Gwendolyn le da miedo... -Me dirigió una mirada cargada de compasión.

La verdad es que no podía tomárselo a mal. Supongo que de algún modo yo parecía realmente asustada. Aún tenía el corazón en la garganta y era incapaz de decir nada.

—Por mí podemos hacerlo así —dijo mister Whitman encogiéndose de hombros—. No hay nada que objetar, ¿no te parece, Thomas?

Mister George asintió lentamente con la cabeza, aunque daba la impresión de que habría preferido hacer lo contrario.

Una sonrisa satisfecha asomó al rostro de Gideon, que por fin abandonó su postura rígida junto a la puerta.

—Muy bien, pues ya nos veremos luego —dijo con tono triunfal, y a mí me pareció que sonaba como una amenaza.

Cuando la puerta se cerró tras él, mister Whitman suspiró.

—Está extraño desde que recibió ese golpe en la cabeza, ¿no te parece, Thomas?

—Desde luego —convino mister George.

—Tal vez deberíamos mantener una conversación con él sobre el tono que debe emplear con sus superiores —dijo mister Whitman—. Para su edad es bastante... En fin. Está sometido a una gran presión, también debemos tenerlo en cuenta. Bien, Gwendolyn, entonces, ¿estás preparada? —añadió dirigiéndose a mí en tono animado.

Me levanté.

—Sí —mentí.

En su cimbreo rojo rubí

oye el cuervo cantar a los muertos,

apenas conoce el precio, apenas la fuerza,

el poder se alza y el Círculo se cierra.

Del orgulloso león de faz de diamante,

vela el súbito hechizo la luz brillante.

Con el sol que agoniza él cambia la suerte,

y el final revela, del cuervo, la muerte.

De los
Escritos secretos
del conde de Saint Germain

9

No había preguntado por el año, porque de todos modos no tenía ninguna importancia. De hecho, todo se veía igual que en mi anterior visita. El sofá verde estaba en medio de la habitación, y le dirigí una mirada furiosa, como si él tuviera la culpa de todo. Como la última vez, había un montón de sillas apiladas junto a la pared ante el escondrijo de Lucas, y al verlas me entraron las dudas. ¿Debía vaciar el escondrijo? Si Gideon había empezado a sospechar—y seguro que lo había hecho—, era muy posible que lo primero que hiciera fuera registrar la habitación. Tal vez lo mejor sería que ocultara el contenido fuera, en los corredores, y luego volviera antes de que llegara Gideon….

Febrilmente, empecé a apartar las sillas, pero luego me lo pensé mejor. En primer lugar, no podía esconder la llave fuera, porque tendría que volver a cerrar la puerta; y por otra parte, aunque Gideon encontrara el escondite, ¿Cómo iba a demostrar que estaba destinado a mí?

Sencillamente me haría la tonta.

Volví a dejar las sillas donde estaban, procurando no cambiar nada, y me encargué de borrar todas las huellas en el polvo. Luego fui hasta la puerta para asegurarme de que estaba realmente cerrada y después me senté en el sofá verde.

Me sentía un poco como hacía cuatro años, aunque Leslie y yo, por el incidente con la rana, habíamos tenido que esperar en el despacho del director Gilles hasta que este había tenido tiempo para venir a echarnos un sermón. En realidad no habíamos hecho nada malo. Había sido Cynthia la que había atropellado personalmente al animal con su bicicleta, y como después no había mostrado ningún remordimiento («Es solo una estúpida rana»), Leslie y yo, indignadas, habíamos decidido vengar a la rana.

Queríamos enterrarla en el parque pero antes—como ya estaba muerta— pensamos que tal vez impresionaría a Cynthia y la sensibilizaría un poco de cara al futuro si se la volvía a encontrar—esta vez en su sopa—. Nadie podía prever que a Cynthia le daría un ataque de histeria al verla… En cualquier caso, el director Gilles nos había tratado como si fuéramos dos criminales peligrosas, y por desgracia no había olvidado el episodio.

Cada vez que nos encontrábamos por los pasillos decía: «Ah, las chicas malas de la rana», y las dos nos sentíamos fatal.

Cerré los ojos un momento. Gideon no tenía ningún motivo para tratarme tan mal. Yo no había hecho nada malo. Todos decían continuamente que no se podía confiar en mí, me vendaban los ojos y nadie respondía a mis preguntas; así que era perfectamente natural que tratara de descubrir por mí misma lo que estaba pasando, ¿no?

¿Dónde se habría metido? La bombilla del techo crepitó, y la luz parpadeó un momento. Hacía bastante frío ahí abajo. Tal vez me habían envidiado a uno de esos crudos inviernos de la posguerra de los que siempre hablaba la tía Maddy. Fantástico. Las tuberías se habrían helado y habría animales muertos tirados por las calles, rígidos por el frío. A modo de prueba, miré si mi respiración formaba nubecillas blancas en el aire; pero no, no se veía nada.

De nuevo parpadeó la luz, y me entró miedo. ¿Y si de repente tenía que quedarme ahí sentada a oscuras? Esta vez nadie había pensado en darme una linterna. La verdad es que no podía decirse que se hubieran mostrado muy solícitos conmigo. Seguro que en la oscuridad las ratas se atreverían a salir de sus escondrijos. Tal vez tuvieran hambre… Y donde había ratas, las cucarachas no andaban muy lejos. Quizá incluso el espíritu del templario blanco del que había hablado Xemerius se diera una vuelta por aquí.

Crrrric.

Era la bombilla.

Paulatinamente llegué a la conclusión de que la presencia de Gideon siempre sería preferible a la de las ratas y los espíritus. Pero no venía. En lugar de eso la bombilla volvió a tiritar, como si estuviera en las últimas.

Cuando de niña tenía miedo de la oscuridad, siempre cantaba, y eso fue lo que hice ahora instintivamente. Primero muy bajo, y luego cada vez más fuerte. Al fin y al cabo, no había nadie que pudiera oírme.

Cantar me ayudaba a luchar contra el miedo. Y también contra el frío. Al cabo de unos minutos, incluso dejó de parpadear la luz. Aunque volvió a hacerlo de todas las canciones de María Mena, y tampoco pareció entusiasmarle Emiliana Torrini. En cambio, respondía a las antiguas canciones de Abba con una irradiación tranquila y regular. Por desgracia, yo no conocía muchas, y aún menos las letras. Pero la bombilla también aceptaba «lalala….one chance in a lifetime, lalala» Estuve cantando durante horas. O al menos eso me pareció.

Después de «The Winter Takes it All» (La canción ideal para las penas de amor de Leslie), volví a empezar con «I Wonder», y mientras tanto bailaba por la habitación para no coger frío. Hasta la tercera «Mamma mia» no me convencí de que Gideon ya no vendría.

¡Maldita sea! Habría podido deslizarme hasta arriba sin problemas. Lo intenté con «Head Over Heels», cuando estaba con «You’re Wasting my Time» apareció de pronto junto al sofá.

Cerré la boca y le dirigí una mirada de reproche.

—¿Por qué llegas tan tarde?

—Ya me imagino que la espera se te habrá hecho larga. —Su mirada era tan fría y extraña como antes. Fue hasta la puerta y sacudió el pestillo—. De todos modos, has sido lo bastante inteligente para no salir de la habitación.

No podías saber cuándo vendría yo.

—Ja, ja. ¿Se supone que es una broma?

Gideon apoyó la espalda contra la puerta.

—Gwendolyn, conmigo puedes ahorrarte esos aires de inocencia.

No podía soportar esa frialdad en su mirada. El verde de sus ojos, que tanto me gustaba, había adquirido de pronto el color de la gelatina, de la asquerosa gelatina de fruta del comedor de la escuela, para ser precisos.

—¿Por qué eres tan… desagradable conmigo? —La bombilla volvió a parpadear. Seguramente echaba en falta mis canciones de Abba— ¿No tendrás por casualidad una bombilla por ahí?

—El olor a tabaco te traicionó —dijo Gideon jugueteando con la linterna que llevaba en la mano—. Entonces investigué un poco y sumé dos y dos.

Tragué saliva.

—¿Por qué es tan terrible que haya fumado un poco?

—No fumaste. Y no puedes mentir ni la mitad de bien de lo que imaginas. ¿Dónde está la llave?

—¿Qué llave?

—La llave que te ha dado mister George para que puedas buscarles a él y a tu abuelo en el año 1956. —Dio un paso hacia mí—. Si eres lista, la habrás escondido en algún sitio por aquí; si no lo eres, aún la llevarás encima. —Se acercó al sofá, cogió los cojines y los fue tirando uno a uno al suelo—Aquí no está.

Le miré asustada.

—Mister George no me ha dado ninguna llave. ¡De verdad que no!

Y eso del humo de tabaco es completamente… —No era solo cigarrillos. También olías a puro—dijo con calma. Su mirada se paseó por la habitación y se detuvo en las sillas apiladas ante la pared.

Yo volvía a temblar de frío, y la bombilla, como si hubiera estado esperando el momento, se puso a parpadear aún más rápido que antes.

—Bueno…—empecé indecisa.

—¿Si? —dijo Gideon con un tono exageradamente afable—. ¿También te fumaste un puro? ¿Además de los tres Lucky Strike? ¿Es eso lo que querías decir?

Guardé silencio.

Gideon se agachó e iluminó con la linterna por debajo del sofá.

—¿Te escribió mister George la contraseña en una hoja o te la aprendiste de memoria? ¿Y cómo pudiste pasar de nuevo, a la vuelta, ante la Guardia de Cerbero sin que lo mencionaran en el acta?

—Pero ¿de qué demonios estás hablando? —pregunté. Pretendía parecer indignada, pero por desgracia sonó algo opacado.

—Violet Purpleplum. Qué nombre más extraño, ¿no te parece? ¿No lo habrás oído antes?

Gideon se había vuelto a incorporar y me miraba. No, la gelatina no era una buena comparación para sus ojos. Era más bien un verde fosforescente de residuos tóxicos.

Sacudí la cabeza despacio.

—Es curioso —dijo—. Porque resulta que es una amiga de vuestra familia.

Cuando mencioné casualmente el nombre ante Charlotte, me dijo que esa buena señora os teje unos chales que pican mucho.

¡Condenada Charlotte! ¿Es que no podía mantener la boca cerrada?

—No, eso no es verdad —repliqué con tozudez—. Solo pican los de Charlotte.

Los nuestros siempre son muy suaves.

Gideon se apoyó contra el sofá y cruzó los brazos sobre el pecho. La linterna de bolsillo apuntaba al techo, donde la bombilla seguía parpadeando aceleradamente.

—Por última vez, ¿dónde está la llave, Gwendolyn?

—Te juro que mister George no me ha dado ninguna llave —dije tratando desesperadamente limitar los daños—. Él no tiene nada que ver con esto.

—Ah, ¿no? Como he dicho, me parece que no mientes demasiado bien. — Con la linterna de bolsillo iluminó las sillas—. Si yo fuera tú, habría metido la llave bajo algún cojín de esos.

Muy bien. Que mirara los cojines. Así al menos tendría algo que hacer hasta que saltáramos de vuelta. Ya no podía faltar tanto.

—Por otro lado… —Gideon balanceó la linterna de modo que el cono de luz cayó justo sobre mi rostro—. Por otro lado, sería un trabajo digno de Sísifo.

Di un paso a un lado y exclamé enfadada:

—¡Deja de hacer eso!

—Y no siempre hay que confiar en que los demás hagan lo que uno haría en su lugar—continuó Gideon. A la luz titileante de la bombilla, sus ojos se habían vuelto cada vez más oscuro, y de pronto me inspiró miedo—. Tal vez sencillamente te hayas metido la llave en el bolsillo de los pantalones. ¡Dámela! —Tendió la mano hacia mí con brusquedad.

—No tengo ninguna maldita llave, maldita sea.

Gideon se acercó a mí despacio.

—Yo de ti la entregaría voluntariamente. Pero, como he dicho, uno no puede confiar en que los demás hagan lo que uno haría.

En ese momento la bombilla exhaló su último aliento.

Gideon estaba justo ante mí y su linterna de bolsillo iluminaba un punto de la pared. Aparte de ese foco de luz, todo estaba negro como boca de lobo.

—¿Y bien?

—No se te ocurra acercarte más —dije, y retrocedí unos pasos hasta que mi espalda chocó contra la pared. Hacía solo dos días ninguna distancia me hubiera parecido bastante corta, pero ahora me daba la sensación de que estaba con un extraño. De repente me puse terriblemente furiosa—. ¿Se puede saber qué te pasa? —le espeté—. ¡Yo no te he hecho nada! No entiendo cómo puedes besarme un día y odiarme al siguiente. ¿Por qué?

Las lágrimas llegaron tan rápido que no pude evitar que se deslizaran por mis mejillas. Por suerte, la oscuridad lo ocultaba.

—Tal vez porque no me gusta que nadie me engañe. —A pesar de mi advertencia, Gideon se me acercó, y esta vez no pude retroceder—. Sobre todo las chicas que un día me echan los brazos al cuello y al siguiente hace me apaleen.

—Pero ¿qué estás diciendo?

—Te vi, Gwendolyn.

—¿Cómo? ¿Dónde me viste?

—En mi salto en el tiempo de ayer por la mañana. Tenía que cumplir un pequeño encargo, pero apenas había andado uno metro cuando apareciste de repente en mi camino como un espejismo. Me miraste y me sonreíste, como si te alegraras al verme. Y luego giraste en redondo y desapareciste en la esquina.

—¿Y cuándo se supone que fue eso?

Estaba tan desconcertada que durante unos segundos dejé de llorar.

Gideon ignoró mi intervención.

—Cuando un segundo después yo también doblé la esquina, recibí un golpe en la cabeza y por desgracia ya no me encontré en condiciones de pedirte una explicación.

—¿Crees que… esa herida te la hice yo?

Las lágrimas volvieron a correr por mis mejillas.

—No —respondió Gideon—. No lo creo. No llevabas nada en la mano cuando te vi, y además dudo que puedas golpear tan fuerte. No, tú solo me atrajiste hasta la esquina donde había alguien esperándome.

Excluido. Total y definitivamente excluido.

—Yo nunca haría algo así —conseguí soltar por fin de modo más o menos inteligible—. ¡Nunca!

—Yo también me quedé un poco perplejo —continuó Gideon sin inmutarse—. Pensaba que éramos…amigos. Pero cuando ayer por la noche volviste a elapsar y noté que olías a puro, me di cuenta de que podías haberme mentido todo el tiempo. ¡Ahora dame la llave!

Other books

Killing Rachel by Anne Cassidy
The Lovely Bones by Alice Sebold
Wanted by Jason Halstead
27: Jim Morrison by Salewicz, Chris
No Marriage of Convenience by Elizabeth Boyle
Tallchief for Keeps by London, Cait
This Ordinary Life by Jennifer Walkup
Blood Entwines by Caroline Healy