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Authors: Kerstin Gier

Zafiro (3 page)

BOOK: Zafiro
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¡Lady Tilney! Hasta este momento no había pensado en que Gideon y yo aún debíamos ponernos de acuerdo con respecto a nuestra aventura en 1912. A fin de cuentas, el asunto se había descontrolado completamente, y no tenía ni idea de cómo se lo tomarían los Vigilantes, que en cuestión de misiones en el tiempo no se andaban con bromas. Gideon y yo habíamos viajado al pasado con el encargo de registrar a lady Tilney en el cronógrafo (dicho sea de paso, yo seguía sin entender muy bien cuál era el motivo, pero en cualquier caso todo el asunto parecía terriblemente importante; por lo que sabía, estaba en juego la salvación del mundo, como mínimo); sin embargo, antes de que hubiéramos podido cumplir nuestra misión, habían entrado en escena mi prima Lucy y Paul; por más señas, los malvados de toda esta historia. O al menos de eso estaba convencida la familia de Gideon, y él con ellos. Supuestamente, Lucy y Paul habían robado el segundo cronógrafo y se habían escondido con él en el tiempo. Desde hacía años, nadie había oído hablar de ellos, hasta que habían aparecido en casa de lady Tilney y habían revolucionado nuestra pequeña reunión para tomar el té.

El pánico había provocado que no pudiera recordar exactamente cuándo habían entrado en juego las pistolas, pero el caso es que en algún momento Gideon había apuntado un arma a la cabeza de Lucy, una pistola que bien mirado no debería haber llevado nunca. (Igual que yo no tendría que haber llevado mi móvil, ¡pero al menos con un móvil no se puede disparar a nadie!) Luego habíamos huido y nos habíamos refugiado en la iglesia; pero durante todo ese tiempo yo no había podido deshacerme de la sensación de que en lo referente a Lucy y a Paul las cosas no estaban tan claras como les gustaba afirmar a los De Villiers.

—¿Qué vamos a decir de lo de lady Tilney? —pregunté.

—Bueno... —Gideon se rascó la cabeza con aire cansado—. No es que tengamos que mentir, pero tal vez lo más inteligente en este caso sería omitir algunos detalles. Lo mejor será que lo de hablar me lo dejes a mí.

Ahí estaba de nuevo el viejo y conocido tono de mando.

—Sí, claro —dije—. Asentiré y mantendré la boca cerrada como una niña buena.

Instintivamente, crucé los brazos sobre el pecho. ¿Por qué Gideon no podía comportarse de una forma normal para variar? ¿Primero me besaba (¡y más de una vez!), para inmediatamente después asumir el papel de gran maestre de la logia de los Vigilantes?

Los dos nos concentramos en mirar por nuestras respectivas ventanas.

Fue Gideon quien finalmente rompió el silencio, lo que me proporcionó cierta satisfacción.

—¿Qué pasa, se te ha comido la lengua el gato?

Por el modo en que lo dijo, sonó casi tímido.

—¿Cómo dices?

—Mi madre me lo preguntaba siempre cuando era pequeño. Cuando miraba fijamente hacia delante con ese aire obstinado que tú tienes ahora.

—¿Tienes una madre?

¡Por Dios! Hasta que no lo hube pronunciado, no me di cuenta de lo estúpido que sonaba.

Gideon levantó una ceja.

—¿Qué te creías? —preguntó divertido—. ¿Que soy un androide y que el tío Falk y mister George me ensamblaron?

—No me parece tan descabellado. ¿Tienes fotos tuyas de bebé? —Traté de imaginarme a Gideon como un bebé, con una cara mofletuda y la cabeza pelada, y se me escapó una sonrisa—. ¿Dónde están tu madre y tu padre?

¿También viven aquí, en Londres?

Gideon negó con la cabeza.

—Mi padre murió, y mi madre vive en Antibes, al sur de Francia. —Durante un breve instante apretó los labios, y ya pensaba que volvería a encerrarse en su silencio cuando añadió—: Con mi hermano pequeño y su nuevo marido, el señor Llámame-papá-quieres Bertelin. Tiene una empresa que fabrica microcomponentes de platino y cobre para aparatos electrónicos, y por lo que parece el negocio va viento en popa; en todo caso, ha bautizado su ostentoso yate con el nombre de Creso.

Yo estaba absolutamente perpleja. Tanta información personal de golpe no encajaba con la idea que me había hecho de Gideon.

—Vaya, pero seguro que debe de ser genial pasar las vacaciones allí, ¿no?

—Sí, claro —dijo en tono burlón—. Hay una piscina del tamaño de tres pistas de tenis, y ese yate de locos tiene los grifos de oro.

—De todos modos, me lo imagino mejor que un
cottage
sin calefacción en Pebbles.

Yo pasaba las vacaciones de verano con mi familia en Escocia.

—Si yo fuera tú y tuviera una familia en el sur de Francia, les visitaría cada fin de semana, aunque no tuvieran piscina ni yate.

Gideon me miró sacudiendo la cabeza.

—Ah, ¿sí? ¿Y se puede saber cómo te las arreglarías si además tuvieras que saltar al pasado cada pocas horas? No es una experiencia placentera precisamente cuando uno va a ciento cincuenta por la autopista.

—Oh, vaya.

De algún modo, toda esta historia de los viajes en el tiempo era demasiado nueva para mí para que hubiera podido pensar en las consecuencias que comportaba. Solo había doce portadores del gen —distribuidos a través de los siglos—, y aún no podía hacerme del todo a la idea de ser una de ellos.

De hecho, se suponía que le correspondía a mi prima Charlotte, que se había preparado concienzudamente para el papel; pero mi madre, por razones inextricables, había falseado la fecha de mi nacimiento, y ahora estábamos metidas en este embrollo. Igual que Gideon, me enfrentaba a la elección de saltar en el tiempo de una forma controlada con el cronógrafo o arriesgarme a que el salto me sorprendiera en cualquier momento y en cualquier lugar, lo que, como sabía por propia experiencia, no resultaba precisamente agradable.

—Naturalmente deberías llevarte contigo el cronógrafo para tener la posibilidad de elapsar de vez en cuando a una época sin peligro —dije reflexionando en voz alta.

Gideon soltó un resoplido desganado.

—Sí, claro, de ese modo se puede viajar relajadamente y al mismo tiempo visitar muchos lugares históricos por el camino; pero aparte de que nunca me permitirían pasear por la región con el cronógrafo en la mochila, ¿qué harías tú mientras tanto sin el aparato? —Miró más allá de mí, hacia la ventana—. Gracias a Lucy y a Paul solo queda uno, ¿lo has olvidado?

De nuevo había pasión en su voz, como siempre que la conversación iba a parar a Lucy y a Paul.

Me encogí de hombros y también miré por la ventana. El taxi avanzaba a paso de tortuga en dirección a Picadilly. Fantástico. El atasco habitual a la salida del trabajo en la City. Probablemente habríamos llegado antes a pie.

—¡Está claro que aún no eres del todo consciente de que a partir de ahora no tendrás muchas ocasiones de salir de esta isla, Gwendolyn! —La voz de Gideon reflejaba amargura—. O de esta ciudad. En lugar de llevarte de vacaciones a Escocia, tu familia debería haberte enseñado el mundo. Ahora ya es demasiado tarde para eso. Hazte a la idea de que en adelante solo podrás ver todos esos lugares con los que sueñas en Google Earth.

El taxista sacó un libro de bolsillo despachurrado de la guantera, se reclinó en su asiento y empezó a leer tranquilamente.

—Pero... tú has estado en Bélgica y en París —dije—. Para viajar desde allí al pasado y conseguir la sangre de ese como-se-llame y el chisme ese...

—Sí, claro —me interrumpió—. Junto con mi tío, tres Vigilantes y una figurinista. ¡Un viaje fabuloso! Aparte de que Bélgica ya es de por sí un país de lo más exótico. ¿No soñamos todos con poder viajar algún día aunque solo sean tres días a Bélgica?

Intimidada por este arranque repentino, pregunté en voz baja: —¿Y adonde irías si pudieras elegir?

—¿Quieres decir si no me hubiera caído encima esta maldición de los viajes en el tiempo? Dios, la verdad es que no sabría por dónde empezar. Chile, Brasil, Perú, Costa Rica, Nicaragua, Canadá, Alaska, Vietnam, Nepal, Australia, Nueva Zelanda... —Sonrió débilmente—. Pues eso, prácticamente a todas partes del mundo, excepto a la Luna. Pero no es precisamente divertido pensar en lo que uno nunca podrá hacer. Tenemos que resignarnos a la idea de que nuestra vida, desde el punto de vista técnicoviajero, resultará más bien monótona.

—Si omitimos los viajes en el tiempo.

Me había puesto roja, porque había dicho «nuestra vida», y de algún modo aquello sonaba tan... íntimo.

—Eso es algo así como una justicia compensatoria por el eterno control y el hecho de tener que estar encerrado —dijo Gideon—. Si no estuvieran los viajes en el tiempo, hace mucho que me habría muerto de aburrimiento.

Paradójico, pero cierto.

—Pues a mí, para darle un poco de emoción a la vida, me bastaría con ver de vez en cuando una buena película de suspense, la verdad.

Miré con envidia a un ciclista que avanzaba serpenteando a través del embotellamiento. ¡Quería volver a casa de una vez! Pero los coches que teníamos delante no se movían ni un milímetro, lo que sin duda le parecía perfecto a nuestro taxista lector.

—Si tu familia vive en el sur de Francia, ¿dónde vives tú ahora? —le pregunté a Gideon.

—Desde hace muy poco tengo un piso en Chelsea. Pero en realidad solo voy allí para ducharme y dormir, si es que lo consigo.

Suspiró. Como mínimo en los últimos tres días, era evidente que había dormido tan poco como yo, si no menos.

—Antes vivía con mi tío Falk en Greenwich, desde los once años. Cuando mi madre conoció a monsieur Cara-de-bofetada y quiso abandonar Inglaterra, naturalmente los Vigilantes pusieron reparos. Al fin y al cabo solo quedaban unos años para mi salto de iniciación y aún tenía mucho que aprender.

—Y entonces, ¿tu madre te dejó solo?

Mi madre nunca habría sido capaz de hacer algo así, de eso estaba segura.

Gideon se encogió de hombros.

—Me gusta mi tío. Es un buen tipo, cuando no va de gran maestre de la logia. En todo caso lo prefiero mil veces a mi llamado padrastro.

—Pero... —Casi no me atrevía a preguntárselo, por lo que susurré—: Pero ¿no la echas de menos?

Nuevo encogimiento de hombros.

—Hasta los quince años, cuando todavía podía viajar sin peligro, siempre iba a visitarla durante las vacaciones. Y, además, mi madre viene al menos dos veces al año a Londres; oficialmente para verme, aunque supongo que debe de ser más bien para gastarse el dinero de monsieur Bertelin. Tiene debilidad por la ropa, los zapatos y las joyas antiguas. Y por los restaurantes macrobióticos con muchas estrellas.

La mujer parecía una madre de película.

—¿Y tu hermano?

—¿Raphael? A estas alturas ya es un auténtico francés. Llama «papá» a Cara-de-bofetada, y un día se hará cargo del imperio del platino. Aunque por el momento parece que ni siquiera es capaz de acabar el bachillerato, el muy gandul. Prefiere concentrarse en las chicas antes que en los libros. — Gideon apoyó el brazo en el respaldo del asiento por detrás de mí e inmediatamente se me aceleró la respiración—. ¿Por qué pones esta cara de susto? No te daré pena, ¿no?

—Un poco —dije sinceramente, y pensé en el chico de once años que se había tenido que quedar solo en Inglaterra, entre hombres de aire misterioso que le obligaban a ir a clases de esgrima y a tocar el violín. ¡Y a jugar al polo!—. Al fin y al cabo, Falk ni siquiera es tu tío de verdad. Es solo un pariente lejano.

Alguien tocó furiosamente la bocina por detrás de nosotros. El taxista levantó la cabeza un instante y puso el coche en movimiento sin abandonar su lectura. Solo esperaba que el capítulo no fuera demasiado emocionante.

Gideon, en cualquier caso, no parecía prestarle ninguna atención.

—Falk siempre ha sido como un padre para mí —dijo, y añadió con una media sonrisa—: De verdad que no tienes por qué mirarme como si fuera David Copperfield.

¿Qué? ¿Por qué iba a pensar yo que era David Copperfield?

Gideon suspiró.

—Me refiero al personaje de novela de Charles Dickens, no al mago. En serio, ¿lees algún libro de vez en cuando?

Ahí estaba de nuevo el viejo arrogante Gideon, cómo no. Lo cierto es que ya empezaba a darme vueltas la cabeza con tanta jovialidad y tanta confianza. Extrañamente, me sentí casi aliviada de volver a la batalla.

Le miré con aire de superioridad y me aparté un poco de él.

—Para serte sincera, prefiero la literatura moderna.

—Ah, ¿sí? —Los ojos de Gideon brillaban maliciosamente—. ¿Como qué, por ejemplo?

No podía saber que mi prima Charlotte me había hecho regularmente esta misma pregunta durante años, y además exactamente con el mismo tono arrogante. En realidad no es que yo leyera poco, y por eso siempre estaba dispuesta a informarla de mis lecturas; pero como Charlotte despreciaba por sistema lo que yo leía tachándolo de «poco exigente» y de «bobadas para niñas», en algún momento me había hartado y le había arruinado la diversión de una vez por todas. A veces hay que atacar a la gente con sus propias armas. El truco está en no mostrar ni la más mínima duda mientras se habla y en incluir al menos a un reconocido autor de éxito, preferiblemente a uno del que electivamente se haya leído algo. Además, cuanto más exóticos y extranjeros sean los nombres, mejor.

Levanté el mentón y miré a Gideon directamente a los ojos.

—Bueno, por ejemplo, George Matussek me gusta mucho, y Wally Lamb, Pjotr Selvjeniki, Liisa Tikaanenen; de hecho, me encantan los autores finlandeses, tienen un sentido del humor tan especial... Luego todo lo de Jack August Merrywether, aunque el último me decepcionó un poco; Helen Marundi, por descontado, Tahuro Yashamoto, Lawrence Delaney y, naturalmente, Grimphook, Tscherkowsky, Maland, Pitt...

Gideon parecía francamente desconcertado.

Puse los ojos en blanco.

—Rudolf Pitt, no Brad.

Las comisuras de los labios le temblaron ligeramente.

—Aunque tengo que decir que
Nieve de amatista
no me gustó nada — continué enseguida—. Demasiadas metáforas ampulosas; ¿a ti no te lo pareció? Mientras lo leía, no dejaba de pensar: «Esto lo ha escrito algún otro por él».

—¿
Nieve de amatista
? —repitió Gideon, y ahora sonrió abiertamente—. Ah, sí, yo también lo encontré terriblemente ampuloso. En cambio.
El alud ambarino
me pareció genial.

No pude evitar sonreír a mi vez.

—Sí, con
El alud ambarino
realmente se ganó a pulso el Premio Nacional de Literatura austríaco. ¿Y qué te parece Takoshi Mahuro?

—Bueno, su obra de juventud está bien, pero encuentro un poco fastidiosa esa continua regresión a sus traumas infantiles —dijo Gideon—. De la literatura japonesa prefiero a Yamamoto Kawasaki o a Haruki Murakami.

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