Lo que me preocupa no es que hayas mentido, sino que de ahora en adelante ya no podré creer en ti.
Friedrich Nietzsche
Según Hugo Mujica: «En los medios se recicla la palabra como mercancía porque hay que transformarla en un producto vendible. La palabra puede ir asociada a la mentira como seducción. Pero lo curioso es que nadie pide la verdad, como dice un tango: "Mi corazón una mentira pide". Creo que partimos de la mentira porque estamos instalados en la mentira».
Hace poco leí en la prensa una noticia que me pareció muy curiosa. Se iba a crear en Estados Unidos algo así como una oficina de mentiras para esparcir rumores intencionados que beneficiaran, por ejemplo, a la lucha contra el terrorismo. Al día siguiente salió un desmentido oficial sobre la creación de semejante agencia. Entonces muchos pensamos que ésa había sido la primera tarea de la central de creación de mentiras: decir que no existía.
Los rumores interesados se han utilizado en todas las épocas. Winston Churchill lo hizo durante la Segunda Guerra Mundial. Inventaba supuestos éxitos de sus tropas frente a Alemania, para mantener el ánimo de la población. Recordemos los rumores que se hicieron correr sobre que los judíos envenenaban los caramelos que les daban a los niños o contaminaban el agua potable. Falsedades que fueron la base de atroces persecuciones.
La guerra de los mundos
Un caso histórico en este sentido fue la recreación radiofónica que hizo Orson Welles de
La guerra de los mundos,
la novela de H. G. Wells que cuenta una invasión de la Tierra por parte de marcianos que empiezan a cometer todo tipo de atropellos por el mundo. El programa de radio era tan realista que la gente que conectó con la emisora cuando la narración ya estaba avanzada creyó que se estaba dando una noticia. Se informaba de que habían llegado unas naves que estaban destruyendo las ciudades. Se creó una situación de pánico que con el tiempo pareció divertida, pero que en su momento produjo escenas dramáticas. El episodio resultó ser una muestra del poder de la radio y de la información, cuando su único objetivo consistía en hacer un buen producto artístico. Sirvió de alerta sobre la importancia de los medios de comunicación y el peligro de difundir falsedades, medias verdades, trastocar opiniones de la gente y crear pánicos y entusiasmos infundados.
Una de las tendencias de quienes están en posesión del poder consiste en cambiar el pasado mediante mentiras y hacer desaparecer realidades que no les gustan. En
1984,
la novela de George Orwell, hay un Ministerio de la Mentira, dedicado a cambiar la historia de forma permanente y transformar la realidad, una copia de lo que ha ocurrido en los últimos cien años.
Recuerdo que en los pasillos de mi colegio estaban las fotografías de las anteriores promociones. Hubo en España un famoso asesino múltiple, Jarabo, que había pasado por esas aulas. Las autoridades del colegio borraron con acetona la imagen de Jarabo niño. Se trata de un claro ejemplo de cómo hacer desaparecer, en nombre del presente, a una persona del pasado.
El franquismo lo hacía siempre. Se prohibía mencionar los nombres de determinados escritores, cineastas o artistas adversos al régimen. Stalin también hacía borrar de las fotografías oficiales a Trotski o a cualquiera de los enemigos que iban cayendo en desgracia. Este intento permanente de transformar el pasado, de cambiar las cosas, la realidad que no queremos aceptar acaba en la supresión por decreto.
Hay algo que siempre me ha fascinado cada vez que voy al supermercado a hacer algunas compras y me encuentro con unos botes con zumo de naranja que dicen: «Frutas recién exprimidas». Es obvio que, si el zumo está dentro de un recipiente, y éste fue de la fábrica al supermercado, puede ser cualquier cosa, menos «recién exprimido». Todos sabemos que se trata de algo imposible, pero lo aceptamos y no querríamos que pusieran otra cosa en la publicidad. No estaríamos de acuerdo si anunciaran: «Zumo de naranjas exprimidas hace quince días, pero que está bastante bien todavía». No, queremos que se nos garantice la frescura y la inmediatez que es sencillamente imposible. Ésta es una situación que se repite con diferentes productos que la publicidad anuncia y que asumimos como una ficción. En general, la publicidad es una especie de elemento amplificador de la fantasía humana que primero adivina y a continuación corporeíza las ilusiones que proyectamos sobre cosas muy sencillas, cuya utilidad puede ser más o menos indudable, pero que, desde luego, no van a tener efectos asombrosos sobre nuestras vidas. La publicidad es una fábrica de sueños, de inventos maravillosos, que nosotros creamos en nuestro interior y que ella materializa en el exterior.
Según Marcelo Capurro, «la publicidad no miente. A veces exagera, radicaliza conceptos y extrema situaciones para llamar la atención. Nadie cree, salvo en niveles culturales muy bajos, que "Este jabón lava más blanco que este otro". Los jabones lavan más o menos parecido. Lo que sucede es que la publicidad genera afectos, simpatías y adhesiones que a veces están relacionadas con el actor o modelo que aparece en el anuncio. La publicidad es condenable cuando apela a la mentira directa y flagrante. Pero, en líneas generales, se trata de exageraciones que en términos católicos yo definiría como pecados veniales».
Omisión y ocultamiento
No todas las mentiras lo son en el sentido positivo, ya que se puede decir algo que no necesariamente sea falso. Uno también miente cuando no dice algo que es verdadero y cuya omisión hace que cambie el sentido de las cosas. Por ejemplo, en los contratos que hacen las personas para comprar una casa, un apartamento o cualquier otra cosa, se omite lo que suele llamarse la letra pequeña, lo que puede convertir en negativo lo que parecía muy positivo. En los juicios, omitir un pequeño detalle también es falso testimonio, porque con ese ocultamiento se desvirtúa el resto que se cuenta. Se trata de un acto más sutil, porque no se puede reprochar una mentira al individuo, pero puede crear una situación perversa en juicios, en política o cuando se habla a la opinión pública.
«Para nosotros la omisión es condenable —explica el rabino Sacca—cuando esconde un testimonio ante los tribunales. El individuo sabe algo, no se presenta y no lo dice. Es una no acción, pero es incorrecta. Pero en la vida cotidiana hay omisiones que pueden ser correctas. Por ejemplo, cuando se trata de preservar una buena relación familiar entre un hombre y una mujer y uno de ellos omite hacer un comentario que puede traer una discusión. En ese momento es preferible callar aunque lo que se estaba por decir fuese verdad. Otro caso se da con las malas noticias, que hay que tratar de no darlas en la medida en que se pueda, en la que el otro no tenga la obligación de conocer lo ocurrido.»
Para el padre Busso «omisión puede llegar a ser también el consentimiento de una verdad. Muchas veces el que calla otorga. El padre con los hijos hace omisiones de muchas cosas, a sabiendas, porque va contestando de acuerdo a las preguntas que va haciendo el chico, en la medida que crece, y eso no puede considerarse como mentira. El ocultamiento de toda la verdad a veces puede ser una obligación. Otro tema es la restricción mental. Es lo que utilizamos para salvar los secretos más sagrados, por ejemplo, en ciertos casos límite. No podemos decir mentiras, pero podemos hablar sobre un tema determinado, mediante generalidades para no revelar el secreto».
Quienes no somos creyentes no tenemos ningún inconveniente en engañar a un sicario de una dictadura o a un asesino. Si a mí un terrorista de la ETA o un agente de algún dictador, me pregunta algo y yo puedo engañarle, lo haré sin ningún escrúpulo y con toda tranquilidad para de esta manera ayudar a gente perseguida por ellos, o simplemente para fastidiarlos. En este caso no me consideraré de modo alguno reo de faltar a la verdad.
Pero éste es mi punto de vista. Kant no coincidiría conmigo, ya que escribió un opúsculo donde dijo que no podía mentirse en ninguna condición, ni siquiera para salvar la vida de un inocente.
Para quienes acuñaron este mandamiento la cuestión crucial era el testimonio en los procesos penales, que no tenían otra forma de prueba más que la palabra dada por las partes, por lo cual era imprescindible la sinceridad de quienes declaraban.
¿Qué es la verdad? Así interrogó Pilatos a Cristo en una ocasión célebre. Uno de los grandes filósofos medievales, santo Tomás de Aquino, la definía diciendo que es la adecuación entre el intelecto, la inteligencia humana y la cosa; la adecuación del intelecto con la realidad. Pero a nosotros la que nos interesa es la verdad que surge del mandamiento: no levantar falso testimonio, no mentir. Es la verdad que se adecúa entre lo que nosotros intelectualmente captamos como realidad y lo que decimos o lo que contamos. En ocasiones, por razones morales o jurídicas, debemos decir exactamente lo que sabemos o lo que creemos que es cierto y se ajusta a la realidad. En otras, no es obligatorio. También existen cuestiones triviales en las que es superfluo decir o no la verdad que en otros momentos se nos puede exigir. Lo peligroso, en definitiva, es cuando la mentira causa graves perjuicios a los individuos o a la comunidad en general.
El autor dice que no desear a la mujer del prójimo es una antigüedad, y Yahvé se disgusta
En este caso, y como en casi todos los demás mandamientos, te mostrarás en desacuerdo conmigo, pero no me preocupa. Creo que tú sí deberías preocuparte, porque la realidad en estos días no tiene mucho que ver con tus ideas. Por ejemplo: no desearás a la mujer de tu prójimo suena un poquito anticuado. En primer lugar, eso de que sea del prójimo, como si fuera un objeto o una propiedad, no sintoniza con los tiempos liberales y feministas que vivimos.
Por otra parte, te diré que prohibir desear a la mujer es algo incompleto. A riesgo de escandalizarte, te diré que la mujer tiene el mismo derecho de desear al hombre de la prójima. También hay quienes no desean a la mujer del prójimo porque desean al prójimo.
Las cosas, Yahvé, son distintas a como lo eran en los tiempos de Moisés. Las relaciones de pareja ya no son las mismas. Ninguna mujer acepta ser de nadie. Tal vez lo único que hay que agradecerle a tu mandamiento es que a lo largo de los siglos, nada ha hecho tan deseable a las mujeres como que se supusiera que eran de alguien. Es igual que la hierba del campo vecino que creemos más verde: la mujer del prójimo siempre parece especialmente encantadora, porque es inaccesible o se nos niega.
De todas formas, la incidencia del sida modificó las costumbres de alguna gente, que optó por la monogamia más estricta. Pero, por otro lado, hay quienes practican el sexo en grupo o los cambios de pareja.
Además, deberás perdonar que, aunque tratemos de profundizar en el tema para darle mayor seriedad, siempre se nos escape alguna sonrisa.
Codiciar a la mujer del prójimo en la Biblia
En el Antiguo Testamento encontramos varios episodios relacionados con este tema, pero que no son tratados como una ofensa a Dios. Ya hablamos de Sara, la esposa de Abraham, a quien convenció de que tuviera relaciones sexuales con una concubina para asegurar la descendencia porque ella era muy mayor para poder engendrar un hijo. Pero Abraham participó de otros episodios escandalosos para la moral que, con cierta inocencia, la mayoría de la gente cree que contiene la Biblia. Dice el libro sagrado: «En aquel tiempo hubo una gran hambre en el país, y entonces Abraham se fue a vivir a Egipto, porque la escasez de alimentos era muy grande en la región. Y cuando ya estaba llegando a Egipto, le dijo a su esposa Sara: "Mira, yo sé que eres una mujer hermosa, y que cuando te vean los egipcios van a decir: 'Esta mujer es su esposa', y me matarán a mí, y a ti te dejarán con vida para quedarse contigo. Por eso, diles por favor que eres mi hermana. Así, me irá bien a mí por causa tuya, y me dejarán con vida gracias a ti"». Así ocurrió, el faraón se encandiló ante la belleza de Sara, quien se presentó como la hermana de Abraham y pronto pasó a ser una de las mujeres del monarca egipcio, quien colmó al profeta judío de regalos de todo tipo: animales, esclavos, esclavas. Lo que nunca se podrá entender es por qué Yahvé castigó al faraón de los egipcios con plagas de todo tipo por lo que le había hecho a Sara. Mientras tanto Abraham miraba para otro lado como si no fuera con él. El final de la historia no pudo ser más triste para el faraón. Mandó llamar a Abraham y le dijo: «¿Por qué me has hecho esto? ¿Por qué no me avisaste que era tu mujer? Me dijiste que era tu hermana, y por eso yo la hice mi esposa. Ahora, ahí la tienes. Tómala y vete». Entonces el faraón ordenó a unos cuantos hombres que hicieran salir a Abraham de Egipto, junto a su esposa y todo lo que tenía. Se podría decir que parece una historia digna de Almodóvar, pero algunos miles de años atrás y sin cine de por medio.
Lo cierto es que el enunciado de este mandamiento revela que la cuestión está ligada a una forma de posesión y garantía de propiedad muy lejana a las actuales relaciones libres y abiertas que hoy intentamos mantener.
Una feminista diría que la mujer nunca es del prójimo. Una cosa es que en un momento esté en pareja y otra muy distinta que le pertenezca al otro. Es decir, ella es de sí misma y por lo tanto puede aceptar o rechazar otras relaciones porque no pertenece en el sentido posesivo a otra persona.
Éste es un mandamiento que demuestra con claridad el lugar que tenía reservado para el sexo femenino en la época de Moisés. Prohibía codiciar a la mujer del prójimo y sus posesiones materiales: el siervo, la esclava, el asno, la casa. Con el paso de los años el mandamiento se desdobló, se prohibió desear a la mujer, y se puso el resto de las propiedades del prójimo en otra ley.
Se trata de un precepto que tiene que ver también con la envidia. Hay veces en las que algunos hombres se gratifican exhibiendo a su mujer; quieren que otros la miren, pero luego se ponen celosísimos de ver que los demás la desean. Lo cierto es que si estuvieran rodeados de perfecta indiferencia y nadie mirara a la señora se sentirían muy frustrados, pero cuando ocurre lo que quieren empiezan a sentir una tremenda desazón. El celoso lo está del deseo del otro que es imposible de aprehender. Se puede poseer un objeto o una persona, pero no su deseo o los de otros sobre ellos. Casi siempre los celos se relacionan con la envidia. Pero la diferencia básica es que se siente envidia de lo que uno no tiene y celos de lo que uno tiene.