Read Los falsos peregrinos Online
Authors: Nicholas Wilcox
—Ahora enarbola la vela y lárgate —ordenó. El barquero accionó diestramente los aparejos y fijó la vela. La brisa marina empujaba el lienzo contra el negro mástil.
—Adiós, amigo —dijo disponiéndose a maniobrar. Lotario devolvió el saludo con la mano e hizo ademán del regresar a la playa, pero a mitad del movimiento se volvió como si olvidara algo.
—Una última recomendación para cuando regreses a Acre—. El pescador se inclinó, solícito.
Fue como un relámpago. Apareció el puñal en la mano del cruzado y un momento después el pescador agonizaba sobre la borda mientras su garganta abierta vaciaba sobre el mar un chorro humeante de sangre.
—Lo siento, amigo —dijo Lotario—. Habías oído a mi hermano pronunciar mi nombre muchas veces y seguramente me ibas a denunciar al Consejo de las Órdenes.
Lotario contempló la agonía con la mirada helada, y cuando todo hubo concluido, limpió el puñal en las ropas del difunto y salió del agua. Con la sal del mar, le ardía la mano mutilada. Apartó el vendaje y se examinó la herida. El muñón estaba tan hinchado que parecía la cabeza de un niño, aunque no olía mal. Confiaba en que el cauterio evitaría la gangrena. Se volvió a ajustar la improvisada venda y regresó junto a Gunter.
—¿Dónde estamos, hermano?
—En Chipre. Tierra cristiana. No tenemos nada que temer. Ahora caminaremos un poco y buscaremos ayuda.
La costa estaba despoblada por miedo a las incursiones piratas, pero una legua tierra adentro, un hortelano que sólo hablaba griego los acogió y les ofreció agua fresca e higos con nueces. Aquella noche llegaron, en el carro de otro campesino, a una aldea de casitas blancas con cenefas celestes donde un barbero sangrador les examinó las heridas y les cambió el vendaje. Dos días después, otro aldeano los llevó a Famagusta, cuartel y arsenal de los caballeros teutónicos.
En Famagusta, los vientos soplaban adversos. La ciudad era un hervidero de refugiados, de soldados que vagaban de un lado a otro dudando entre mendigar o delinquir, y de oficiales de las diferentes órdenes que cruzaban miradas aviesas cuando se encontraban, como si los otros fueran los responsables de la caída de Acre. Se pasaban el día en conciliábulos ventilando el porvenir incierto. Lotario de Voss se presentó en la casa de los teutónicos, un sólido edificio en torno a un espacioso patio enlosado rodeado de ventanas góticas con vidrieras, y preguntó por Welf de Turingia, un gigante rubio con el que había compartido armas en los días de Habelburg.
—¡Lotario de Voss! —exclamó al reconocerlo—. ¿Estás vivo? Te habíamos dado por muerto.
—Lo sé. Me dejaron tirado en una mazmorra del Patriarcado, pero conseguí escapar.
Welf de Turingia dirigió una recelosa mirada a un grupo de refugiados que los observaba desde el otro lado del patio.
—Será mejor que salgamos de aquí y nos busquemos un lugar tranquilo donde hablar antes de que alguien te reconozca.
—¿Por qué? ¿Qué pasa?
—Salgamos —insistió el gigante rubio tomando a su amigo por el brazo.
Fueron a una taberna en el otro extremo de la ciudad y se sentaron en un reservado.
—Tienes que desaparecer —dijo Welf seriamente—. Si te echan el guante, te pudrirás en un convento de penitencia o te cortarán la cabeza directamente.
Lotario de Voss asintió con expresión sombría.
—La isla se ha convertido en un manicomio —prosiguió Welf de Turingia—. Nadie quiere cargar con la responsabilidad de la pérdida de San Juan de Acre: las órdenes achacan el desastre a la rapacidad de los mercaderes italianos y éstos han enviado una comisión al papa para quejarse de la molicie de las órdenes, pero, mientras tanto, los jefazos culpan a sus subordinados y los caballeros alegan la cobardía de los auxiliares. La culpa, como siempre, es de los otros. Los templarios aseguran que la torre del Legado se perdió porque los teutónicos abandonaron su puesto, y el prefecto que estaba al mando de la orden cree que el responsable de todo fuiste tú. Tu nombre circula de boca en boca.
Lotario de Voss asintió.
—¿Qué te pasa en la mano? —preguntó Welf, reparando en el vendaje.
Lotario se miró el brazo.
—No tiene importancia —comentó abstraído—. Esto es lo que menos duele.
—¿Qué vas a hacer ahora?
—Supongo que tendré que buscarme la vida por otro lado.
Welf de Turingia dirigió una mirada nerviosa a su alrededor.
—Bueno, amigo. Yo no puedo permanecer mucho aquí o me echarán en falta. —Introdujo la mano debajo del manto y sacó un puñado de monedas de plata—. Esto es todo lo que tengo. Son tuyas. Ojalá tengas suerte.
Se levantó, puso una mano cordial sobre el hombro del fugitivo y regresó a la casa teutónica. Lotario de Voss miró el puñado de monedas.
Gunter lo esperaba en el puente de Santa Gracia. Se estaría impacientando.
Se levantó y se marchó.
Los años siguientes fueron difíciles, pero muy productivos. Proscrito entre los suyos y sin más patrimonio que su inteligencia y sus armas, a Lotario de Voss no le quedó más salida que dedicarse a la piratería. Durante quince años combatió contra los mercaderes genoveses y pisanos, a los que personalmente consideraba responsables de la caída de Tierra Santa. Algunas veces capturó naves templarias, con las que se mostró especialmente cruel, y en cada caso no olvidó preguntar a los supervivientes por aquel Roger de Beaufort que lo había cargado de cadenas la víspera de la caída de Acre, pero nadie le supo dar noticia de él. Era como si se lo hubiese tragado la tierra. Finalmente comenzó a admitir que probablemente hubiese perecido en la defensa de la ciudad. Incluso en eso lo había superado. Un hombre fiel a su ideal caballeresco hasta el fin. Un héroe de Tierra Santa que había muerto con la espada en la mano el día en que los cristianos salieron de San Juan de Acre. Un hombre que podía comparecer ante Dios con la mirada limpia. A él, sin embargo, la decisión de Beaufort lo había condenado a ser un proscrito, un asesino, un saqueador de los mares.
Lotario de Voss hizo fortuna como pirata. Al principio, él y su hermano se enrolaron en la nave de un armador libanés, musulmán, que atacaba mercantes entre las islas griegas y Tierra Santa. Su inteligencia y su valor le granjearon el respeto de los infieles hasta el punto de que no tardó en comandar su propia galera, en la que el segundo en el mando era su inseparable Gunter. Los hermanos De Voss se convirtieron en la pesadilla de la Signoria de Venecia y de los especieros genoveses y pisanos. Al poco tiempo llegaron a un acuerdo: se comprometieron a pagarle un tributo para que respetara su tranco marítimo con el norte de África. Quizá estos triunfos volvieron al pirata demasiado atrevido. Para conseguir mejores presas se arriesgó a interceptar el comercio costero entre Italia, Aragón y Marsella, más allá de Sicilia y Córcega. Todo fue a pedir de boca hasta que, en agosto de 1306, un incendio fortuito de su galera en aguas francesas lo dejó a merced del mar en una barca sobrecargada con las ganancias de diez años de rapiña y con sólo seis hombres. Una galera real los capturó cuando intentaban ganar la costa francesa, donde seguramente habrían logrado escabullirse y regresar a Túnez. Los piratas fueron degollados allí mismo y sus cadáveres arrojados al mar, pero los famosos hermanos De Voss valían mucho más vivos que muertos. El preboste de Marsella los envió, cargados de cadenas, a Felipe el Hermoso, que los hizo encerrar en el castillo de Pugfort. Los comerciantes lombardos, a los que los renegados teutónicos habían infligido enormes pérdidas, estaban dispuestos a comprar a los piratas a buen precio. La cancillería real estaba negociando el precio del rescate cuando el legista Guillermo de Nogaret pensó que Lotario de Voss era la persona adecuada para encontrar la pista de los templarios que se habían esfumado ante sus propias narices.
Sonaron dos golpes en la puerta, se elevó el picaporte y asomó una cabeza.
—¿Messire, da su permiso?
—Entra.
El capitán de los arqueros del rey, Alain de Pareilles, grande como un armario y rubio como un trigal maduro, entró en el aposento con un fragor de cuero y acero y miró con más prevención los anaqueles llenos de libros que a los dos hombres poderosos que estaban sentados en torno a la mesa. Guillermo de Nogaret, que aquella mañana parecía especialmente siniestro con su severa sobrevesta negra, dirigió una mirada de conmiserativo disgusto al patán que se había dejado engañar por los templarios.
—Cuenta, una vez más, lo que sucedió.
El capitán del rey se había destocado rutinariamente al entrar. Retorció su gorra de arquero entre las manazas, mostrando cierta inquietud. Aunque lo suyo no era la narración, se esmeraba en expresarse con elegancia cuando hablaba con cortesanos distinguidos. No quería que lo tomaran por lo que parecía.
—Como messire sabe —comenzó después de carraspear ligeramente—, habíamos controlado las tres puertas del barrio del Temple para que nadie pudiera salir de la ciudadela sin ser notado y habíamos apostado centinelas, día y noche, en los lugares convenientes. Entonces, en la noche del viernes pasado, a la hora en que los panaderos sacan la primera hornada y la segunda meada nocturna del obeso mercader conserva todavía su tibieza en el orinal de loza; a la hora en que la doncella se desvela con sofocos y ejercita el dedo pensando en su galán…
—Abrevie, capitán —solicitó Nogaret.
—Pues a eso iba, a decirles que sobre las cinco de la mañana siete freires salieron embozados y tomaron la carretera de Marsella.
—¿Cómo sabes que eran freires? —lo interrumpió Lotario de Voss.
El capitán advirtió que era el antiguo prisionero el que llevaba la voz cantante y modificó su posición para declarar ante él. No le hacía gracia verse subordinado a un hombre que tan sólo unas horas antes habitaba en un calabozo infecto, pero así eran las cosas. La mudable fortuna se complacía algunas veces en esos quiebros de timón y el que está hoy arriba mañana está abajo. Por cierto, si no despabilaba, el propio Alain de Pareilles podía perderlo todo, su privilegiada posición y sus caballos, e ir a pudrirse en algún calabozo de Pugfort. Suministró a Lotario de Voss cuantos detalles necesitaba. Mientras tanto, Nogaret, el legista real, parecía desentenderse del asunto y se observaba las uñas manchadas de tinta. Había escuchado ya media docena de veces el alegato exculpatorio del oficial y se lo sabía de memoria.
—Bien, messire —prosiguió el capitán—, pensamos que tenían que ser Beaufort y sus hombres porque los estábamos esperando. Las noticias eran que se dirigirían a Marsella porque no se fiaban de embarcar en La Rochela, donde el Temple tiene su flota. Habíamos formado una patrulla de nueve nombres escogidos, que yo mandaría personalmente. El plan era seguirlos hasta Marsella y embarcar con ellos para ultramar. La primera posta debía ser la encomienda de Mormant, pero los templarios pasaron de largo y fueron a pernoctar en Rampillon. Yo comencé a sospechar que algo extraño se estaba cociendo porque no era muy normal que se hubieran saltado una posta. Así que, por propia iniciativa y reventando caballos, los adelanté para esperarlos en el cruce del Sena por Bray. Allí, con ayuda de los hombres del conde de Martigny, los detuve en nombre del rey y les registré el equipaje.
—¿Y?
—Resultó que Juan Vergino y Roger de Beaufort no iban entre ellos.
—¿Que no iban entre ellos?
—No iban entre ellos —confirmó Pareilles—. Nos habían burlado.
Intervino Nogaret dirigiendo una mirada despreciativa al capitán de arqueros.
—Estos zoquetes se dejaron engañar. Los siete templarios eran sólo un señuelo para que los siguieran y descuidaran la vigilancia del Temple. De este modo facilitaron la huida de Vergino y Beaufort por otro camino.
Lotario de Voss asintió con una media sonrisa.
—Así que os dejaron con un palmo de narices.
—Algo así —reconoció, mohíno, Alain de Pareilles—. Pero reirá mejor quien ría el último.
—Sin duda —admitió Lotario, y volviéndose hacia Nogaret preguntó—: ¿Y decís que disponéis de un informador dentro del Temple?
El legista asintió.
—Sí, pero él no sabe nada de la estratagema. Sólo nos pudo comunicar, días después, que esa noche salieron de la fortaleza nueve hombres, todos freires, sin ningún criado. Si Pareilles siguió a siete de ellos, es evidente que otros dos han desaparecido: Vergino y Beaufort.
¿No estaban vigiladas las puertas?
—Las puertas del barrio del Temple estaban vigiladas nervino Pareilles— y por ellas solamente salieron los siete sujetos que detuvimos en Pont Bray, pero el barrio es suyo y disponen de pasadizos subterráneos. Los templarios poseen la mitad de las minas de Francia y disponen de mineros experimentados que les excavan galerías en el subsuelo de París. Nos consta que cada cierto tiempo ciegan unas galerías y abren otras. De este modo evitan que se localicen las salidas secretas del barrio del Temple. Pueden hacerlo a su antojo: medio París les pertenece. Si sospechaban que los vigilábamos, Vergino y Beaufort han podido salir por cualquier parte, burlando la vigilancia.
—Pero habrán tenido que salir por las puertas de la ciudad —objetó Lotario de Voss—. París está amurallada y sus puertas están guardadas por hombres del rey.
—Ya hemos interrogado a los guardias de las puertas —dijo Nogaret—. Al amanecer, a la hora de mayor afluencia de carros y mercaderes, los guardias tienen mucho trabajo registrando las cargas de los que entran y cobrando el portazgo y prestan poca atención a los que salen. Seguramente, Vergino y Beaufort salieron sin llamar la atención, quizá por separado, usando puertas distintas. Es imposible saber qué camino tomaron luego, ni en qué dirección.
Lotario de Voss comprendió que no había pistas que permitieran deducir el paradero de los dos templarios. Tenía que buscar por otra parte y debía hacerlo, antes de que el rastro de los fugitivos se desvaneciera en el inmenso mapa de Francia.
—¿Puedo interrogar a ese informador que tenéis en el Temple? —preguntó.
Nogaret se encogió de hombros.
—Puedes, pero será una pérdida de tiempo. Ya ha dicho cuanto sabía.
—Quizá recuerde cosas nuevas cuando le pregunte yo.
—En realidad lo sonsacamos a través de una mujer —dijo Nogaret.
—Quiero hablar con él personalmente, sin intermediarios —exigió Lotario de Voss—. Haré las cosas a mi modo.
Nogaret reflexionó un momento.