Los falsos peregrinos (7 page)

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Authors: Nicholas Wilcox

BOOK: Los falsos peregrinos
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Los arqueros de la escolta celebraron la ocurrencia de su capitán con una carcajada.

—Pues abreviemos —dijo Guillermo de Nogaret— porque ya estoy deseando regresar a París.

El castillo de Pugfort, a dos leguas de París, era la prisión más segura del reino, reservada para rehenes especiales a los que convenía mantener incomunicados. En las otras cárceles de Francia, la justicia del rey hacía la vista gorda y permitía que los prisioneros recibieran visitas, parientes, amigos e incluso furcias que entraban y salían libremente. Esta permisividad constituía el gaje de los alcaides que arrendaban las prisiones a la Corona. Los presos se alimentaban con lo que les traían familiares o amigos, y los carceleros, pésimamente remunerados, se mantenían con las propinas y los sobornos. Lo malo del sistema era que se producían muchas fugas, pero, en cualquier caso, la justicia real no se inquietaba, dado que la mayoría de los presos estaban retenidos por deudas o por faltas de poca monta. Los delitos más graves se castigaban expeditivamente con la horca o, si eran especialmente graves, con enrodamiento, es decir rotura de huesos a mazazos, el cuerpo del reo inmovilizado sobre una rueda de carro horizontal, y decapitación del moribundo.

En el cuerpo de guardia de Pugfort, Nogaret le mostró al sargento una orden firmada por el canciller real. El sargento no sabía leer, pero en cuanto reconoció el sello del rey al pie del documento palideció y envió a uno de sus hombres a llamar al alcaide, al tiempo que se apresuraba a franquearle la entrada al visitante. Conducido por el alcaide en persona, Nogaret cruzó un patio húmedo con el suelo lleno de verdín, y tras recorrer un oscuro corredor ascendió por una escalera de caracol que conducía a las estancias superiores. El prisionero al que debía visitar estaba arriba, en la torre norte, en un calabozo circular con el suelo alfombrado de paja.

—¿Está suelto? —inquirió Nogaret mientras el carcelero descorría los dos cerrojos.

—No, messire, está encadenado al muro, como es preceptivo.

Nogaret era cobarde. Por nada del mundo se hubiera quedado a solas con un pirata peligroso, pero si estaba encadenado era distinto.

—Quiero verlo a solas —dijo alzando una mano con un gesto perentorio hacia su secretario y la escolta—. Aguardad aquí.

Penetró en la mazmorra, con la cabeza agachada porque el dintel era muy bajo, y cerró la puerta. La luz que se filtraba desde un ventanuco alto iluminaba débilmente la estancia. El prisionero permanecía recostado en un poyo corrido a lo largo del único muro recto. Se había fabricado una colchoneta cosiendo su capa y embutiéndola de paja y parecía resignado a su suerte. No se molestó en incorporarse cuando el guardián le avisó, a través del ventanuco, de que tenía una importante visita.

La estancia apestaba a letrina, pero Nogaret prefirió prescindir del pañuelo perfumado que llevaba en la faltriquera. No convenía mostrar delicadeza alguna ante el prisionero.

—¿Te llamas Lotario de Voss?

El prisionero apartó la mirada del techo oscuro de la celda para contemplar distraídamente al hombrecillo enteco que lo interrogaba.

—¿Y tú quién eres?

Nogaret pasó por alto la impertinencia de aquel insolente que no le otorgaba tratamiento y respondió:

—Guillermo de Nogaret, legista del rey.

—Es un gran honor—repuso Voss reprimiendo un bostezo y volviendo a mirar al techo—. ¿Has venido a consolarme?

Nogaret celebró el chiste con una sonrisa helada.

—Los mercaderes genoveses ofrecen veinte libras por tu cabeza —informó en tono neutro—, pero no acabo de decidirme a cerrar el trato; los pisanos, probablemente, ofrezcan más.

—Todos tenemos que morir —comentó Lotario de Voss encogiéndose de hombros—. Pero seguramente el rey de Francia no ha mandado a su chupatintas para informarme de esas cosas, sino porque necesita algo de mí.

Ya sabía Nogaret que el prisionero
era
condenadamente astuto, así que se dejó de rodeos y fue directamente al grano.

—Te ofrezco la libertad y una buena recompensa.

—¿A cambio de qué?

—A cambio de que trabajes para mí. Es cuanto te puedo decir. Sólo te explicaré los detalles si aceptas.

—¿Mi hermano también quedará libre?

Nogaret sonrió.

—Tu hermano no tiene tanta suerte. Se quedará aquí como rehén para asegurarnos de que cumplas tu misión.

—Tendré que pensármelo.

—No hay tiempo para pensarlo. Tienes que decidirte ahora mismo.

—¿Llevará mucho tiempo el trabajo?

—Puede que meses. No sé.

—En ese caso le asignaréis a mi hermano una celda decente, con una ventana que dé al campo y la ración de un guardia, no la de un prisionero.

—No hay inconveniente —asintió Nogaret.

—En ese caso acepto—. Nogaret se volvió hacia la puerta.

—¡Carcelero, abre!

El carcelero descorrió el cerrojo y abrió la puerta, que chirrió sobre sus goznes.

Nogaret salió y aspiró el aire menos apestoso del corredor. El alcaide lo aguardaba con gesto solícito.

—Libera a ese hombre en nombre del rey —dijo Nogaret tendiéndole una orden sellada por el canciller—. ¿Hay en este lugar un sitio que no apeste?

—Arriba, messire, en mis habitaciones.

—Pues traedme allá al preso y a su hermano.

Al día siguiente, Nogaret recibió al teutónico excarcelado en su oficina de la Contaduría Real. Lotario de Voss, bañado, afeitado y ataviado con un jubón con vueltas de piel adquirido en un ropavejero del Sena, parecía un caballero. Sólo desentonaba la daga que llevaba al cinto, una daga común, con las cachas de madera, de las que los cuchilleros venden por dos piezas de plata.

—Me alegra ver que tu aspecto ha mejorado notablemente.

—dijo Nogaret.

En la estancia olía a tinta. Lotario de Voss paseó su cínica mirada por los anaqueles abarrotados de textos legales, por los escritorios dispuestos junto a las ventanas y por los columbarios que cubrían los muros hasta la altura que alcanza el brazo. En cada casilla había documentos enrollados, con el sello de lacre o de plomo colgando de una cinta.

—¿Qué esperas de mí?

—¿Conoces a un templario llamado Juan Vergino?

—No.

—¿Y a un tal Roger de Beaufort? El semblante de Lotario de Voss se ensombreció.

—Conozco a Roger de Beaufort —dijo—. Tenemos pendiente una vieja deuda.

Nogaret no disimuló su sorpresa.

—¿Una vieja deuda?

El prisionero levantó el brazo izquierdo y Nogaret vio que en lugar de mano tenía una especie de pinza monstruosa formada por los dedos índice y pulgar y media palma de la mano.

—Hace quince años que ese Beaufort me debe tres dedos, pero desde entonces los intereses de la deuda han aumentado bastante —dijo sombríamente—. Cuando ajustemos cuentas tendrá que pagarme mucho más.

Nogaret se sintió satisfecho. Sabía que en ciertos individuos el rencor y el anhelo de venganza son más fuelles que la ambición. Quizá Lotario de Voss pertenecía a esa clase.

—Tu amigo Beaufort y el tal Vergino salieron de París hace quince días —prosiguió con un deje de ironía—. Iban en dirección a Marsella, desde donde se disponían a embarcar con rumbo a África, pero han conseguido burlar a los hombres del rey que los seguían y hemos perdido la pista.

—Y esperas que los encuentre.

—Exactamente.

—¿Qué misión tienen? Nogaret titubeó.

—El maestre del Temple asegura que el Arca de la Alianza está en África y ha enviado a esos dos a recuperarla.

—Y ¿qué debo hacer cuando dé con ellos?

—Síguelos hasta el Arca y apodérate de ella. Si lo consigues, serás tan rico que tu hermano y tú no tendréis que dedicaros a la piratería y podréis residir libremente en el reino de Francia, si así lo deseáis.

Lotario de Voss le dirigió una mirada recelosa.

—¿Y si no la consigo?

Nogaret se encogió de hombros.

—Más te vale conseguirla. Piensa en tu hermano.

9

Desde una ventana de la posada del Gato Negro, cerca del puente Viejo, en París, Lotario de Voss contemplaba su primer amanecer en libertad. Por encima de los tejados, la claridad violácea iba rescatando de la noche las negras torres del Temple. El teutón había dormido mal. Acostumbrado al duro jergón relleno de paja de su calabozo, el cuerpo extrañaba la cama de lana mullida. Había pasado la noche en vela rememorando acontecimientos pasados.

Lotario de Voss había nacido en una aldea de Pomerania. Cuando tenía catorce años, una epidemia de peste diezmó a su familia y él se quedó a cargo de unos tíos que, no contentos con vender la casa y el patrimonio de sus padres, lo hacían trabajar de sol a sol para pagar su manutención y la de su hermano Gunter, de cuatro años. Lotario aguardó pacientemente a que el pequeño Gunter se fortaleciera. Vigilaba su crecimiento como una madre hace con su hijo, le reservaba los mejores bocados. Una noche tomó a su hermano de la mano y abandonó la casa con un hatillo de ropa, dos panes y medio queso que había sustraído de la despensa. Durante veintidós días cruzaron bosques y pantanos, por los caminos más solitarios, hasta que, extenuados, rotos y descalzos, llamaron a la puerta del monasterio de Habelberg, donde los frailes, después de escuchar la triste historia que Lotario les había preparado, los acogieron y los alimentaron. Por aquellos días, los monjes estaban ampliando las dependencias del monasterio y Lotario, que había aprendido a trabajar el hierro al lado de su tío, consiguió que lo admitieran como aprendiz. Dos años después, cuando tenía dieciséis, una escuadra de caballeros teutónicos pernoctó en el convento de camino hacia Hamburgo, donde embarcarían para Tierra Santa. Lotario se quedó prendado de las capas blancas adornadas con una cruz negra ribeteada de oro, pero sobre todo lo fascinó la perspectiva: conocer las tierras de ultramar, las montañas donde Jesucristo predicó y murió, visitar las ciudades de los sarracenos, entrar en sus palacios, pasear por mercados que huelen a especias misteriosas, a almizcle y a perfume, y penetrar en huertos secretos en los que crecen palmeras datileras y otros árboles de frutas nunca vistas. El esplendor de la aventura atraía al joven Lotario. En Habelberg, envejecería majando hierro en un yunque sin posibilidades de ir a ningún lugar situado más allá de los montes vecinos. En ultramar vería el mundo. El comandante de la expedición lo examinó concienzudamente y decidió admitirlo en calidad de auxiliar, por su condición de herrero.

En una nave redonda de la Hansa, el joven Lotario recorrió las costas de Europa, pasó las columnas de Hércules y se internó en el Mediterráneo. Atrás se quedó el pequeño Gunter, al cuidado de los frailes.

En los cuarteles de Acre, Lotario destacó por su inteligencia y disposición. En menos de un año ascendió de simple fámulo del armero a escudero. Cuando cumplió los dieciocho le permitieron instruirse en el manejo de las armas. La orden teutónica no solía aceptar entre sus miembros a caballeros de linaje dudoso, pero la escasez de caballeros en Tierra Santa era tan apremiante que el maestre decidió admitir a Lotario. Dos años más tarde era caballero profeso con una encomienda menor en uno de los castillos avanzados del camino de Damasco, un lugar especialmente peligroso, infestado de bandidos y de sarracenos fanáticos, donde, si uno le tenía apego a la vida, tenía que dormir con un ojo abierto.

Corrían malos tiempos para el reino latino de ultramar. Los reyes de la cristiandad se habían desentendido y los cruzados, faltos de recursos, practicaban una guerra defensiva que apenas alcanzaba a mantener a duras penas las plazas fuertes y los castillos que guardaban los caminos. En esta guerra, Lotario de Voss destacó por su valor y por su astucia, por su capacidad de tomar la iniciativa en las situaciones más apuradas y de sobreponerse a la adversidad. De simple encomendero ascendió rápidamente a alférez y después a alcaide de la fortaleza de Starkenberg, el castillo más antiguo de la orden, no lejos de Acre, donde los teutónicos tenían su hospital principal y la casa madre. Fue entonces cuando su hermano Gunter, que ya había completado el noviciado en el convento de Bremen, se le unió desobedeciendo sus indicaciones. Lotario de Voss adoraba a su hermano, del que se había sentido protector y padre desde su orfandad, pero sabía que los días de la orden en ultramar estaban contados y que las únicas oportunidades de promoción estaban en Prusia y en Polonia, donde el grueso de la orden teutónica arrebataba a los eslavos territorios extensos y ricos.

En vísperas de la conquista de Acre, cuando el inmenso ejército sarraceno se aproximaba a la última ciudad bajo el poder de los cristianos, el maestre de los teutónicos en Tierra Santa contrató una galera genovesa para que evacuara a los defensores del castillo de Starkenberg, última guarnición teutónica. Lotario de Voss, desobedeciendo las órdenes recibidas, prefirió embarcar las provisiones en lugar de destruirlas, puesto que conocía la precariedad de recursos de los defensores de Acre, y condujo a sus caballeros por tierra, respondiendo bravamente al acoso de las avanzadillas de jinetes mamelucos que precedían al ejército del califa. Lotario fue recibido con ovaciones cuando llegó a Acre, tres días después, sin perder un solo caballero.

Unos días antes, el maestre teutónico de ultramar se había marchado alegando problemas de salud, aunque los otros cruzados lo interpretaron como una cobardía en vísperas del asedio. En estas circunstancias, la hazaña de Lotario de Voss restituyó el prestigio de la orden. El nuevo maestre, Conrado de Feuchtwangen, recibió a Lotario de Voss con todos los honores y le impuso la espuela de hierro sobredorado con la que los teutónicos distinguían a sus héroes. Durante el resto del asedio, Lotario de Voss fue uno de los combatientes más esforzados, destacando especialmente en la defensa de la torre del Legado, pero dos días antes del asalto final, cuando más se esperaba de él, cambió su fortuna.

10

Llovían las flechas como granizo sobre el parapeto de la torre del Legado, defendida por una docena de teutónicos y otros tantos hospitalarios y templarios. En las almenas, protegido por un pavés de madera acribillado de flechas, Lotario de Voss tensaba una ballesta de acero. Cuando la cuerda llegó al tope, introdujo un virote de hierro de un palmo de largo, con aletas de cuero, y se asomó precavidamente. Delante de la muralla, protegida por grandes manteletes rodantes, una muchedumbre de sarracenos ululantes corría hacia el muro. Eran valientes aquellos paganos. Las largas y pesadas escalas de asalto pasaban ágilmente de mano en mano por encima de las cabezas. Detrás del rebaño, los sargentos descargaban bastonazos inmisericordes sobre los rezagados. Más retrasados aún, centenares de tambores producían un ruido ensordecedor.

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