Read Los falsos peregrinos Online
Authors: Nicholas Wilcox
—No lo pongo en duda —protestó Nogaret, incómodo—, pero me gustaría saber cómo ocurrió.
Vergino pasó el dedo por la página que tenía delante y leyó:
—«Y el resultado del asalto fue que consagraron al anatema todo lo que había en la ciudad, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, bueyes, ovejas y asnos, todo lo pasaron al filo de la espada.» Sólo salvaron a la prostituta Rajab que había ocultado a los espías de Josué.
—Con el Arca en nuestro poder —intervino el maestre De Molay— reconquistaremos Tierra Santa y ampliaremos los confines de la cristiandad hasta lugares en los que nunca se ha escuchado el nombre de Cristo.
André de Saint Bertevin clavó los ojos en la alta bóveda, suspiró y dijo:
—Eso es imposible. El Arca se perdió después del reinado de Salomón y no se vuelve a mencionar en las Escrituras.
—No se menciona porque salió de Israel. Los judíos la perdieron por voluntad de Dios.
—¿Qué pruebas hay de tal suceso? —objetó Saint Bertevin.
De Molay cedió la palabra nuevamente a Vergino. Nadie en el mundo sabía tanto del Arca, Había envejecido entre libros y códices antiguos, custodiando el tesoro más estimado de la orden, la biblioteca donde se encerraba la sabiduría de Oriente.
—Su santidad conoce que, seis siglos antes de Cristo, Israel padeció el mal gobierno de un rey impío llamado Manases —informó Vergino—. Este Manases introdujo en Jerusalén la adoración de un ídolo llamado Asera.
El papa y sus teólogos sólo tenían barruntos de lo que Vergino exponía, pero asintieron para ocultar su ignorancia.
—Los sacerdotes del Templo sacaron el Arca del sanctasanctórum antes de que el ídolo pagano usurpase el lugar destinado al dios de Israel —prosiguió Vergino—. El reinado de Manases pasó, como pasan todos los reinados de la tierra, y después de cincuenta años de idolatría Josías restauró la religión hebrea. Sólo entonces advirtieron que el Arca había desaparecido del sanctasanctórum, pero nunca pudo rescatarse.
—¿Desaparecida? —aventuró el papa.
—Los sacerdotes, temerosos de que los impíos profanaran el escabel de Dios, trasladaron el Arca a un lugar seguro, lejos de los dominios de Manases. Se acogieron a la tierra de Egipto y se llevaron el Arca.
—¿Y qué fue de ella? —urgió el papa.
—En Egipto se pierde la pista y las escrituras antiguas no dicen más. No obstante, en 1211, el maestre del Temple envió a Egipto una embajada y supo que el Arca estaba todavía allí.
—¿Dónde? —intervino el mariscal de los hospitalarios—. Egipto es enorme, ocupa media África con sus desiertos y sus ríos.
—Los templarios que el maestre envió combatieron para ayudar a un emperador cristiano llamado Lalibala.
—¿Un emperador cristiano? —exclamó el hospitalario—. ¿Qué emperador? Todo el mundo sabe que en África sólo hay sarracenos.
—Ignoramos muchas cosas de África —replicó ácidamente De Molay—. El Temple envió a algunos de sus hijos a auxiliar a un rey cristiano. Lamentablemente, sólo regresó uno de los caballeros.
—¿Qué fue de los otros?
—Murieron en combate.
—Todo esto me suena a patraña —manifestó el hospitalario.
—A vos quizá —replicó intencionadamente De Molay—, pero tengo motivos para creer que a Su Santidad no le sonará a patraña.
Los presentes miraron al papa, pero Clemente V permaneció impasible. No tenía ni idea del asunto del que estaban hablando, pero tampoco quería que advirtieran su ignorancia. Acudió en su ayuda el protonotario apostólico. Jean de Lemours se inclinó y le cuchicheó algo al oído. El papa, sin disimular un gesto de sorpresa, asintió. Acababa de enterarse de que, efectivamente, uno de sus predecesores había recibido cartas de un emperador cristiano llamado el Preste Juan, que reinaba más allá de los desiertos de África. En algún momento, un papa más emprendedor que él había concebido la idea de aliarse con el Preste Juan en una cruzada y atrapar a los sarracenos entre dos fuegos, pero los correos y embajadores se habían extraviado. Ahora resultaba que los templarios habían tenido más suerte.
—Oigamos lo que el maestre del Temple tiene que decir —dijo Clemente, conciliador.
De Molay le dirigió al hospitalario una mirada en la que había más desprecio que desafío, y prosiguió:
—Aquel templario superviviente de África contó que había combatido junto a sus camaradas cerca del santuario del Arca de la Alianza. Estaba en un reino cristiano, en el que se veneraba a la Virgen y a los santos. Habló de iglesias circulares con los muros cubiertos de pinturas que representaban a patriarcas y a santos. No supo decir más porque los sufrimientos lo habían trastornado.
—Es decir, que sólo contamos con el testimonio de un loco —observó ácidamente Nogaret.
—Este hombre que vos despreciáis combatió y padeció por la fe de Cristo, y a su regreso aún sirvió a la orden hasta su muerte. Y cuando la razón lo asistía contaba maravillas de aquel reino cuyos reyes descendían de la reina de Saba.
—¿Sabe su paternidad de dónde era la reina de Saba? —preguntó Nogaret.
—Era negra, africana, de allende el Nilo. El papa hizo un gesto de hastío.
—El Nilo otra vez. ¿Qué es el Nilo? Mis hijos disculparán si me pierdo.
—Es un río, santidad —intervino Guillermo de Nogaret—. Un río ancho como el mar.
—¿Puede existir un río ancho como el mar?
—Eso dicen los que han estado allí —repuso De Molay.
—¿Alguno de los presentes ha estado allí? —insistió el mariscal del Hospital recorriendo con la mirada a los conferenciantes. El silencio de la asamblea confirmó que ninguno conocía el Nilo.
—Si nadie ha estado allí —prosiguió—, ¿por qué creemos que tal río existe?
—Por lo mismo que creemos que existe Dios y que Cristo resucitó al tercer día —replicó el templario—: porque tenemos fe.
—Sí. En los presentes tiempos hay que tener fe en muchas cosas —reconoció el papa—. Fe incluso en que el Arca pueda demoler las murallas de Jerusalén.
No había pizca de ironía en su voz.
—Es más difícil de creer cuando se han visto esas murallas —comentó el mariscal del Hospital, apesadumbrado—: Enormes muros de piedra reforzados con torres tan altas como las de Notre-Dame de Francia.
—Seguramente el Temple conocerá algo más de ese santuario del Arca —supuso Nogaret intencionadamente.
Jacques De Molay se permitió una sonrisa.
—Por supuesto que conocemos más, pero esa preciosa información pertenece al Temple como la torre de Neslé pertenece al rey de Francia y como las llaves de san Pedro pertenecen al papa. No sería justo que la compartiéramos. Su señoría dijo antes que los templarios nos hemos quedado sin trabajo tras la caída de San Juan de Acre. Pues bien, éste es el trabajo que podemos realizar para contribuir a recuperar Tierra Santa, si Su Santidad lo autoriza: rescatar el Arca de Dios.
La discusión se prolongó estérilmente para que los teólogos del papa y los legistas del rey, funcionarios que nunca habían salido de Francia, pudieran lucir sus conocimientos sobre Jerusalén y Tierra Santa. De Molay, Vergino y Beaufort, veteranos de la cruzada, con los cuerpos acribillados de heridas sarracenas, intercambiaron una mirada resignada. El destino de la orden dependía ahora de aquellos pálidos funcionarios de piel delicada que jamás habían abandonado sus covachuelas burocráticas y de un papa débil y acomodaticio sometido a la voluntad del rey de Francia.
—Encuentro una dificultad —objetó el mariscal del Hospital—. ¿Cómo pudo consentir Dios que el Arca saliera de Israel?
—Los designios de Dios son inescrutables —respondió De Molay—. Quizá Dios permitió que el Arca saliera del Templo para evitar su profanación.
—Es razonable, pero en ese caso hubiera permitido su regreso cuando pasó el peligro —argumentó Saint Bertevin.
—Después de ese peligro vinieron otros peligros —replicó Vergino—. Dios tendría motivos para mantener el Arca en el exilio, de modo que no se perdiera.
—¿Qué queréis decir?
—Dios sabía que los babilonios destruirían su Templo y su santuario.
—Aun así, después pasaron años y siglos y por lo que decís, el Arca jamás regresó a Jerusalén.
Intervino el maestre del Temple.
—Quizá estamos olvidando que el tiempo no existe para Dios y que los siglos de los siglos no son más que un suspiro para Él, que habita en la eternidad. ¿Acaso no ha podido colocar el Arca lejos de todo peligro para que un día los cristianos la encontremos y conquistemos con ella Jerusalén y su Santo Sepulcro?
Los teólogos convinieron en que así podía ser.
A una legua de París, en Leprais, a un lado de la calzada festoneada de robles, un hombre descabalgó en el patio empedrado de la taberna del Negro y dejó que un criado se hiciera cargo de su mula. Amalric Deville era uno de los veintiocho capellanes de la Casa del Temple en París, aunque, debido a su habilidad con los números, estaba destinado al Cuarto de los Abacos, donde se ordenaban las complejas finanzas de la orden. El contable sólo había abandonado la Casa del Temple en los últimos veinte años cuando le tocaba oficiar misa y administrar los sacramentos en Notre-Dame. Ahora acudía a una cita galante con una de sus hijas de confesión, una hermosa mujer que le había prometido entregársele a cambio de cierta información reservada. En realidad se trataba de servir a una causa humanitaria. El abuelo de la mujer había ofrecido al Temple a uno de sus hijos cuando todavía era niño. Este niño, su tío, si es que aún vivía, era la única familia que le quedaba, y se había propuesto encontrarlo. Amalric Deville había tranquilizado su conciencia. Después de todo, favorecer el encuentro entre tío y sobrina era una obra de misericordia y no entrañaba, en absoluto, traición a la orden. Por otra parte, la orden no había hecho gran cosa por él y no sentía que mereciera más celo del que rutinariamente desplegaba en servirla: en veinte años de callada labor había visto cómo sujetos francamente incompetentes alcanzaban sinecuras y cargos a los que él tenía mayores derechos.
Amalric Deville se detuvo en el umbral y recorrió con la mirada el interior del establecimiento. El gordo mesonero escanciaba vino a un grupo de alegres cazadores. Cuando descubrió al visitante miró significativamente al techo de fuertes vigas. Amalric entendió: la dama se encontraba en el piso superior. Correspondió con un breve gesto de asentimiento y subió con paso firme la escalera de gastados peldaños. Arriba había un pasillo angosto con puertas a uno y otro lado. La dama aguardaba en el aposento del fondo, el más alhajado y lujoso. Deville probó a girar el picaporte, pero lo encontró bloqueado. Llamó quedo, con los nudillos, e inmediatamente se descorrió el cerrojo. Una doncella le franqueó el paso. La dama estaba en el centro de la amplia estancia, iluminada por un ventanal emplomado. Deville se dirigió a ella, pero la dama lo detuvo con un gesto.
—No seáis impaciente, padre.
—¡Amalric! ¡Llamadme Amalric!
La joven se despojó de una toca azafranada mostrando la ropa que llevaba debajo. Un corpiño negro ceñido revelaba unas caderas firmes y unos pechos abultados. Se recogía la melena rubia con una redecilla de oro que le realzaba el cuello blanco y alto, alto cuello de garza, según la manida imagen poética que Amalric Deville recordaba cada vez que la veía.
A una señal de la dama, la doncella hizo una reverencia y salió cerrando la puerta. Amalric Deville corrió el cerrojo con mano trémula. Contempló a la dama un momento y luego la abrazó y le besó con fruición los pechos, que rebosaban sobre el ajustado brial. Se disponía a tocarlos cuando ella le contuvo la mano mientras sonreía entre picara y tímida.
—Aguardad un momento —le susurró—. No seáis loco. Permitidme que corra un poco la cortina. Me da vergüenza mostrarlos a la luz.
—¡La luz! ¿Hay luz más resplandeciente que la que ellos mismos emanan? —declamó el capellán recurriendo nuevamente a la poesía trovadoresca.
Al correr la espesa cortina, el aposento se quedó en penumbra.
Deville intentó un nuevo avance, pero la dama lo rechazó con expresión severa.
—Hablemos primero —exigió—. ¿Habéis averiguado quién es ese Juan Vergino?
—Lo he averiguado.
—Contadme, entonces.
—Es un hombre de ultramar. Nació en una familia de la pequeña nobleza de Auvernia. Él y su hermano gemelo ingresaron en el Temple a los diecisiete años. Combatió contra los sarracenos por espacio de nueve años y regresó de Tierra Santa hace treinta. Desde entonces ha permanecido en la casa madre.
La casa madre. Así llamaban al Temple de París, una ciudad dentro de la ciudad, con su propia muralla dentro de la cual había cuarteles, iglesias, oficinas, almacenes, talleres y cocinas. Y el edificio más famoso de todos, la tesorería del Temple, donde se rumoreaba que la orden había acumulado enormes sumas y donde, hasta fecha reciente, los propios reyes de Francia depositaban el tesoro de la Corona. No había lugar más seguro ni mejor guardado en el mundo.
—¿Qué cometido ha desempeñado ese Vergino durante todos estos años?
—Ninguno. Sólo leer y escribir. Instruirse e instruir a otros en la torre Áurea, junto a la tesorería. Cuando el anterior preceptor murió, él ocupó su puesto como director del Aula.
—¿Qué es la torre Áurea? ¿Una especie de Sorbona?
La mención de la Universidad de París, con sus revoltosos estudiantes, que arrojaban al profesor al abrevadero cuando no estaban satisfechos de la lección, provocó una sonrisa del capellán.
—No es precisamente la Sorbona. En la torre Áurea residen sólo media docena de freires. Nadie sabe lo que estudian, lo hacen con reverencia y secreto y jamás mencionan las materias. Están dispensados de las tareas habituales y sólo se dedican al estudio y a la oración. Llevan una vida apartada. Sólo se mezclan con la comunidad en la iglesia y en el refectorio.
—Pero vos habéis trabajado en la biblioteca del Temple. Conoceréis qué libros usan.
—¡Ay, señora! —suspiró el capellán—, la biblioteca del Temple es muy rica, pero ellos raramente la utilizan. Tienen sus propios libros en la torre Áurea. Pero ¿por qué me preguntáis todo esto? ¿Qué tiene que ver lo que hace Vergino con la búsqueda de vuestro pariente?
—Luego os lo aclararé —dijo la dama—, pero ahora respondedme. ¿Qué clase de libros guardan allí?
El capellán se encogió de hombros.
—Libros antiguos, algunos escritos en forma de rollo a la manera judía, sin encuadernar. En una ocasión, hace años, el ecónomo me envió con un recado y pude entrar en el lugar. Los volúmenes están protegidos por una reja de gruesos barrotes, pero a través de ella pude otear un armario entreabierto que contenía libros. No alcancé a ver los títulos de los tejuelos.