Read Los falsos peregrinos Online
Authors: Nicholas Wilcox
Vergino se encogió de hombros. Señaló con la barbilla a la festiva muchedumbre.
—¿Alguno de esos hombres es el visir? Tenemos que presentarnos ante él.
El italiano miró con desconfianza a Vergino.
—¿Ante el visir? Es aquel hombre alto vestido con el caftán rojo y dorado, el que está apoyando la mano en la cabeza del león, al pie del trono. Si gozáis de su favor, no habrá negocio que se os resista en Egipto —prosiguió el lombardo—. El visir es la mano derecha del sultán al-Malik an Nasir. Así, entre nosotros, quizá os convenga saber que el sultán es débil y vicioso y que su única virtud es la de ser hijo del sultán Qlaun. Su padre, cuya memoria se venera en Egipto, era un hombre fuerte y justo. El hijo, en cambio, no hace más que dar bandazos y los, pocos méritos que tiene le corresponden, en realidad, al visir. Por ejemplo, el que hoy nos convoca aquí. Esta fiesta celebra el éxito de la embajada de los mongoles.
—¿Los mongoles?
—Sí, unas tribus paganas ferocísimas que amenazan la frontera siria. El visir los ha pacificado y ha suscrito un tratado con ellos. Buena falta hacía, porque por el otro lado, en el desierto, tiene que sofocar una rebelión de beduinos.
En aquel momento, el sultán entró rodeado de un nutrido séquito con libreas doradas y trajes de corte. Los invitados guardaron respetuoso silencio y despejaron el centro de la sala y el estrado real. Malik an Nasir era joven, fofo, colorado y fino de tez, con los labios gordezuelos y los ojos azules. Arrastraba un manto lastrado por una constelación de piedras preciosas y llevaba un turbante de seda adornado con un rubí espinela del tamaño de un huevo de paloma. Los invitados se inclinaron respetuosamente a su paso.
Malik an Nasir se sentó en el trono y paseó por la sala una mirada complaciente. Cuando reparó en el general Zobar Teca, que estaba en primera fila, le dijo:
—Mi buen Zobarcín, ¿no me habías dicho que tu prometida estaba en camino?
—Sí, mi señor. Llegó ayer.
—¿Y la has traído?
—Sí, mi señor.
—Pues preséntamela. Ardo en deseos de conocer a la novia.
—¡Oír es obedecer!
El general realizó una profunda reverencia y efectuó una media vuelta castrense para dirigirse, dando zancaditas, al fondo de la sala, donde estaban las mujeres. El corazón de Lucas se sobresaltó cuando vio aparecer a Aixa. Un murmullo de cuchicheos y exclamaciones admirativas recorrió la sala cuando Zobar Teca avanzó por el pasillo central, llevando de la mano a una muchacha arrebatadoramente bella. Aixa lucía una túnica de seda blanca orlada de oro y adornada con cordoncillos de lapislázuli. Llevaba el pelo recogido en un elaborado moño salado de perlas y el velo transparente que le cubría el rostro, a juego con la túnica, pendía de una diadema con triple sarta de perlas y rubíes.
Zobar Teca detuvo a la novia a tres pasos del primer peldaño del escabel del sultán, como es preceptivo, pero éste le indicó que se aproximara. El general, henchido como un pavo, murmuró unas palabras al oído de Aixa y la empujó levemente. La muchacha ascendió los tres peldaños hasta situarse a dos pasos del sultán de Egipto.
Toda la sala rompió en un murmullo admirativo cuando vieron levantarse al Señor de los Dos Mundos y ofrecer su mano regordeta y enjoyada a la prometida del general. Aixa ignoraba que el protocolo exigía que se arrodillara y besara aquella mano y se limitó a alargar la suya. Algunos contuvieron la respiración. Los chambelanes cruzaron miradas de alarma. Malik an Nasir era muy quisquilloso en materia de protocolo, pero pareció que la situación, lejos de enojarlo, lo divertía. Sonriendo paternalmente, alargó la mano, alzó el velo que cubría el rostro de la muchacha, y lo contempló con una sonrisa aprobadora. Ella, ruborizada, bajó la mirada, sintiéndose observada por mil pares de ojos, y se apresuró a colocarse de nuevo el velo. Otra conculcación del protocolo. La decisión de cubrir el rostro de la novia era privilegio del Señor de los Dos Mundos, pero Malik an Nasir parecía tan divertido con la espontaneidad de la muchacha que no dudaba en mostrarse regocijado, y para que quedase claro que aquella inocente criatura merecía su benevolencia, se llevó la mano al turbante de seda, extrajo uno de los alfileres de oro que sostenían el engarce del rubí espinela y se lo colocó a la muchacha en el peinado. Luego la besó en ambas mejillas por encima del velo y la despidió. Ella descendió los tres peldaños sin dar del todo la espalda al Señor de los Dos Mundos y regresó junto al general Zobar Teca, que no cabía en sí de gozo. ¿Podía concebirse alguna manera más brillante de recibir la aprobación del sultán?
—¿Cuándo será la boda? —inquirió el sultán, recobrando su porte mayestático.
—Será dentro de cinco días, si el Señor de los Dos Mundos la autoriza.
—Me complace mucho, general. Espero que muy pronto el terso vientre de la novia os engendre media docena de robustos retoños que sigan el ejemplo de su padre y algún día lleven mis tropas a la victoria.
—Haremos todo lo necesario para cumplir tus deseos, señor.
—Estoy seguro de que no te costará ningún trabajo obedecer esta orden —dijo el sultán, y estalló en una risotada cuartelera al término de la cual miró a sus ministros, que permanecían en expectante silencio. Los ministros se apresuraron a imitarlo y, tras ellos, con efecto retardado, toda la sala celebró con risas el chiste del sultán.
El general, con el corazón saltándole de júbilo, realizó una ensayada reverencia y, tomando a la novia de la mano, se retiró, orondo como un pavo, con las cicatrices del rostro de color rojo púrpura, como el trasero de un mandril excitado, enhiesto sobre sus poderosas pisadas y lamentando solamente que la alfombra que tapizaba el pasillo central amortiguara el sonido de sus botas sobre el mármol.
Al pasar ante los invitados extranjeros, Aixa levantó la mirada, quizá alertada instintivamente por unos ojos que la contemplaban con especial intensidad: Lucas estaba allí y la miraba con una viva expresión de dolor pintada en el rostro. Sólo fue un instante, pero la comunicación que establecieron sus miradas fue tan intensa que Jadira, la madre del general, la notó desde su privilegiado mirador en el balcón de las viudas ilustres.
La señora se abrió paso hasta la primera fila de los hombres y le tiró suavemente de la manga a uno de los criados de palacio, antiguo conocido suyo.
—Shergui, ¿quién es aquel muchacho?
El criado miró hacia donde Jadira señalaba y sólo vio una multitud de extranjeros que charlaban animadamente.
—¿A qué muchacho te refieres, noble Jadira?
—Al que viste calzones azules y lleva la cabeza medio envuelta en un turbante cereza.
—No sé quién es. No lo conozco. Me parece que es la primera vez que lo veo.
—Pues entérate de quién es. Necesito saberlo cuanto antes.
La recepción se prolongó varias horas, por lo que dio tiempo para que un chambelán condujese a Vergino ante el visir, que recibió complacido la carta bermeja del visir de Granada. Al atardecer cruzaron la sala docenas de criados con grandes bandejas de plata cargadas de viandas que sacaron al jardín. Los invitados se precipitaron tras ellos en tropel. La cena consistió en lonchas de buey asado, cordero con miel, berenjenas a la crema y pastelillos dulces. Cuando los invitados se saciaron, el sultán mandó apagar las luces para que cada cual se fuera a su casa.
—Los gorrones nos devoran —lo oyó Lucas comentarle al visir, mientras pasaba sonriéndole a unos y a otros, que se inclinaban a su paso.
—Ése es el orden de las cosas, sublime —filosofaba el visir mientras se enjugaba disimuladamente los dedos pringosos en el tafilete de las credenciales del embajador mongol.
El criado del sultán compareció en el palacio de Zobar Teca bien entrada la noche y solicitó ver a la señora Jadira. El mayordomo del báculo lo acompañó a las habitaciones de la dama. Jadira padecía insomnio y solía pasar la noche repasando las cuentas o escribiendo cartas a los administradores de sus fincas.
Jadira despidió al mayordomo y ofreció al visitante un escabel que había pasado dos mil años en las entrañas de una pirámide y aún podía ejercer su oficio.
—¿Qué has averiguado, mi fiel Shergui?
—El muchacho procede de al-Andalus y peregrina a La Meca. Pertenece a una familia ilustre o, al menos, adinerada. Hace dos días que llegó a Alejandría en compañía de dos parientes adultos y un criado. Han traído una carta del sultán de Granada para el visir del Señor de los Dos Mundos. Están hospedados por cuenta del visir en la posada del León.
Jadira reflexionó en silencio. Estaba segura de que la mirada que su futura nuera intercambió con el muchacho delataba que se conocían anteriormente. Pero ¿dónde podían haberse encontrado? Le constaba que Aixa nunca había abandonado Túnez y el muchacho procedía de Granada, al otro lado del mar,
—¿Cómo llegaron a Alejandría esos peregrinos?
Shergui sonrió, admirado de la astucia de Jadira.
—Tal como sospechas, en el mismo navio que trajo a tu nuera.
Jadira, complacida por la corroboración de su fino olfato, se permitió una sonrisa. Así que el petimetre andalusí y su futura nuera se conocían. ¿Serían amantes, quizá? Cabía dentro de lo posible. Reflexionó un momento. «Bien —pensó—, después de todo, es posible que las cosas no estén tan mal como pensaba.»
—¿Puedes hacerme un pequeño favor, buen amigo? —le preguntó al criado real.
—Tú sabes que haré cualquier cosa que me pidas.
Shergui era primo lejano de Jadira y le debía el puesto en palacio y algunas rentas
en
su pueblo de origen. A cambio actuaba como informador de la señora.
—Voy a darte una carta que entregarás a ese muchacho.
Jadira abrió una arqueta de ébano y marfil que había sobre una mesa y extrajo de ella una tabla de palosanto y recado de escribir. Colocó un papel sobre la tabla, mojó la plumilla de ave engastada en caña de oro y escribió:
«Amado Selim: Mi vida será un infierno lejos de ti. Quiero huir de este marido al que no amo. Te esperaré esta noche en el jardín del palacio de Zobar Teca. En la parte de atrás hay una portezuela que da al callejón del río. Estará abierta después de la primera vela y yo te aguardaré cerca. No me decepciones o moriré. Te adora, Aixa.»
Jadira espolvoreó la misiva con arena fina, la sacudió, la sopló, la enrolló y la introdujo en un canutito de plata.
—Llévasela y di que vas de parte de Aixa. Sólo eso.
—¡Oír es obedecer! —dijo el criado.
En aquel preciso momento, al otro lado de la ciudad, un hombre vestido a la morisca entraba en la posada del León y preguntaba por Vergino.
—Soy un criado de micer Nicola Centurione —dijo el hombre en francés con acento toscano—. Mi amo tiene que hablaros inmediatamente, pues vuestra vida está en peligro. Acompañadme y os llevaré ante él.
—¿Quién nos asegura que no se trata de una trampa para robarnos? —replicó Beaufort.
—Mi amo me ha dicho que mencione la isla Elefantina para que sepáis que el recado procede de él.
Beaufort y Vergino se miraron.
—Creo que debo ir yo —dijo Vergino.
Beaufort lo tomó del brazo y lo llevó aparte.
—Buen amigo —le dijo—. Si te perdemos, la misión carecerá de sentido. Por otra parte, yo me desenvuelvo mejor si hay algún peligro.
Vergino comprendió que su compañero tenía razón. Regresaron y Beaufort escrutó al criado italiano, pero sólo encontró una mirada opaca.
—¿Vive muy lejos tu señor?
—No vamos a donde vive, sino a una quinta de recreo que posee en el barrio del Sicómoro. Está muy cerca de aquí.
Lucas y Huevazos se ofrecieron a escoltarlo, pero Beaufort prefirió ir solo.
—Quédaos aquí y permaneced alerta —les recomendó—. Sospecho que algo no marcha bien.
El cónsul lombardo lo recibió a la orilla del Nilo, en un cenador de azulejos decorado con pebeteros que despedían humos aromáticos para ahuyentar a los mosquitos. Se había despojado de las ricas vestimentas que llevaba en la recepción de palacio y estaba ataviado con una túnica de lino crudo y unas sandalias de tafilete.
Centurione invitó al templario a sentarse y le escanció personalmente una bebida parecida a la leche. Al notar una sombra de duda en la mirada de Beaufort sonrió y dijo:
—Bebe en confianza, amigo. Ésta es la bebida más sana que existe: agua del Nilo con jugo de almendras dulces.
Beaufort bebió un buen trago y lo paladeó.
—Está buena.
—Está buena —corroboró Centurione—. Es lo que pasa en estas tierras de moros, que uno encuentra unas cosas buenas y otras que no lo son tanto.
Beaufort prestó atención. El lombardo parecía menos jovial que hacía unas horas.
—Como no hay tiempo que perder, iré directamente al grano. La carta del visir de Granada que habéis traído informa de vuestra condición de espías y le solicita al visir que os ejecute.
—¿Cómo sabes tal cosa?
—Porque la secretaría del visir es un coladero donde más de la mitad del personal está a sueldo de los mercaderes lombardos. Beaufort comprendió. Así que el visir de Granada estaba jugando con doble baraja: por una parte ayudaba al maestre del Temple, pero al propio tiempo se congraciaba con el rey de Francia al eliminar a unos templarios fugitivos de la justicia real. Reflexionó un momento, la mirada perdida en el Nilo nocturno que discurría como una serpiente tranquila. Luego miró a los ojos a Nicola Centurione.
—¿Por qué ayudas a unos desconocidos?— El cónsul sonrió con sus ojillos achinados.
—Sois templarios fugitivos de Francia, ¿verdad?— No era del todo verdad o no era toda la verdad, pero Beaufort asintió.
—Lo adiviné cuando tu compañero, el anciano templario, me preguntó cómo iba el proceso contra la orden —dijo el lombardo—. Yo, en mi juventud, quise ser templario y hasta me escapé de mi casa para ofrecerme como donado a la encomienda de Loranzano. Mi padre se burló de mí, hizo que dos criados me apalearan y me sacó la idea de la cabeza. Ahora ya lo ves. —Recorrió con la mirada el jardín, la casa, la mesa bien surtida de manjares, el lujo y el bienestar que lo rodeaban—. No me puedo quejar. He prosperado y me doy cuenta de que mi padre, al que durante mucho tiempo odié, tenía razón. No obstante, en las noches largas del invierno me desvelo a veces y me da por soñar que fui templario en mi juventud y que combatí contra los sarracenos en Hattin y Acre. Ya ves: tengo los brazos débiles, no soy capaz de sostener una espada, pero albergo esos sueños heroicos. Me sentiré mejor si procuro la salvación de unos templarios fugitivos del rey Felipe. Al fin y al cabo, casi militamos en el mismo bando, el rey Felipe también odia a los lombardos. Beaufort no estaba seguro de que el lombardo fuera tan sincero como parecía, pero en cualquier caso no tenía más opción que creerlo.