Read Los falsos peregrinos Online
Authors: Nicholas Wilcox
—¡Ay, niña, qué susto me has dado! No gano para sobresaltos: me despierto y encuentro tu lecho vacío. ¿Cómo se te ocurre salir aquí en plena noche? —Dirigió a Lucas una severa mirada de reproche—. Y tú qué haces aquí, sidi. La novia no puede hablar con ningún hombre. Si su padre lo supiera, me arrancaría los ojos.
Lucas había retirado la mano del hombro femenino.
—No lo sabrá.
Egipto
Lucas contemplaba los bancos de peces fosforescentes que surcaban el mar nocturno entre dos aguas. La brisa henchía las velas. Navegaban a buen paso. Los pasajeros tomaban el fresco en cubierta después de la cena y contemplaban la costa, donde se divisaban las luces de los pueblecitos. El mar olía a yodo y a almizcle.
—Mañana, cuando amanezca, estaremos en Alejandría —había anunciado
la Alpargata.
Cuando los demás se retiraron a dormir, Vergino se quedó en la cubierta de popa, contemplando el mar, y abismado en sus recuerdos.
—No sois el único desvelado, messire.
Vergino volvió la cabeza. Era Lucas, que sin poder conciliar el sueño había decidido pasear por cubierta.
—Estaba recordando una visita a Alejandría —dijo el templario.
—¿Conocéis la ciudad?
—Sí. Hace treinta años acompañé a una embajada del maestre.
—Entonces, ¿son amistosos estos sarracenos?
—Ellos quizá lo sean —reflexionó Vergino—. Pero los mamelucos no lo son tanto.
—¿Los mamelucos? ¿Quiénes son los mamelucos?
—Al principio eran sólo esclavos turcos que el califa de Egipto adquiría para su ejército. Luego fueron creciendo en número e importancia y acabaron imponiéndose. Ahora el califa egipcio es un hombre de paja y en realidad el que gobierna el país es el caíd mameluco.
Lucas no salía de su asombro.
—¡Una milicia de esclavos!
—Sí, muchos de ellos simples niños secuestrados por los piratas aquí y allá, en las poblaciones costeras.
—A lo mejor cristianos…
—Sí, puede que muchos hayan nacido cristianos, pero como los secuestran y los venden cuando todavía son niños, se educan en el islam y su única familia es el amo que los alimenta y el regimiento al que pertenecen.
Conversaron durante un rato. Después, cuando Vergino se retiró a dormir, Lucas fingió que paseaba por cubierta sólo por vigilar de cerca la camareta de las mujeres. No se filtraba luz alguna por el ventanuco: estaban durmiendo. El joven perdió la esperanza de que Aixa saliera a tomar el fresco. Imaginó su sueño tranquilo y no pudo evitar sentir cierto rencor. Durante la travesía habían hablado en tres ocasiones, y aparte del primer día, cuando lloraba su desgracia, ella siempre se había mostrado distante y sólo le concedía una atención desdeñosa cuando él intentaba impresionarla con sus aventuras de caza. Probablemente pensaba que era un palurdo al que escuchaba para distraer la monotonía del viaje.
Decepcionado, se fue a dormir, pero aquella noche no consiguió conciliar el sueño. Al día siguiente desembarcarían, cada uno partiría hacia su destino y no volvería a verla.
Al alba, los pasajeros salieron a cubierta para contemplar las distantes luces de la ciudad, pero las mujeres permanecieron en su cuarto.
Lucas se acodó en la borda junto a Vergino. Bajo la luz rosada, la ciudad aparecía ante ellos con un esplendor de mármol y mirtos.
—Es hermosa —murmuró.
—Muy hermosa —corroboró el templario—. Más hermosa que todas las ciudades que conozco en Occidente. El Nilo empapa la tierra, colma los pozos y riega los huertos. Hay bellos edificios, extensos jardines, palacios magníficos, tierra fértil, comida barata… Y por todas partes gentes y más gentes pululando como hormigas. Incluso los pobres parecen felices en Alejandría.
—Me pregunto si Aixa será feliz ahí —dijo Lucas. Vergino lo miró.
—Va a casarse con un general, un hombre importante, seguramente tendrá muchos criados y comodidades.
Se hizo un silencio apenas turbado por el rumor del leve oleaje rompiendo contra el costado del barco.
Una brisa suave de poniente hinchaba las velas. Las gaviotas, con su vuelo tranquilo, iban y venían de la tierra, una franja ocre coronada de verdor que se iba agrandando. La marinería cantaba e intercambiaba chanzas y pullas. Estaban de buen humor ante la proximidad de la gran ciudad y sus placeres.
El cuarto de las mujeres permanecía cerrado. Quizá Aixa se estaba acicalando para comparecer ante su prometido. Quizá dormía, insensible al hecho de que ya no volverían a verse.
El barco se aproximó a tierra y enfiló un canal espacioso señalado por dos grandes columnas.
—Éste es el Eunostu —explicó Vergino—. El puerto de Alejandría. Su nombre significa Feliz Regreso.
Durante un centenar de metros, la nave discurrió entre dos taludes formidables y desembocó en un puerto espacioso cuyos muelles estaban abarrotados de barcos de diversas formas y calados. Huevazos estaba exultante.
—¡El timonel me ha dicho que hay por lo menos cien tabernas, y eso sin salir del embarcadero!
Por encima de los muelles se divisaban los almacenes portuarios, pintados de ocre o de blanco. Más allá de la muralla oscura del Eunostu sobresalían las cúpulas y las terrazas blancas y rojas, entre las cuales destacaban las manchas verdes de las palmeras y de los cipreses que presidían los jardines.
Los marineros plegaron la vela, bajaron la verga mayor y echaron mano de los remos para aproximarse al atracadero. Olía a fango y a brea. Un esclavo del puerto cogió el cabo que le lanzaban y lo afirmó en uno de los fustes de piedra. Los marineros recogieron los remos a medida que el costado del buque se aproximaba al embarcadero. Un instante después, la borda chocó suavemente contra los contrafuertes de esparto y el mismo esclavo que había afirmado la amarra corrió a tender una pasarela. A la sombra de una vela, los oficiales del puerto supervisaban la operación.
Unos hombres ataviados con chilabas blancas subieron a bordo provistos de tablas de escribano con sus tinteros.
—Éstos son los aduaneros —informó Vergino—. Anotan la carga y los nombres y origen de los viajeros.
Armaron una mesa de tijera en la que se acomodó el aduanero jefe. El negro que lo acompañaba extendió una sombrilla detrás, aunque era temprano y la mañanita estaba tan fresca que el sol se agradecía.
Los mercaderes, con semblantes de funeral, conversaban con los ayudantes del oficial de aduanas, los tomaban aparte, gesticulaban, se mesaban las barbas, ponían los ojos en blanco o los elevaban al cielo, crispaban los puños.
—Están discutiendo el montante del soborno para que el oficial haga la vista gorda y anote cuatro veces menos de lo que traen.
Al final pareció que llegaban a un acuerdo, puesto que los mercaderes se serenaron, aunque quedaron conversando entre ellos con ánimo abatido. El oficial asintió solemnemente cuando los ayudantes se le acercaron y le cuchichearon al oído los términos del trato.
En aquel momento, un hombre rechoncho seguido de un criado fornido subió por la pasarela. El oficial de aduanas saltó de su banqueta para ofrecerle respetuosamente la sombrilla, que el gordo rechazó con un gesto displicente.
La Alpargata
acudió presuroso a cumplimentar al recién llegado. Parlamentaron un momento. Al instante,
la Alpargata
se deshizo en zalemas y dio una orden a su segundo. Por encima del bullicio de los que esperaban desembarcar, y del de los marineros, que iban de un lado a otro con sus quehaceres, se escuchó la disciplinada respuesta del segundo: «Oír es obedecer.» E inmediatamente se dirigió a la camareta de las mujeres.
Angustiado, Lucas vio aparecer a Aixa, otra vez cubierta con el espeso velo añil con el que subió a bordo una semana antes. La seguía la criada, que transportaba un bulto de ropa en cada mano. La muchacha volvía la cabeza —¿buscándolo a él?—, pero entre tantos hombres no lo encontró. Cuando alcanzó la pasarela, el gordo se inclinó ante ella y le ordenó al criado que se encargara del equipaje. El funcionario de aduanas repitió las zalemas, se despidieron del capitán y descendieron a tierra. Lucas los vio cruzar la explanada sorteando los corrillos de gente, las pilas de mercancías y los guardas armados de garrotes. Desesperado, pensó que no volvería a verla, que saldría de su vida sin despedirse siquiera. Al otro lado de la explanada del puerto, a la sombra de la muralla, la aguardaba una litera cubierta transportada por dos dromedarios. El armatoste, de madera bellamente tallada y pintada de vivos colores, tenía una ventana abierta desde la que una mujer madura, sin velo, había supervisado la operación. El criado que sostenía el ronzal del dromedario delantero acudió solícito a abrir la portezuela y desplegó una escalera articulada por la que el hombrecillo rechoncho invitó a subir a Aixa. Después, el criado recogió la escalera y cerró la portezuela. Mientras lo hacía, Lucas pudo entrever que la mujer de edad besaba a Aixa en ambas mejillas y le indicaba un gran cojín para sentarse. Aixa se asomó a la explanada y señaló a la criada, que permanecía frente a la litera, a pocos pasos, expectante, pero el mayormomo la tomó del brazo y, llevándola aparte, intercambió unas palabras con ella y le señaló la galera de combate tunecina que acababa de atracar junto al carguero. La mujer mostró su disconformidad con elocuente gesticulación, pero el gordo llamó a dos policías portuarios que presenciaban la escena y les ordenó que la condujeran a la galera. Cada uno la tomó de un brazo y prácticamente la arrastraron hasta la embarcación mientras ella se resistía y miraba hacia atrás llamando a voces a su señora. La nueva familia de Aixa devolvía a Túnez a su criada y amiga. Lucas volvió la mirada hacia Aixa, que había abandonado su asiento e intentaba apearse de la litera, pero la dama emitió una orden y los camelleros cerraron la puerta.
Aixa desapareció de la vista del angustiado Lucas, ¿para siempre? Los criados egipcios acomodaron el equipaje detrás de la litera y ayudaron al gordo a subir a su caballo. La litera se puso en marcha y desapareció detrás de los almacenes. Lo último que el joven vio fue la cupulita calada que adornaba el techo, bamboleándose entre el bullicio portuario al pausado ritmo de los dromedarios.
Una mano amistosa se posó en el hombro de Lucas.
—Tenemos que recoger el equipaje, amigo Lucas —avisó Beaufort—. Ya mismo nos toca bajar a tierra.
Lucas asintió mientras se enjugaba disimuladamente una lágrima.
Salieron del puerto y se internaron por el barrio de los artesanos, casas humildes medio desmoronadas donde se instalaban los talleres del cobre y el latón, los marmolistas y picapedreros, los alfareros, los tejedores y los tintoreros. Había gran animación y, debido a la proximidad del puerto, se veían muchos extranjeros, unos barbudos, otros con la cabeza rapada, según sus modas nacionales. Muchos marineros, con chalecos y con gorrillos de saco, a cual más astroso, merodeaban aburridos, haciendo tiempo hasta la hora de zarpar tras haber dilapidado la paga en la mancebía. Algunos se arrimaban a los corrillos de los charlatanes y vendedores de polvo de momia curalotodo, excepto el mal de amores. Entre los vendedores ambulantes no faltaban los saqueadores de tumbas, que vendían objetos venerables de los antiguos egipcios: pectorales de lapislázuli, jarrones de alabastro adornados con inscripciones jeroglíficas, escarabajos de mármol o de piedras semipreciosas, amuletos poderosos que aseguraban la buena fortuna del poseedor.
Los mendigos y las prostitutas callejeras los importunaban continuamente.
—¡Luego, luego, hijas mías! —se excusaba Huevazos, y se volvía torpemente a contemplarlas, impedido por el equipaje.
—Viendo tanta miseria nadie diría que estamos en una ciudad tan rica —comentó Lucas.
—Sí —replicó Vergino—, hay muchos pobres sin más propiedad que la estera de papiro en la que duermen, que además les sirve de maleta, de mantel, de techo, de sombrajo, de manta y hasta de mortaja.
Cruzaron el puentecillo sobre un canal que delimitaba el barrio portuario.
—Este es el barrio del Sicómoro —comentó Vergino.
Había aguadores vestidos de rojo que pregonaban su mercancía y amas de casa que cotorreaban en grupos, con cantaritos o cestos de papiro al costado, camino del mercado o de la fuente.
Desembocaron en un zoco abierto, rodeado de buenas casas y de árboles, en el que la dulce brisa del septentrión disipaba el, hedor de los canales y de las fritangas. En los puestos, a la sombra de sombrajos de junco y sobre esterillas de papiro, los vendedores, hombres y mujeres, alineaban cestas de todas las formas y tamaños imaginables en las que exponían toda clase de legumbres, frutas, especias, telas, manufacturas y mil cosas más.
Una muchedumbre de curiosos deambulaba entre los puestos. Se veía mucha gente atareada, pero también mucho ocioso desocupado y mucho gorrón. A los soldados de paseo los vigilaban de cerca unos policías corpulentos, tocados con turbantes rojos, que empuñaban considerables bastones.
Se alojaron en una fonda espaciosa y fresca en la que sólo quedaba una habitación libre con tarimas y cuerdas para armar los lechos. Estaban haciéndose las camas cuando regresó el hostelero con un gran ramo de helenio y lo colgó en un gancho de la ventana.
—Es para ahuyentar los mosquitos.
—¿Hay mosquitos? —preguntó Huevazos.
El fondista lo miró con indulgencia.
—¿Que si hay mosquitos? ¿De dónde venís?
Vergino y Beaufort cruzaron una mirada suspicaz. Todo el mundo sabía que en las ciudades grandes los tenderos y los posaderos son confidentes de la policía.
—De Granada —se adelantó Lucas—, la famosa ciudad de al-Andalus.
—¿Allí no tenéis mosquitos?
—Sí que tenemos. Es una maldición del demonio que existe en todas partes.
—Pero no como aquí —dijo el fondista, como si fuera materia para sentirse orgulloso—, el mosquito del Nilo es más grande y más voraz que sus hermanos de tierras más secas. En efecto, como dice al-Juarismi en su
Historia natural
, este insecto se abate sobre el durmiente como pavo en celo cuando hace la rueda, clava el rejón y extrae una cantidad increíble de sangre.
—¿Tanta sangre chupa? —dijo Huevazos llevándose una aprensiva mano a la garganta.
—¿Que si chupa? Uno se levanta por la mañana que ni se empalma —aseguró el fondista.
—Es un consuelo —comentó Huevazos.
—Haréis bien en comprar grasa de oropéndola —aconsejó el posadero—. Es lo único que ahuyenta a esos vampiros.