Read Los falsos peregrinos Online
Authors: Nicholas Wilcox
—¿Qué estás haciendo, maldito?
—Creo que te voy a compensar por el favor —declaró Huevazos, al tiempo que le levantaba la ropa y le cubría con ella la cabeza.
Las imprecaciones ahogadas salían en un torrente imparable, aunque no osaba cambiar de postura por miedo a derramar el aceite. Huevazos se solazó contemplando el cuerpo de la aceitera, un cuerpo maduro, aunque de carnes todavía firmes y apetecibles, con anchas caderas, vientre plano y tetas voluminosas. Le pasó una mano por la entrepierna y se demoró en el sexo. Ella gimió débilmente e hizo ademán de cerrar las piernas, pero su posición entre los pellejos de aceite la dejaba a merced de su agresor. Ni siquiera intentó resistirse cuando Huevazos se abrió la amplia bragueta y extrajo un pene morcillón, de grosor considerable, que restregó un par de veces por los labios mayores antes de penetrarla. El escudero recorrió la cavidad vaginal media docena de veces hasta el fondo y luego copuló vigorosamente.
—¡Ay, ladrón, qué me haces! —clamó la voz de la cuitada medio ahogada bajo la ropa.
—No te vayas a creer que esto se lo hago a todas —informó el escudero—. A ti te lo hago por agradecimiento, como premio por tu colaboración.
Huevazos calculó que si bajaba a la playa para armarse y pedirle a Beaufort que lo acompañara, la vendedora de aceite podría prevenir a los malhechores. Decidido a hacer el trabajo él solo, se encaminó a las afueras de Mohammedia y se puso a orinar en una acequia mientras observaba la casa que la aceitera le había indicado.
Dentro del inmueble, completamente ajenos a lo que se les venía encima, Abu Fatja,
el Tuerto,
y sus hombres se estaban emborrachando con zumo de palma fermentado mientras aguardaban a la Hiena Ensangrentada, que había ido a entregar el bolso robado y a cobrar la recompensa. La operación había resultado de lo más fácil, además de rentable, porque a la recompensa prometida había que añadir lo que el mercader de esclavos pagaría por el chico secuestrado, por lo menos diez piezas de oro. No había cuidado de que los familiares denunciaran el secuestro puesto que se trataba de cristianos que viajaban bajo nombres supuestos, haciéndose pasar por musulmanes. Si el caíd les echaba el guante les iba a resultar difícil librarse del sable del verdugo.
La casa parecía tranquila. En el poyo de la entrada, un centinela mal encarado partía almendras para el ajoblanco de la cena. Estaba de espaldas y tan absorto en su tarea que no vio llegar a Huevazos, y cuando percibió su sombra levantando una piedra con las dos manos ya era demasiado tarde. El cráneo chascó como una nuez cascada y el bandido se desplomó desparramando los sesos. Huevazos se apoderó de las armas del difunto, un sable curvo, de los que usan en la mar, y un cuchillo recto, y entró en la casa. Había un pasillo con habitaciones vacías a los dos lados, seguido de un patio desde el que llegaban risas beodas. Los facinerosos eran cinco y estaban sentados en torno a una damajuana de licor de la que bebían por turnos. Huevazos apartó la cortina y apareció de improviso en medio de la asamblea. Sin mediar palabra, propinó un sablazo en la garganta al que tenía más cerca, al tiempo que hundía la daga en el costado del siguiente. Los otros tres se pusieron de pie, recularon, repentinamente sobrios, y empuñaron los cuchillos. Iban a desplegarse en semicírculo para rodear al atacante, pero antes de que completaran el movimiento Huevazos saltó sobre el de la izquierda y le abrió el pecho de un sablazo. El herido exhaló un suspiro, soltó el puñal y se desplomó vomitando sangre. Huevazos detuvo el ataque de otro moro, al que golpeó de refilón seccionándole una mano, y le propinó una patada en la entrepierna. El herido cayó de rodillas con la mirada fija en la mano cercenada. Sólo quedaba Abu Fatja,
el Tuerto,
y Huevazos le dedicó una sonrisa paternal mientras calculaba por dónde iba a entrarle. Pero el antiguo pirata ya había tenido demasiadas emociones por un día. Palideció, soltó el arma e intentó huir por un corralillo, pero la puerta era tan baja que se golpeó la frente con el dintel y cayó hacia atrás medio atontado. Huevazos se inclinó sobre él y lo degolló. Luego remató a los heridos, y cuando se cercioró de que no quedaba nadie vivo, buscó a Lucas.
Encontró al muchacho maniatado y amordazado en un cobertizo del corral, en compañía de unas cuantas gallinas y una cabra.
—¡Gracias a Dios que has venido! —exclamó en cuanto Huevazos lo liberó de la mordaza—. ¿Dónde están los bandidos? —inquirió mientras le cortaba las ligaduras de los pies y de las manos.
—Están en el paraíso de Mahoma.
—¿Todos?
—No sé si todos: los que había en la casa. Cinco, creo.
—Tenemos que prevenir a Beaufort.
Huevazos se encogió de hombros.
—Ya le habrá avisado Vergino.
—De todas formas démonos prisa. —Lucas se dispuso a abandonar la casa, pero el escudero lo sujetó por la manga.
—Amo, ¿no nos vamos a llevar la cabra?
Lucas se soltó malhumorado.
—¿Cómo se te ocurre eso en estas circunstancias?
—Por lo menos un par de gallinas —insistió el escudero.
En el patio, Lucas vio los cadáveres con las gargantas abiertas y la sangre fresca sobre el empedrado, un inmenso charco rojo al que acudían nubes de moscas.
—Vámonos antes de que los moros descubran esta carnicería.
Huevazos arrastró hasta el vestíbulo el cadáver del centinela de la puerta y dejó la casa cerrada.
Por callejas poco transitadas, extraviándose a veces, se apresuraron hasta su posada.
La Hiena Ensangrentada extrajo un ojo de la cabeza de oveja asada que tenía delante, se lo llevó a la boca y lo masticó con fruición, entrecerrando los ojos. Después bebió un cumplido trago de vino, directamente de la jarra, y mostró su satisfacción con un eructo barítono. Finalmente miró a Lotario de Voss que, en el otro extremo de la mesa, continuaba enfrascado en su labor. Había calentado en la llama de un candil la punta de un estilete y había despegado los tres sellos de cera que cerraban la carta bermeja del visir de Granada. Lotario de Voss esperaba que aquella carta desvelara el paradero del Arca y le permitiera eliminar a los templarios y proseguir la búsqueda por su cuenta. Pero la carta resultó ser un galimatías ininteligible de letras y números.
—¡Maldición —exclamó—, está cifrado!
—¿Y eso es malo? —preguntó la Hiena Ensangrentada con la boca llena.
—No contaba con este inconveniente —murmuró Lotario como para sí.
Después de meditarlo decidió copiar el documento para intentar desentrañar su contenido, con mayor sosiego, en cuanto hubiera ocasión.
Registró concienzudamente el bolso negro, por si tenía escondites que pudieran contener la clave, pero fue en vano. No había nada aparte del documento. Lotario de Voss pidió recado de escribir y, más tranquilo, se aplicó a copiar la carta cifrada. Cuando terminó, espolvoreó arena sobre las líneas frescas, sopló y contempló satisfecho su obra.
—Ya tenemos copia, y creo que es buena. Ahora debemos dejar las cosas como estaban.
Calentó nuevamente la punta del estilete a la llama del candil y la aplicó ligeramente sobre el lacre rojo del primer sello. Presionó la parte despegada sobre la derretida y comprobó que se había adherido sin dejar señal alguna en el reborde. Luego repitió la operación con los dos sellos restantes. Finalmente se dio por satisfecho y restituyó el original a su cartera negra.
—Ahora sólo falta devolvérsela a los templarios.
—Eso corre de mi cuenta, sidi —dijo la Hiena Ensangrentada, que había terminado con la cabeza asada y acababa de rebañar la fuente con el pan sobrante—. He aprendido bien la lección.
A la luz de la ventana, Vergino examinó cuidadosamente los sellos de lacre.
—¿La han abierto entonces? —preguntó Beaufort.
Vergino sopesaba apreciativamente la carta.
—No lo sé —dijo negando con la cabeza—. Parece que está intacta, pero ¿cómo saberlo? Un espía experto puede abrirla y pegar de nuevo los lacres.
Vergino se acordó de un espía que el Temple introdujo en la casa madre de los hospitalarios y que había estado copiando la correspondencia del maestre sin que lo descubrieran durante veinte años. No existía sello inviolable.
Conversaron un rato más y después regresaron junto a Lucas y Huevazos.
—Este asunto ha tomado un cariz desagradable —anunció Beaufort—. Hemos decidido que, en lugar de aguardar la caravana de la costa, vamos a continuar el viaje por mar.
—¡Por mar! —A Huevazos se le abrieron las carnes.
—Lejos del estrecho, la mar está más calma —lo tranquilizó Vergino—. Y en cualquier caso es conveniente que abandonemos la ciudad cuanto antes. Los bandidos que nos atacaron sabían que éramos cristianos y quizá nos denuncien al jefe de policía.
El jefe de policía del mercado había llegado por la mañana a devolver a los peregrinos la bolsa extraviada. Un beréber gordo de ojillos inquietos, que había aceptado campechanamente una tostada de pan con aceite, pero se había marchado sin tocarla. Era evidente que sólo buscaba un pretexto para permanecer en la casa y hacer algunas preguntas aparentemente inocentes. Quizá las hacía por costumbre, debido a su oficio, pero a Beaufort le pareció que no terminaba de creerse que dos musulmanes que pronunciaban el árabe con acento sirio peregrinasen a La Meca desde Granada.
—¿Cuál es la próxima nave que zarpa para Egipto?
El esclavo del puerto apoyó en tierra el pesado fardo que portaba y señaló un punto entre el bosque de jarcias y palos.
—Allí detrás, sidi, se llama
La Estrella del Islam
y zarpará para Alejandría en cuanto suba la marea. Ya está cargada.
Beaufort le entregó un óbolo de cobre y se dirigió hacia el lugar indicado.
La Estrella del Islam
era un carguero de tres velas que había conocido tiempos mejores bajo pabellón veneciano, cuando recorría la ruta de las especias entre Jaffa y la Serenísima República, pero resultaba tan torpón y poco maniobrero que sus propietarios lo convirtieron en nave cerealista y se la vendieron a un armador tunecino que hacía la ruta entre Cartago y Egipto.
El patrón de
La Estrella del Islam
era un gordo rechoncho con una mancha cárdena en forma de suela en la frente, motivo por el cual lo apodaban
la Alpargata
. Media pieza de oro daba derecho a un camastro compartido por dos viajeros en la camareta colectiva y a dos comidas calientes al día, una por la mañana y otra a media tarde. Beaufort pagó por adelantado en doblas granadinas, que
la Alpargata
se guardó en una bolsita colgada del cuello. El mejor pago del pasaje, dijo, era la satisfacción que le producía transportar a tan honorables ciudadanos andalusíes. Añadió que nunca, en sus treinta años de navegación, había tenido el menor problema con los creyentes venidos de allende el estrecho, no como los magrebíes, esa partida de mangantes capaces de quitarle su bolita a un escarabajo. También dijo algo acerca de su sagrado deber como creyente albergando en su nave a los peregrinos de La Meca y que, por este motivo, Alá le dispensaba buenos vientos y bonancibles navegaciones. Beaufort quedó muy complacido con las zalemas del navegante pero, por si acaso, apostó a Huevazos en el embarcadero, no fuera a ocurrir que
La Estrella del Islam
zarpara antes de lo previsto y los dejara en tierra.
Al caer la tarde, los peregrinos subieron a bordo con sus equipajes. Un marinero les mostró su alojamiento: un habitáculo estrecho y largo que se apoyaba en el palo de proa con espacio para media docena de camastros, que durante el día enrollaban y servían de asiento.
—Esta noche podéis dormir aquí, o en el muelle si os parece más cómodo. Largaremos amarras al amanecer, en cuanto suba la marea.
El marinero se marchó dejándolos solos, pero volvió en seguida con otros cuatro pasajeros, todos ellos comerciantes musulmanes cuyas mercaderías se encontraban ya en la bodega de la nave.
Soltaron amarras a la luz turbia del amanecer. Un esquife accionado por seis remeros remolcó a
La Estrella del Islam
hasta el centro de la bahía, donde, impulsado por un ligero céfiro, el velero enfiló la bocana del puerto. Cuando el sol despuntó ya navegaban en mar abierto. Atrás quedaban los promontorios de Túnez, los pueblecitos blancos y los alminares de ladrillo, las azoteas enjalbegadas y los huertos cerrados, con sus tapiales pardos sobrepasados por las agudas lanzas de los cipreses.
Renzo di Trebia, el cónsul veneciano, vivía en el barrio antiguo de la ciudad, en un palacio de mármol con azotea y torre almenada en la que ondeaba la bandera roja con león dorado de Venecia. La puerta estaba custodiada por un negrazo que hacía molinetes con un garrote guarnecido de remaches. Lotario de Voss se dirigió al gigante, que paseaba parsimoniosamente de un lado a otro de la fachada, y le comunicó que deseaba ver a su señoría.
El portero advirtió que el extranjero vestía decentemente, portaba una daga valiosa al cinto y no parecía un mendigo ni un solicitador pelma. No obstante, como todo portero, era consciente de que la dignidad del cargo se resiente si se facilitan demasiado las cosas, así que se tomó su tiempo, carraspeó poderosamente, acopió un laborioso gargajo y lo lanzó a tres metros de distancia, acertando, con singular tino, a través de una de las argollas que pendían del muro. Aclarada la voz, miró nuevamente al solicitante y preguntó:
—¿Qué quieres del cónsul?
—Yo no quiero nada, pero él quiere algo de mí —dijo Lotario pronunciando las palabras con calculada suavidad—. Avísale ahora mismo y no me hagas esperar más.
El negro juzgó prudente no meterse en más averiguaciones, se volvió hacia la puerta, se llevó dos dedos a la boca y emitió un potente silbido. Inmediatamente compareció un criado cojo vestido de librea.
—Este hombre pregunta por su señoría —informó el portero señalando a Lotario con la maza claveteada.
—¿Quién eres? —quiso saber el criado.
—No te importa quién soy —le respondió Lotario en correcto toscano—, pero a su señoría sí le importará. Te aconsejo que andes diligente.
El criado cojo advirtió que el visitante no era moro, aunque vestía a la morisca. Por si las moscas, avisó al mayordomo, un tipo delgado y pálido que vestía calzas de hilo fino, una de cada color, a la moda italiana, y llevaba en la mano un espantamoscas de crin guarnecido de abalorios.