Read Los falsos peregrinos Online
Authors: Nicholas Wilcox
Vergino carraspeó ligeramente y se levantó de su asiento. Beaufort lo imitó. Antes de salir dijo:
—Os quedamos muy agradecidos por vuestra hospitalidad, Mañana asistiremos al
timkat
y veneraremos el Arca. Ahora quisiéramos retirarnos a descansar, pues el viaje ha sido largo y fatigoso.
El sumo sacerdote cambió de registro y nuevamente se mostró amable y risueño.
—Os habíamos preparado una casa cerca de aquí en la que hallaréis todo lo necesario. —Palmeó dos veces y al instante se abrió la puerta y entraron dos acólitos, que observaron hostilmente a los templarios—. Y ahora tendréis que disculparme. Todavía falta mucho por preparar para la fiesta de mañana y tengo que recibir a las delegaciones de otros pueblos que siguen llegando.
Cuando salieron nuevamente a la plaza notaron que, en efecto, la afluencia de peregrinos era continua, unos a pie, otros en diminutos asnos y los menos en mulos o a caballo, todos engalanados con trajes ceremoniales y portando grandes alforjas de comida y pienso. Los más eminentes saludaban al sumo sacerdote y le besaban la orla del manto antes de buscar posada. La aldea estaba atestada.
Un monje joven ataviado con un hábito blanco con remiendos azules los acompañó al alojamiento, en una de las primeras casas de una calle adyacente. Era una choza espaciosa con paredes de adobe y chimenea central, a la usanza etíope. La puerta de madera carecía de cerradura pero podía atrancarse desde el interior pasando un palo por dos argollas de piedra.
—No es un palacio —dijo Huevazos al percatarse del mohín de asco que hacía Aixa—, pero para el tiempo que vamos a estar aquí, bien está.
Estaban acomodándose cuando llegó otro monje joven con una canasta de panes tiernos, una orcita de tasajo de cabra y una gran jarra de leche recién ordeñada. Había mantas de lana, paja fresca en los estrados de dormir, cántaros de agua recién sacada del pozo y una pila de leña seca junto al hogar.
Huevazos había salido a explorar la aldea y regresó con noticias.
—Esto está más concurrido que la feria de Andújar —informó—. Las calles están que no se puede dar un paso.
—¿Por la fiesta de mañana?
—Eso parece. Para mí que el de los escapularios nos tiene vigilados. Uno de los frailecillos que estaban con él se ha empeñado en acompañarme a todas partes.
—Y ¿adonde has ido, si puede saberse? —quiso saber Lucas—. ¿Detrás de unas faldas?
—Eso me parece que está trasteado en este pueblo —suspiró Huevazos— porque las mujeres se ponen en las ventanas a ver pasar a la gente, pero si les dices algo se ríen, se tapan la cara con un velo y no responden. Digo yo que a lo mejor mandan a las putas fuera, por la fiesta, como en Jaén cuando llega la cuaresma. —Hendió diestramente un panecillo con el cuchillo, separó las dos mitades, interpuso un trozo de tasajo y le propinó una dentellada. Con la boca llena prosiguió—: Los romeros no paran de llegar por todos los caminos y el pueblo está tan abarrotado que no cabe un alma. El curilla me ha dicho que cuando todos los alojamientos están ocupados por amigos o parientes la gente levanta tiendas de campaña fuera del pueblo, como en la romería de la Alharilla o en la Virgen de la Cabeza.
Huevazos lo miraba todo embobado. La aldea entera, atestada de mercaderías, de caballos, de mujeres, de ricos vestidos, constituía un estupendo botín. En otras circunstancias, claro. Apretó el paso para no separarse del grupo de los falsos peregrinos que, guiado por dos acólitos, se abría camino por la calle abarrotada.
Santa María de Sión, la meta de los templarios, alzaba sus muros ocres sobre la colina. En sus aledaños se habían levantado varias docenas de tiendas de variados tamaños y colores, entre las que pululaban los romeros en hábito festivo, se buscaban las familias, se saludaban antiguos amigos, se paseaba del brazo del compañero. Algunos se citaban en una fuente de piedra con tres caños que estaba a mitad de camino y realizaban allí sus abluciones. Las mujeres charlaban con el cántaro de agua bajo el brazo.
Una muchedumbre de fieles recitaba letanías mientras rodeaba lentamente la iglesia.
—Tienen que dar doce vueltas al santuario para asegurarse, la protección de Dios hasta el próximo
timkat
—explicó el intérprete, un joven diácono de piel charolada y ojos brillantes.
Los falsos peregrinos se sumaron a los fieles. El recinto sagrado que rodeaba el santuario estaba delimitado por un bardal de piedras tan bajo que servía de asiento a los más ancianos. El edificio estaba adornado para la fiesta: gruesas guirnaldas de ramas de acacia abrazaban el muro recién blanqueado en el que, a través de los desconchones del enfoscado, se veía el humilde relleno de barro y ramas. Vergino, con los ojos llenos de luz, multiplicada con sus lágrimas, suspiró profundamente. Así que al final de sus días había llegado a la verdadera casa de Dios. Un tabique que cedería a un empellón era el último obstáculo que los separaba del Arca.
—¿Podemos visitar la iglesia? —preguntó Vergino al diaconal.
—Hoy nadie entra hasta después de la fiesta, pero el
mosec
os ha concedido un permiso especial para que podáis orar en ella.
El edificio circular tenía solamente una puerta de entrada formada por unos dinteles de piedra que parecían el único elemento sólido de la construcción. Dejaron el calzado en un rincón y entraron. El angosto preambulatorio, con las paredes cubiertas de pinturas de santos y escenas de la Biblia, reproducía el trazado circular del edificio. En el muro, dentro de hornacinas minúsculas, ardían candelillas votivas que completaban la débil iluminación de un par de candiles suspendidos del techo. Beaufort advirtió que el techo también estaba decorado con figuras de santos, aunque apenas se distinguían debido al hollín producido por el humo de las lámparas.
—Éste es el
kene mahet
o lugar de los himnos —susurró el guía.
—¿Cuántos recintos tiene el santuario? —preguntó Vergino en voz baja.
—Tres; como todos los templos etíopes. Todos son copia de éste —informó el diácono sin disimular el orgullo que le producía pertenecer a la primera iglesia del país.
El acceso al segundo recinto se encontraba del lado opuesto. En lugar de puerta, el hueco se cubría con una gruesa cortina rellena de paja. El diácono la apartó para que los visitantes pasaran a un nuevo ámbito circular, con los muros decorados con imágenes de santos, cruces y carteles con textos sagrados escritos en el extraño alfabeto queze. La humareda del incienso dificultaba la respiración.
—Éste es el segundo recinto del templo, el
keddest
. Aquí se toma la comunión —informó el diácono.
Tomó una candelita de la pared y precedió a los visitantes por el ambulatorio. El suelo estaba cubierto de ricas alfombras manchadas de lamparones de cera. En el lugar opuesto del preambulatorio, casi a oscuras, sin más luz que la de la lámpara del guía, pudieron entrever el minúsculo arco de acceso al tercer recinto, el corazón del santuario. Estaba velado por una rica cortina roja ribeteada de oro.
—Éste es el
makdas
—murmuró el guía—. Sólo el sumo sacerdote puede entrar en este recinto. Ahí dentro habita la presencia de Dios. —Y al susurrar reverencialmente estas palabras se santiguó tres veces a la manera copta.
—El sanctasanctórum del templo —murmuró Vergino.
—¿Es ahí donde se guarda el Arca? —preguntó Beaufort.
El guía asintió solemnemente y volvió a santiguarse.
—Podéis rezar aquí —añadió, apartándose para que todos Pudieran colocarse frente a la cortina.
Vergino comprendió que, a pesar de las reticencias de la noche anterior, el sumo sacerdote les estaba concediendo un gran honor.
Así que aquí, detrás de esta cortina, está el Arca», pensó Beaufort. Casi al alcance de la mano. Tres pasos más y podría tocarla. Tuvo que refrenarse para no darlos. Miró a Vergino y lo encontró sumido en profunda meditación, completamente ajeno a todo, pero la mirada de Huevazos, al otro lado del grupo, era la de un chacal que ha venteado su presa. Examinaba las lámparas y los dorados con ojo de tasador.
De pronto, la cortina del sanctasanctórum se apartó levemente y apareció ante los visitantes un hombre gordo envuelto en una capa de lana y tocado con un gorro como el del sumo sacerdote.
—Es el
tesfa markut
, el guardián del Arca —informó el diácono, y dirigiéndose a él en lengua etíope le presentó a los monjes blancos llegados de lejanas tierras para conocer la sede de Dios.
El guardián del Arca sonrió. Era un hombre de elevada estatura y, a pesar de la obesidad, consecuencia de su forzada inmovilidad como custodio del tesoro, se veía que era fuerte y musculoso. No se borraba la sonrisa de su rostro, pero su mirada brillante expresaba fiereza contenida.
—Sed bienvenidos —saludó en lengua etíope, que el diácono se apresuró a traducir—. Podéis rezar frente a la cortina del Arca tanto tiempo como deseéis y podéis tomar un puñado de polvo del suelo para llevarlo a vuestras iglesias. Sólo un puñado.
Se agachó con cierta dificultad y, levantando una de las alfombras, mostró el suelo terrizo.
—Es un señalado honor—murmuró Vergino, y guardó en la faltriquera un puñado de polvo batido y grasiento.
A cambio se quitó el anillo de oro con la amatista que llevaba en el índice y se lo entregó al guardián del Arca, el cual, tras probárselo infructuosamente en varios dedos, logró encajarlo en la primera falange del meñique. Alargó la mano para contemplar la joya y sonrió agradecido. Acto seguido murmuró una bendición y regresó al sanctasanctórum, corriendo bien la cortina.
—Ahora debemos salir —dijo el diácono señalando la entrada con su lamparilla—. El guardián está muy atareado. Debe preparar el Arca para el
timkat.
Salieron del santuario y descendieron nuevamente hasta la calle mayor, cada vez más bulliciosa. En la fuente de la cuesta, una nueva remesa de peregrinos guardaba turno para lavarse los pies y las orejas, y beber tres sorbos de agua antes de ascender al santuario y rodearlo doce veces salmodiando jaculatorias.
—
Timkat
significa epifanía o manifestación —iba explicando el diácono.
Pero ni Vergino ni Beaufort le prestaban atención, cada cual abismado en sus pensamientos. El Temple esperaba el Arca, el papa esperaba el Arca, la cristiandad esperaba el Arca. Y el Arca estaba en manos de un puñado de labriegos ignorantes y aislados que por nada del mundo se la dejarían arrebatar.
Amaneció un cielo azul surcado de cigüeñas y pajarería menuda. Desde la azotea de la casa donde se alojaban, los falsos peregrinos contemplaban el espectáculo de la multitud expectante y silenciosa que se concentraba en la cima de la colina, en torno al santuario. A los pocos minutos fueron llegando sacerdotes y diáconos vestidos con túnicas blancas y esclavinas negras. Levantaban los cayados de oración para anunciarse y la gente se apartaba respetuosamente.
El guía señaló los cayados de oración.
—Algunos de esos báculos son reliquias veneradas porque han pasado de maestro a discípulo durante generaciones, y se han impregnado con la sabiduría y santidad de muchos
timkat
. Cuando todos los sacerdotes estuvieron en el recinto exterior de Santa María de Sión, dos jóvenes diáconos abrieron de par en par la puerta del santuario y se elevó un clamor de miles de gargantas. En la puerta del Santuario había aparecido el
mosec
, revestido con las alhajas ceremoniales del sumo sacerdote. Con paso solemne, se situó en lugar visible, siempre seguido de su séquito de jóvenes diáconos, y salmodió una jaculatoria con voz grave y bien timbrada. Cuando terminó, los sacerdotes y diáconos del séquito levantaron sus báculos de oración. y a esta señal comenzaron a sonar unos roncos tambores cuyo sonido parecía salir del interior de la tierra.
—Son los
keberos
—explicó el guía, y dijo algo más que no entendieron los forasteros, porque la muchedumbre prorrumpía en alaridos de júbilo. Miles de manos se alzaban al cielo en actitud de alabanza y sumisión. Vergino se volvió hacia el guía.
—¿Qué clase de atuendo viste el sumo sacerdote, hermano? —Ese atuendo sólo lo viste en el
timkat
—dijo el joven—. El cinturón que le ciñe la cintura se llama
kenat;
y la mitra que lleva en la cabeza se llama
koba.
—Y esa especie de pectoral que lleva en el pecho?
—Ese es el
askema
. Tiene doce cruces dispuestas en cuatro filas de a tres.
Beaufort percibió la conmoción que aquel objeto provocaba en el anciano templario.
—¿Tiene alguna importancia ese adorno?
—Es algo más que un adorno —murmuró Vergino—. Es la vestidura ceremonial del sumo sacerdote de Israel cuando penetraba en el sanctasanctórum, sólo que el pectoral judío, en lugar de cruces, llevaba engastadas doce piedras, todas diferentes, una por cada tribu de Israel.
Los sacerdotes y diáconos más jóvenes se sentaron en torno a un gran tambor ceremonial de piel de vaca con un bastidor de madera alrededor, y comenzaron a golpearlo rítmicamente. El
kebero
mayor difundió su voz ronca por toda la aldea. A su compás, una multitud enfervorizada entonó una melopea insólitamente melódica.
—Eso que cantan es geez —dijo el guía—, la antigua lengua sagrada etíope. Hoy sólo la entienden unos pocos sacerdotes ancianos, pero la gente se sabe los himnos de memoria porque los viejos se los enseñan a los jóvenes.
La multitud se puso en marcha detrás de una procesión de sacerdotes que agitaban sonajas de plata, los sistros, con los que componían una repetitiva melodía que contrastaba con la ronca voz del
kebero
. Al son de la extraña música, los peregrinos más exaltados comenzaron a balancearse con los ojos entornados. Al poco tiempo, algunos entraron en trance y comenzaron a danzar girando sobre sus pies, con las manos abiertas en abanico y las cabezas inclinadas a un lado. El baile se fue haciendo más y más extravagante, con grandes saltos y contorsiones, al tiempo que los sacerdotes elevaban los sistros y, entre golpe y golpe de tambor, los bajaban oscilándolos en espasmódico tintineo.
—¿Qué es lo que cantan? —quiso saber Vergino.
—Es una antífona. Un grupo dice un verso y otro responde.
Era como una letanía que iba creciendo, hasta que las voces se confundieron y formaron una sola, tonante y colectiva, una voz que recitaba las palabras de la oración sagrada.