Read Los falsos peregrinos Online
Authors: Nicholas Wilcox
El muchacho se desmayó. Al terminar la operación, Vergino le aplicó en la inflamada garganta emplastos de mandrágora machacada y cocida en eneldo dulce.
—Ahora hay que dejarlo dormir hasta que se despierte.
El angustiado padre le puso al enfermo una mano delante de la boca y percibió la salida del aire. El pecho ascendía y descendía al ritmo de la respiración, los pulmones se llenaban otra vez.
El alcalde se arrodilló delante de Vergino.
—¿Qué puedo hacer por ti? —preguntó besando las manos que habían salvado a su hijo—. Mi persona y mi casa te pertenecen. Pídeme lo que quieras.
—Sólo necesito tu hospitalidad.
—Has ganado mi amistad y la de los míos hasta la muerte —insistió el alcalde—. Pide algo más.
—Nada más. Te agradeceré que nos alimentes a mí y a mis amigos porque extraviamos el camino hace varios días y estamos desfallecidos.
El alcalde se dirigió a las plañideras y les dijo:
—¡Cese el llanto porque el médico ha operado al niño y lo ha salvado! Encended el homo y hornead pan para alimentarlos. —Y dirigiéndose al mayordomo le ordenó—: Mata dos corderos para mis invitados y cuatro ovejas para toda la aldea. Trae un serón de higos secos y medio de nueces, manteca y frutos frescos en abundancia, porque gracias a la misericordia de Alá el día de la aflicción se ha tornado en gozo y quiero que todos los que se han desgarrado la camisa y lacerado el pecho se regocijen ahora conmigo.
—¡Oír es obedecer! —exclamó el mayordomo sin ocultar su satisfacción.
No era para menos. El alcalde era rico y sólo tenía aquel hijo.
—Visité a un médico eminente de Tebas —le explicó a Vergino—, pero me quitó todas las esperanzas. «Tu mujer no tendrá más hijos», me dijo. «¿Quiere usted decir que lo hemos estado haciendo todas estas noches para nada?, le pregunté. Y me respondió: «Eso es lo que hay. La ciencia no puede hacer nada más por ti, todo está en manos de Alá.»
En la plaza, las mujeres ululaban de gozo y los aldeanos rodeaban a los forasteros y rivalizaban por agasajarlos. Las viejas tocaban a hurtadillas la ropa de Vergino, como solían hacer con los hombres santos.
Huevazos, después de comer hasta la saciedad, con gran admiración de los demás comensales, anunció que necesitaba dormir la siesta, y aceptó la invitación de una viuda joven de opulentas caderas que le había sostenido la mirada durante el banquete.
Vergino había dispuesto que dos mujeres se turnaran para aplicarle compresas frías al enfermo. Al caer la tarde lo reconoció nuevamente y comprobó que la fiebre había remitido. Lo cubrió con una sábana y ordenó que lo dejaran dormir. Al día siguiente, el muchacho abrió los ojos y sonrió. Vergino le prohibió hablar hasta que pasaran otros dos días y dispuso que lo alimentaran con leche de camella melada y jugos de frutas. También permitió que sus amigos y los amigos del alcalde lo visitaran e incluso que lo transportaran a la ribera del Nilo en una silla de mano para que se distrajera.
A los cuatro días, el muchacho pudo hablar con normalidad. Vergino fue a ver al alcalde y le anunció:
—Tenemos que partir.
—Estoy en deuda con vosotros —dijo el alcalde—. ¿Qué puedo hacer?
Vergino le habló del jeroglífico de San Baudelio por el que se orientaban para llegar a la meta de su peregrinación. Después del oso, que representaba a Sudán, no tenían idea de adonde dirigirse. Las figuras siguientes eran un ciervo al que daba caza un arquero y un caballero que cazaba conejos con ayuda de varios lebreles. Finalmente había un halconero.
—El paraíso —dijo el alcalde.
—¿Cómo dices?
—El paraíso. Una antigua leyenda que cuentan los viejos asegura que una boca del Nilo conduce al infierno y otra al paraíso. La que conduce al infierno es el Nilo Blanco; la que conduce al paraíso, el Nilo Azul. En el camino del infierno hay dos animales que cazan al hombre: el cocodrilo y el león; en el del paraíso, los dos animales que caza el hombre, el ciervo y la liebre, y el animal amistoso que caza en el aire, el halcón.
Vergino comprendió el sentido de las pinturas de San Baudelio: el camino del Arca remontaba el Nilo Azul hasta el halconero. Ése sería el fin de la peregrinación, el santuario del Arca, suponiendo que el Arca estuviera en el mismo lugar en el que la vio el que compuso el jeroglífico de San Baudelio.
Vergino miró al alcalde y le tomó las manos agradecido.
—Ahora, amigo mío, necesitaremos una embarcación y, si es posible, riancheros expertos que la manejen, además de provisiones para el viaje.
—Todo lo que tengo os pertenece —respondió el alcalde—. Os proporcionaré cuanto necesitáis. No hace falta que os diga que a vuestro regreso encontraréis aquí vuestra casa.
Aquella noche, Beaufort acompañó a Vergino en su paseo, Llegaron silenciosos al embarcadero y tomaron asiento en un tronco caído.
—¿Tienes idea del lugar a donde nos dirigimos? —preguntó Beaufort—. ¿No será todo una quimera, una ensoñación de estas gentes?
Vergino negó con la cabeza.
—No, no creo que lo sea. —Se abismó en sus pensamientos por un momento y luego prosiguió—: Los egipcios creen que no es posible alcanzar las fuentes del Nilo, pero algunos templarios llegaron a ellas hace noventa años. Todos perecieron salvo uno, Balduino de Saint Mere, que regresó para contarlo, aunque pocos le concedieron crédito porque había perdido el juicio a causa de los sufrimientos. En todos estos años de estudio y cavilaciones en la torre Áurea he encontrado pistas de lo que ahora nos dicen estas gentes sencillas, pistas que, me es penoso reconocer, a veces tomé por simples leyendas. En el libro del Génesis, en las Escrituras, en el capítulo segundo, versículo trece, se habla del gran río que circunda toda la tierra etíope. Ahora me doy cuenta de que se refiere al Nilo. Por otra parte, un geógrafo pagano muy antiguo menciona también el Nilo Azul y dice que nace en un gran lago de Etiopía, el lago Pseboe. Existe también un geógrafo romano, que vivió tres generaciones después de Cristo, Claudio Tolomeo, que señala la existencia de un lago, al que llama Coloe. En Esquilo, finalmente, se menciona el «lago de tonos cobrizos que es la joya de Etiopía».
—¿Vamos a esa tierra que llaman Etiopía?
—Eso parece —corroboró Vergino—. Vamos a un país que visitaron los antiguos griegos. Luego el mundo se olvidó de él y él se olvidó del mundo.
A la luz de la luna, Beaufort percibió el paso de lo que le pareció una nave desarbolada y náufraga, un árbol de largas hojas que el Nilo arrastraba pesadamente entre un cortejo flotante de cañas y ovas. La primera señal de aquella incógnita tierra etíope, a la que marcharían en cuanto amaneciera, le pareció cargada de malos presagios.
El pueblo entero bajó al embarcadero a despedirlos entre cantos y júbilo. Los aguardaba una falúa capaz, aparejada con amplia vela, y dos tripulantes experimentados. A bordo, en odres y orzas, llevaban tasajo de pez ahumado, frutos secos y frescos y provisión de tortas de harina.
Media docena de viudas lloraron desconsoladamente la marcha de Huevazos y algunas casadas también, aunque más discretamente.
Se acomodaron a bordo, los riancheros impulsaron la barca con sus largas pértigas y la vela desplegada acogió la suave brisa ascendente. En el muelle, las aldeanas prorrumpieron en un alarido de despedida y el alcalde y su hijo, ya completamente restablecido, les dijeron adiós con la mano.
Dos días después, una embarcación de la policía fluvial llegó a la aldea. El sargento que iba al mando fue a ver al alcalde.
—Estamos buscando a un grupo de cuatro francos que han secuestrado a una muchacha —informó—. ¿Tienes noticia de ellos?
—¿Cuatro perros cristianos? —se extrañó el acalde—. ¿Una muchacha secuestrada?
—Sí. Iba a casarse con el general Zobar Teca y la secuestraron. El alcalde reflexionó.
—Es terrible arrancar a una novia de los brazos de su marido sin darle tiempo a saborear el plato más dulce que nos reserva la vida. Permíteme que interrogue a mi mayordomo.
El alcalde fue a exponerle el caso al mayordomo y regresó con él al cabo del rato.
—Parece que mi mayordomo puede darte noticia de esos forajidos.
—¿Buscas a cuatro hombres, tres hechos y derechos y un muchacho robusto, aunque algo alelado? —Ésos son —corroboró el sargento.
—¿Y una muchacha alta y suculenta que los acompaña con grandes muestras de pesar?
El sargento titubeó al oír lo de grandes muestras de pesar, pero tampoco podía negarlo.
—Sí. Ésos deben de ser. ¿Dónde están? —Sólo Alá sabe dónde se encuentran —replicó el mayordomo—. Yo lo que te puedo decir es dónde estaban hace cuatro días.
—¿Cuatro días? —se extrañó el sargento—. Creía que no nos llevaban tanta ventaja.
—El miedo pone alas en los pies —sentenció el mayordomo.
—Son ágiles y caminan rápido —corroboró el alcalde.
—¿Y dónde estaban?
—¿Conoces el Buhen? —inquirió el mayordomo.
—No conozco tal lugar.
—Bien, bajando el Nilo, a una jornada de distancia, encuentras el embarcadero de Buhen. De allí parten tres caminos: uno que baja el Nilo; otro que lo remonta, y un tercero que cruza los sembrados y los palmerales y se interna en el desierto atravesando primero el manglar, luego el pedregal y luego el arenal. A tres días de distancia encontrarás las fuentes de Bersa y un oasis con huertas, tamarindos y palmeras.
—¿Tan lejos han llegado?
—Allí fue donde los vi —indicó el mayordomo—. Estaban comprando camellos.
—¿Comprando camellos? —se extrañó el sargento—. ¿Para que demonios estaban comprando camellos? ¿Es que pensaban meterse por el desierto?
—¡Que Alá conserve esa inteligencia nada común que te ha dado! —dijo el mayordomo—. Tu deducción es enteramente lógica. Auguro que harás carrera y algún día te veremos de general.
El sargento sonrió por el halago y se volvió hacia sus hombres.
—¿A qué esperáis, hatajo de haraganes? ¡Regresad a la falúa, que tenemos que desandar el camino! Los rumíes fugitivos están en el desierto. ¡Esta vez no se nos escaparán!
Iba a retirarse cuando se volvió para preguntar al alcalde y a su mayordomo.
—Por cierto, ¿habéis visto alguna patrulla del ejército?
Los dos hombres se miraron y negaron al unísono.
—Es que salieron con la misma misión, explorando las dos riberas del gran río —explicó el sargento—. Y no se ha vuelto a saber de ellos.
—El río es grande —comentó el alcalde con un gesto fatalista, como si dijera: «Todo está en manos de Alá, el prudente, el misericordioso.»
El sargento se dirigió a sus hombres:
—¡Todos al barco! Conseguiremos caballos en el cuartel de Zabin y alcanzaremos a los fugitivos en el desierto.
Caía lenta la noche y las copas de los sicómoros y el cañaveral se recortaban sobre el fondo púrpura del crepúsculo. En torno a la hoguera, los porteadores cantaban una salmodia triste. Huevazos había encendido otra hoguera más lejos del Nilo dormido, junto a las ruinas del oratorio.
Vergino terminó sus oraciones, regresó junto a sus compañeros y tomó asiento. Se hizo un silencio prolongado.
—Dice el guía que mañana llegaremos al río Atbara.
—¡Otro río! —suspiró Huevazos—. ¡No teníamos bastante con éste!
Lucas le dirigió una mirada desaprobadora.
—Para llegar al lago Tana tenemos dos caminos —expuso Vergino—: continuar el Nilo o seguir el Atbara y hacer un pequeño tramo terrestre, una semana o así. El Atbara es más corto. Ahorraremos por lo menos quince días.
—En ese caso será mejor el camino más corto —dijo Beaufort—. Debemos reservar fuerzas para el regreso y, por otra parte, al regreso traeremos… más impedimenta.
A medida que se acercaban al objetivo le costaba más no pronunciar la palabra Arca. También el carácter de Beaufort se iba ensombreciendo. Hablaba menos y frecuentemente buscaba la soledad. El misterio pesaba sobre él como un fardo.
Al día siguiente, a media mañana, alcanzaron el punto donde el Atbara descargaba sus aguas claras sobre el limoso Nilo. En la horquilla de las dos corrientes había una aldea de pescadores que hablaban un extraño dialecto. Los riancheros anduvieron discutiendo con ellos y al final consiguieron convencer a un patrón para que transportara a los falsos peregrinos río arriba.
Aquella misma tarde, los riancheros transbordaron las vituallas a la falúa del patrón, cargaron la suya con unos fardos de pescado seco y se despidieron después de solicitar la bendición de Vergino, el hombre santo.
Los falsos peregrinos tardaron dieciocho días en remontar el Atbara. Pernoctaban en aldeas de pescadores y madrugaban para aprovechar las brisas de poniente. A la caída de la tarde, el patrón arrimaba la falúa a la playa fluvial para que Huevazos cazara alguna de las extrañas aves que poblaban la arboleda. Tras la cena remontaban nuevamente el río hasta la aldea más próxima. Aunque habían penetrado en territorio etíope, las míticas tierras de un emperador cristiano llamado el Preste Juan, nunca vieron soldados ni policías.
Cuando llegaron al punto donde el Atbara se encajaba entre dos montañas y era demasiado tumultuoso para navegado, el patrón se despidió después de ajustarles un guía indígena y media docena de porteadores que los acompañarían por tierra hasta el lago Tana. Fue un viaje agradable, por sendas umbrías, entre espesos bosques de Jacarandas. Aixa y Lucas recogían frambuesas y frutas silvestres con las que ella preparaba estupendos pasteles que cocía en el rescoldo de la hoguera.
Lotario de Voss penetró en la aldea con el caballo de reata y se dirigió directamente a la plaza. Vestía ropas civiles y se hacía pasar por comerciante, pero viajaba de noche para esquivar las patrullas del califa. Había perdido la pista de los falsos peregrinos, pero su instinto le decía que estaba a punto de recuperarla.
El alcalde estaba atendiendo a unos hortelanos en el porche de su casa. Vio llegar al forastero y envió a un criado a interesarse por él.
—Soy de Granada, la última tierra musulmana de Occidente —explicó Lotario—. Estoy buscando a un grupo de compatriotas míos, dos hombres talludos y dos mancebos que viajan en compañía de un criado. Uno de ellos es mi hermano.
El alcalde, al oír lo del parentesco, bajó los tres peldaños del porche y abrazó al forastero con grandes muestras de contento.
—Da gracias a Alá que te ha enviado a nuestro pueblo porque tus parientes pasaron por aquí hace una semana y el mayor de ellos le salvó la vida a mi hijo. Os debemos gratitud para el resto de nuestros días.