Read Los falsos peregrinos Online
Authors: Nicholas Wilcox
Al día siguiente los visitantes asistieron a misa en la iglesia de la comunidad, donde apenas cabían quince personas, y, después de desayunar gachas de camuña y un cuenco de leche tibia, que pasó de mano en mano para que todos sorbieran, los viajeros se despidieron y prosiguieron el camino. Estaba ascendiendo el sol cuando pasaron por Chiclana de Segura y a la caída de la tarde acamparon en un robledal más allá de Castellar de Santisteban. En los días sucesivos el camino los llevó a Peal, a Quesada y al cenobio de Tíscar, donde se postraron ante la Virgen Negra, al pie de la peña, y Vergino volvió a consultar los libros de la comunidad.
—El rey Fernando está en paz con Granada —advirtió el anciano abad— y la frontera está pacificada, pero debéis andar vigilantes porque abundan los salteadores de caminos. El califa de Granada conquistó Ceuta hace unos meses y parece que todos los guardias del reino se han alistado para África atraídos por la paga.
Al día siguiente, acompañados por un monje joven, recorrieron dos leguas de cerretes y barbechos hasta que encontraron un majano de piedras con un palo en el centro que sostenía unos ramos de olivo seco.
—Aquí termina Castilla y yo me vuelvo —dijo el monje torciendo el ronzal a la borriquilla que montaba—. Aquel cerro grande, el que tiene un castaño en la cima, es ya tierra de moros. Tengan sus reverencias cuidado con los almogávares moros y con los bandidos, que abundan en esta tierra. Vayan con Dios y que Santa María los acompañe.
Remontaron una loma por el camino empedrado y llegaron a un punto desde el cual se descubría un ameno valle coronado de montañas grises y surcado de arboledas. Ruidosas grullas sobrevolaban el bosque. Huevazos había descabalgado, con la ballesta terciada a la espalda, e iba recogiendo castañas, hayucos y bellotas. Al pasar los arroyos andaba atento a los cangrejos encelados y si capturaba alguno, de un manotazo, le arrancaba las patas para inmovilizarlo y lo echaba al zurrón.
Ese día no se encontraron con nadie, pero al siguiente entraron en una comarca de montes pelados que ni hierba criaban, aunque, en acusado contraste, los valles lucían un verde lujurioso, llenos de frutales y de huertas bien cultivadas que daban vida a infinidad de aldeas y alquerías. Por todas partes se veían moros y moras labrando la tierra, guardando ganado, yendo o viniendo con borriquillos y carros.
Pasado Hinojares, durmieron en un pajar con unos trajinantes, un padre y sus tres hijos, que llevaban una carga de higos secos y harina a Málaga.
Al otro día se internaron por la vega de Guadix. El camino discurría por angostos valles cubiertos de huertas y arboledas que contrastaban con los cerros pelados y las barranqueras. Salvo algunas chozas de barro y ramas, para la vigilancia de los sembradíos, no se veían casas. Los hortelanos, incluso los más ricos, excavaban sus viviendas en la piedra blanda de las montañas y pintaban las fachadas de blanco y azul.
Al amanecer del tercer día, cuando apenas habían caminado una legua, al salir de una espesura, se vieron de pronto rodeados por una tropa de musulmanes armados con lanzas y arcos y montados en caballos ligeros. Eran muy morenos y se tocaban con sucios turbantes pardos que sólo dejaban al descubierto los ojos y los pómulos huesudos. Huevazos hizo ademán de desenvainar, pero el joven Lucas lo contuvo.
—¿Dónde pensáis que estáis, perros? —quiso saber el jefe, un tipo torvo con un ojo huero y las cejas corridas e hirsutas como un cepillo—. ¿Habéis equivocado el camino?
El moro había hablado en castellano, pero Vergino le respondió en su pedregoso árabe oriental.
—Somos amigos del visir Ibn Habbus al-Fayarsi. Aquí tienes el salvoconducto. —Y le tendió una bolsa de tafilete que había llevado pendiente del arzón desde que entraron en territorio musulmán.
—Confiemos ahora —le dijo a Beaufort en francés— en que el canciller que otorgó el salvoconducto no haya caído en desgracia y que todo esté en orden.
Beaufort asintió con expresión ausente, como si el asunto no le afectara.
El moro del ojo huero abrió la bolsa, extrajo el pergamino y examinó los sellos y el documento. No sabía leer, pero reconocía ciertas palabras. Se saltó las primeras líneas, que contenían formularias invocaciones al profeta y alabanzas del califa felizmente reinante, y buscó más abajo el nombre del canciller. Comprobada la legitimidad del documento, el tuerto aulló una orden y los guardias apartaron las lanzas.
—¿Hacia dónde os dirigís?
—A Almería.
—El visir está cazando en Baza, a dos días de camino.
—Le presentaremos nuestros respetos.
—Sólo tenéis que seguir ese camino. Encontraréis tres castillos en los que, si mostráis el salvoconducto real, os alojarán y os darán pienso para las bestias.
Sin otro percance, atravesaron por la sierra de Baza, de vegetación animada y poderosa, con cerros y colinas impracticables. Los pedregales, a veces surcados por hondos barrancos donde no crecía ni el esparto, contrastaban vivamente con algunas vegas dilatadas donde manantiales y arroyos daban vida a feraces huertas. Se oía el tableteo monótono de las norias.
El ciervo, un prodigioso ejemplar de catorce puntas, se detuvo en el claro del bosque, alzó la cabeza y venteó, los músculos de la grupa tensos bajo la piel, presto para huir a la menor señal de peligro. Pasaron unos instantes que se les hicieron eternos a los monteros, inmóviles en sus puestos como figuras de bronce, conteniendo el aliento. El bosque, de ordinario animado por los múltiples sonidos de la vida, se había quedado en silencio. Quizá era ese silencio lo que había alertado al ciervo a pocos pasos del abrevadero. Olisqueó nerviosamente el aire sin percibir el olor de los hombres que se habían apostado a sotavento. Al poco tiempo se reanudó el monótono concierto de las chicharras y los gorjeos en la arboleda. El ciervo, más tranquilo, agachó la cabeza y prosiguió su camino hacia la fuente. Al pasar por el segundo claro del bosque resonó el chasquido de la ballesta y un virote se clavó profundamente en los ijares del animal. Herido de muerte, dio un brinco y corcoveó antes de venirse al suelo resollando. Salieron de la espesura una docena de hombres con zaragüelles y chalecos de caza, armados con chuzos y cuchillos, y rodearon al espléndido animal que desde el suelo los miraba con ojos húmedos y desencajados.
—¡Dejádmelo a mí! —ordenó perentoriamente un gordo que llegaba rezagado y jadeante. Los otros se apartaron respetuosamente. Iba tocado con un turbante de seda verde adornado con un broche en el que centelleaba un carbunclo de gran tamaño.
El gordo rodeó al ciervo buscando la posición más ventajosa, desenvainó un enorme cuchillo de caza y se lo hundió en la garganta. Brotó un chorro de sangre espesa y humeante y el ciervo corneó ligeramente el suelo levantando una palada de hojas antes de entornar los ojos y quedar inmóvil.
Los monteros intercambiaron comentarios elogiosos sobre la puntería del visir Ibn Habbus. Él levantó las manos gordezuelas agradecido y sonrió satisfecho.
Regresaban al puesto cuando se acercó un secretario que le dijo:
—Sidi, han llegado unos cristianos francos que traen vuestro salvoconducto.
Ibn Habbus al-Fayarsi hizo memoria.
—¿Francos dices?
El secretario asintió.
—Ya sé quiénes son —recordó el visir—. Vienen de París, por tierra. —Suspiró contrariado—. Bueno. Me parece que ya basta de caza por hoy. Regresamos.
El montero mayor hizo sonar por tres veces el cuerno de caza para avisar el final de la jornada. Los cazadores abandonaron los puestos y los criados, que esperaban con las muías en el lindero del coto, entraron en el bosque para retirar las piezas cazadas.
Los templarios aguardaban en una alquería cercana, donde la pequeña corte del visir había levantado sus tiendas. Cuando vieron llegar a la tropa de cazadores les salieron al encuentro. Juan Vergino hizo la zalema, el saludo morisco, llevándose la mano sucesivamente al pecho, a la boca y a la frente, y dijo:
—La paz de Dios sea contigo, visir. —Y le entregó a un secretario el salvoconducto con los sellos de Granada.
El secretario comprobó que el documento estaba en orden y se lo presentó a Ibn Habbus, pero éste lo rechazó con un gesto aburrido.
—¿Cómo se encuentra el buen rey Felipe?
No había asomo de burla en la pregunta. Vergino comprendió que era un mero formulismo, o quizá, desde Granada, los asuntos de Francia se percibían de otra manera y nada hacía sospechar que el rey Felipe no fuese amado por algunos de sus súbditos.
—El rey está bien, y el maestre del Temple, Jacques de Molay, os envía sus respetuosos saludos.
Ibn Habbus levantó la mano para significar que se sentía honrado.
—¿Os han atendido bien? —preguntó con lo que parecía sincero interés—. ¿Han atendido a vuestros caballos? ¿Os han asignado una tienda?
—Sí, sidi.
—En ese caso podéis retiraros a descansar. A la caída de la tarde seguiremos hablando.
La tienda de Ibn Habbus era espaciosa y alta, con el suelo alfombrado con magníficos tapices sobre los que había enormes almohadones de cuero repujado que servían de asiento. Un pebetero de bronce perfumaba el ambiente. En una bandeja de oro había bebidas, frutas escarchadas y frutos secos.
El visir ofreció asiento a sus invitados y después de los saludos de rigor se aclaró la garganta, despidió a los criados y fue directamente al grano.
—En otro tiempo, el maestre del Temple, el anterior, el que murió, no el que tenéis ahora, me ayudó a resolver algunos dilemas. —Se echó a la boca un dátil relleno de nueces y almendras molidas y lo masticó cuidadosamente. Después de tragárselo emitió un suave eructo, se pasó la mano educadamente por los gordezuelos y bermejos labios y prosiguió—: Yo le estoy muy agradecido al Temple, por eso he preparado un documento para mi buen amigo el visir de Egipto, para que cuando se lo presentéis os ayude en todo lo que esté en su mano. Hasta llegar allá me temo que tendréis que arreglaros solos, puesto que, en las presentes circunstancias, Granada no tiene grandes amistades en el Magreb. No obstante, nadie ataca a los peregrinos que van a La Meca si no se salen del camino protegido por Alá.
El documento que el secretario les entregó estaba ya cerrado y sellado. Vergino mostró su agradecimiento. El visir indicó a su secretario que los acompañara hasta la puerta.
Se disponían a retirarse y ya reculaban hacia la entrada, andando de espaldas, como exigía el protocolo y la buena crianza, cuando el visir, que iba a comerse una ciruela pasa, se quedó con la mano en el aire como recordando algo.
—Por cierto —dijo con una sonrisa bonachona—. No es que tenga mucha importancia, pero deberíais saber que un hombre rubio vestido de negro, un guerrero franco por las trazas, anda preguntando por vosotros en el camino real de Castilla.
—¿Nos sigue?
—Parece que sí. Y detrás de él iban otros cuatro que también se interesan por vosotros.
Beaufort y Vergino se miraron.
—¿Sidi, queréis decir que esos hombres nos siguen?
El visir cogió otra ciruela pasa y la masticó golosamente.
—No, ya no os siguen. Los cuatro hombres aparecieron muertos en las afueras de Almuradiel. Quizá el hombre vestido de luto os protege como el ángel del libro protegía a los judíos de Moisés. ¿Puede ser?
Así que las precauciones para que la operación fuera secreta no habían servido de nada: Nogaret había encontrado la pista.
—Ignoro quién puede ser ese hombre, sidi —respondió Vergino—, pero desde luego no es de los nuestros.
El visir les dirigió una sonrisa bondadosa.
—Cuidaos mucho —deseó, señalándolos con otra ciruela preñada—, y cuando regreséis junto al maestre De Molay transmitidle mis fraternales saludos.
En los días siguientes transitaron por el camino de Baza a Gérgal, unas veces por pedregales llenos de lagartos y otras por umbrías arboledas donde Huevazos recogía oronjas, matacandiles y otras setas exquisitas que luego asaba con su chorrito de aceite.
La víspera de la llegada a Almería pernoctaron en el pajar de una alquería en la vecindad de un manantial, que formaba una laguneja frecuentada por fochas y gallinetas.
—En seco o en mojado, por san Lucas ten sembrado —recitó Roque.
Lucas pensó que se aproximaba el día de su santo y que por primera vez en su vida estaría lejos de casa. No sabía cuántos san Lucas duraría su ausencia. Este pensamiento lo puso melancólico. Buscando la soledad, salió a pasear por el campo y se topó con Pedro Vergino, que rezaba sus oraciones. Lucas se había aficionado a la compañía del anciano templario y algunos días lo acompañaba en su paseo mientras Huevazos preparaba la cena. Estaban en medio de un desierto pedregoso, pero el frescor del mar despertaba los sentidos. Le confesó al anciano sus inquietudes. Se sentía atraído por la vida de la milicia religiosa a la que se habían consagrado su tío el abad y los templarios, pero, por otra parte, deseaba estar libre para conocer mundo y le gustaban las muchachas, e incluso a veces tenía sueños lúbricos, reconoció.
—Me gustaría guiarte, hijo mío —le respondió Vergino—, pero mucho me temo que tendrás que descubrir solo el camino que te lleve a lo que verdaderamente quieres. Eres joven y debes vivir tu propia vida. Antes, en tiempos de mis abuelos, los valores eran nítidos y firmes. Ahora vivimos una época insidiosa, en la que todo se razona, en la que ni los príncipes de la Iglesia creen en Dios. La corrupción y el interés han sustituido a la justicia, el descreimiento a la fe. Cada cual vive sólo para su pequeña ambición. La angustia y la soledad nos ahogan en un mundo entregado a las tinieblas, a las ganancias y a los trapicheos mercantiles. Hemos convertido el alma en un objeto de comercio y la burla y la duda han reemplazado a la certeza. Antes existía una comunidad sagrada, una creencia; ahora sólo quedan un puñado de incertidumbres y la angustia del hombre a solas consigo mismo.
A dos días de camino de la alquería donde acampaban los falsos peregrinos, Lotario de Voss dio cuenta de una pierna de cordero lechal regada con media botella de vino del terreno, ligeramente repuntadillo, y salió a estirar las piernas antes de acostarse. Se hospedaba en una fonda de mercaderes en Alcontar y fingía ser genovés, tratante de seda y tintes en el reino de Granada. Paseó hasta un mirador alto desde el que se divisaba un dilatado paisaje de lomas y cerros, con la cordillera coronada de nieve al fondo. Acariciada por los últimos rayos de sol, la nieve relucía como una gema en el corazón de la noche.