Read Los falsos peregrinos Online
Authors: Nicholas Wilcox
—¿Quién coño eres? —replicó una voz.
—Lotario de Voss.
—¡Joder, Lotario, haberlo dicho antes! —exclamó el sicario corpulento—. No había necesidad de que me mataras a dos hombres.
La Hiena Ensangrentada rascó un asperón y encendió un candil de bronce, con el que pudo ver a su antiguo capitán.
—Es amigo —explicó volviéndose hacia los que lo seguían—. Comprobad si esos dos inútiles tienen compostura y después volved al trabajo.
La Hiena Ensangrentada hizo ademán de abrazar a su antiguo capitán, pero Lotario extendió una mano y lo evitó. La Hiena Ensangrentada recordó que no era amigo de grandes efusiones.
—¡Coño, Lotario, me habían dicho que te hundieron la galera y que andabas en las prisiones del rey de Francia!
—Te habían informado mal. Ya me ves. Tengo una tarea para ti, aunque veo que trabajo no te falta. Me refiero a los fardos que estás matuteando.
—¡Je, je! —rió la Hiena—. Te has dado cuenta, ¿eh?
—Hasta un asno se daría cuenta —replicó Lotario—. Lo que me extraña es que los turcos sean tan ciegos.
—Es que tengo sobornados a la mitad de los guardas y a los porteadores, y además voy a medias con el inspector del puerto —explicó la Hiena, sonriendo maliciosamente—. Los beneficios no son muchos repartidos entre tanta gente, pero algo queda, y el riesgo es mínimo.
Lotario pensó que aquella raza de mangantes nunca progresaría, pero se abstuvo de comunicar sus conclusiones, sólo repitió:
—Tengo un trabajo para ti.
—Me encantará volver a los viejos tiempos.
—¿Conoces la fonda de La Liendre Blanca, en la calle de los Alfareros?
—La conozco. Hacen un cordero en miel de rechupete.
—Te espero allí mañana por la mañana.
—Allí estaré, capitán.
Los esbirros habían despejado el camino. Lotario de Voss se despidió de su antiguo compinche, pasó por encima de los cadáveres sin dignarse mirarlos y atravesó la explanada del puerto sin volver la vista atrás.
La fonda de La Liendre Blanca estaba entre el zoco de los perfumistas y el de los sederos, en el barrio alto de Túnez. Su azotea con vistas al mar, provista de almohadones, alfombras y mesitas taraceadas y cubierta de emparrado, era un lugar agradable donde los mercaderes del zoco vecino subían a tomar el fresco, beber zumo de granada y charlar al final de la jornada. De una fuente de mármol púnico que representaba una cabeza de león, ya carcomida por el tiempo, manaba un dedo de agua sobre la concha central.
La Hiena Ensangrentada, después de escalar veintitrés empinados peldaños, se detuvo a la salida de la azotea para recuperar el resuello mientras buscaba a su antiguo comandante entre los parroquianos. Lotario de Voss esperaba al otro lado, sentado de espaldas al mar. Se abstuvo de hacerle seña alguna y lo contempló calculadoramente. El tunecino había engordado mucho en los cuatro años que llevaba alejado del mar, pero seguramente serviría para su propósito. Cuando descubrió a su antiguo comandante, la Hiena Ensangrentada esbozó una amplia sonrisa y fue a su encuentro sorteando los grupos de tertulianos.
—Lotario de Voss, mi buen amigo —lo saludó urbanamente, besándolo en una y otra mejilla a la usanza árabe.
Lotario vestía una elegante chilaba de seda negra con adornos dorados en la abotonadura. No llevaba espada, pero sobre el ancho fajín carmesí que le ceñía la cintura asomaba la empuñadura de una daga.
Después de los parabienes y declaraciones de amistad, que Lotario de Voss devolvió con la misma untuosidad de su interlocutor, el teutón aguardó a que un esclavo les sirviera el zumo de granada y algo para picar y se fue directamente al grano.
—Tengo un trabajo para ti. Un trabajo fácil que te reportará bastantes beneficios.
—Tú dirás —dijo la Hiena echándose un dátil relleno a la boca—. Por un amigo haré cualquier cosa.
—Han llegado a la ciudad cuatro francos disfrazados de peregrinos musulmanes. Me interesa hacerme con una bolsa negra que lleva el mayor de ellos. La lleva siempre colgada del hombro.
—Eso está hecho: les cortamos el pescuezo y la bolsa es nuestra.
—No se trata de eso. Para cortarles el pescuezo ya me basto yo. No quiero que les hagáis daño. Sólo se trata de arrebatarles la bolsa para que yo examine su contenido. Después, el jefe de la policía capturará al ladrón y devolverá la bolsa a sus legítimos dueños.
La Hiena Ensangrentada se quedó pensativo y serio, con la mirada perdida en el mar.
—No veo dónde está la ganancia, la verdad.
—Te recompensaré debidamente; ésa es la ganancia.
El moro se aproximó confidencialmente.
—Pero ¿qué contiene la bolsa?
—Cartas. Papeles. Solamente papeles que quiero leer. Esos falsos peregrinos trabajan para una compañía; yo trabajo para otra y les vengo siguiendo la pista. Necesito saber qué instrucciones tienen.
La Hiena Ensangrentada asintió tristemente. Así que su antiguo jefe trabajaba ahora por cuenta ajena. Lo decepcionó. No obstante, le dijo:
—Veremos cómo lo hacemos.
Era temprano. Los hortelanos aguardaban a que el portero abriera la puerta del Mar y los dejara entrar con sus asnos cargados de coles, berenjenas, alcauciles, cebollas y lechugas. Sonaron cerrojos y trancas descorriéndose y los hortelanos se agruparon junto a la entrada, alborotando porque alguno pretendía colarse. Beaufort se mantuvo a una distancia prudente. Había comprado higos frescos, recién cogidos, y disfrutaba de su desayuno mientras contemplaba la sólida muralla de piedra coronada por esbeltas almenas, una obra digna de las ciudades de Tierra Santa. Lo asaltó la imagen amarga de las torres de San Juan de Acre desmoronándose el día aciago de la derrota, pero rechazó el pensamiento. El día se prometía espléndido, el aire marino despertaba la vida y las cosas estaban saliendo a pedir de boca. Mejor pensar en el prometedor futuro que en el aciago pasado. Ahora, los falsos peregrinos necesitaban ropas nuevas para la travesía del desierto, velos con los que envolver la cabeza y el rostro, telas sutiles que filtraban la arena y protegían los ojos, los oídos y la boca. El posadero les había recomendado el comercio de un primo suyo, en el zoco de los pañeros, frente a la mezquita mayor.
Roger de Beaufort pasó bajo el arco de piedra de la puerta del Mar y subió por la calle del Aceituno. No era muy ancha, pero la estrechaban aún más las mercancías que los tenderos exponían a la puerta de sus establecimientos: estuches de marquetería, muebles de madera tallada, utensilios de cocina, braseros, anafes, túnicas, alfombras, armas, colgantes, abalorios, objetos de marfil, damajuanas, cadenas, esportones de esparto…
La vía principal atravesaba el mercado de esclavos donde un grupo de desocupados asistía al regateo entre un mercader y su cliente. El objeto de la transacción era una robusta veinteañera que miraba descaradamente a los espectadores bien parecidos con la esperanza de que alguno pujara por ella.
—En fin, Alí —decía el delgado mercader, de huesudos pómulos y barba rala—, por la antigua amistad que ha unido a nuestras familias te la voy a dejar en cien dinares.
—¡Cien dinares! —se indignó Alí, un cincuentón rechoncho y mal parecido, la cara salpicada de mareas de viruela.
—¡Y pierdo dinero! —afirmó solemnemente el vendedor.
—¡Cien dinares! —El rechoncho reía de buena gana con temblor de panza—. ¿Has dicho cien dinares? —Se enjugó una lágrima—. Veo que, aunque protestas que el negocio va mal, conservas tu excelente humor —Se puso serio y espetó—: ¡Cien dinares no los vale ni todo el lote de esclavos! Lo dejamos en cincuenta dinares, y el trato está hecho, que hoy me he levantado manirroto y con ganas de dilapidar mi patrimonio.
—¡Cincuenta dinares por esta maravilla! —protestó el vendedor—. ¿Crees que soy gilipollas? ¿Te he ofendido en algo para que me insultes? Esta muchacha es prácticamente virgen.
—¿Virgen dices? —Alí enarcó una ceja y señaló a la esclava con el pulgar de la mano vuelta—. Esta pécora ha visto más vergas que los urinarios de la mezquita vieja. ¡Cincuenta dinares y ya es bastante!
—¡No bajaré de los noventa y siete dinares, Alí Ibn Regomo! —advirtió el mercader—. Ése es mi último precio.
—Sabes perfectamente que por ese dinero se encuentran mejores muchachas en el mercado de Rusala —le gritó Ali, enfadado—. Y con las tetas bien puestas, que ésta las tiene colgonas —añadió.
—¡Colgonas! —se indignó el comerciante—. ¡Dice colgonas! —añadió, sopesando con ambas manos las tetas de la esclava—. Todo el mundo puede apreciar que estas tetas no están colgonas. Estas tetas son nuevas, casi intactas, turgentes, apetecibles.
—¿Cómo te atreves a llamar a esos colgajos tetas turgentes en presencia de los creyentes aquí presentes, a cual más entendido? —replicó malhumorado Ali—. Todo el que tiene ojos en la cara puede ver que esas tetas están más babeadas que la sagrada Kaaba.
Al momento el corrillo de los curiosos se escindió en dos bandos: los que alababan las tetas y los que, en efecto, las encontraban algo caídas.
—¡Que no entendéis! —zahería Ali a los segundos.
—¡Estáis tan enviciados en la sodomía que ya no sabéis cómo es una mujer! —les replicaba el mercader a los que apoyaban al comprador.
—¡Cincuenta y cinco dinares, ni uno más! —ofreció Alí zanjando la discusión.
—¡Cincuenta y cinco dinares, dice! —tronó el negrero—. ¿Y no te sería más franco desvalijarme poniéndome un cuchillo en el gaznate? ¡No te la llevarás por menos de noventa y cinco dinares! Setenta y nueve, último precio.
—¡Cincuenta y nueve! Ni un óbolo más.
—Me robas.
—Tú me robas a mí. Cincuenta y nueve.
—Setenta y nueve y no se hable más.
—Ni hablar. Te subo a sesenta y nueve por no enturbiar la memoria de la amistad que mi padre le profesó al tuyo.
—¡Setenta y cinco! Ni para ti ni para mí.
—¡Setenta y cuatro!
—¡Hecho! La esclava es tuya. Llévatela antes de que me arrepienta, porque pierdo dinero.
El comprador extrajo de los fondos de la chilaba una faltriquera roída y comenzó a contar las monedas. Beaufort se apartó del corro de mirones y continuó su camino sin advertir que lo seguía un mendigo andrajoso que había estado observándolo. Pasó bajo unas bóvedas de ladrillo, sostenidas sobre antiguas columnas romanas, de cuyos techos agujereados descendían oblicuamente los rayos de sol, y desembocó en el espacio despejado que rodeaba la gran mezquita. Un alminar de piedra proyectaba su sombra sobre el empedrado de la calle. El brillo de los azulejos que remataban la torre cegó momentáneamente al templario. El zoco de las telas estaba allí al lado.
No le resultó difícil dar con el comercio. «Tiene un balcón de madera con celosía que ocupa toda la fachada», había señalado el posadero.
El mendigo que seguía a Beaufort se sentó en el suelo al otro lado de la calle, dispuesto a esperar.
El mercader era una copia del primo, bajo y rechoncho, colorado de cara, diferente sólo en la coquetería, ya que llevaba maquillados con polvo de carbón los ojillos porcinos y escrutadores.
—¿Equipo para el desierto? —dijo—. Ésa es la especialidad de este humilde mercader. Le vendo muchos a los peregrinos de La Meca. —Al pronunciar el nombre de la ciudad santa tocó un cuadro bellamente caligrafiado con la primera sura del Corán, que presidía la tienda, y se besó devotamente la punta de los dedos—. Porque, aunque sigáis el camino de la costa, cuando sopla de recio el viento del interior la arena molesta como si se estuviera atravesando la ruta de la sed y del espanto.
La ruta de la sed y del espanto. Así llamaban a la travesía del desierto hasta el país de los negros.
—Yo no he hecho el camino de La Meca —prosiguió el mercader—, pero si lo permite Alá, el prudente y el misericordioso, me retiraré del comercio dentro de unos años y cumpliré con la peregrinación antes de morir.
Beaufort adquirió los mantos y los velos, pagó y se despidió, no sin antes rechazar una serie de complementos inútiles que el mercader pretendía endosarle como imprescindibles.
Al regresar por el zoco de los orfebres y los sastres, donde los judíos se ganaban la vida, escuchó una voz a su espalda:
—¡Beaufort!, ¡Roger de Beaufort!
Se volvió sorprendido. El que lo llamaba era un mendigo que vestía una manta militar sucia, a la que le había practicado una conveniente abertura para la cabeza, mal cosida por los lados y ceñida a la cintura con un cordón. Una barba indócil y entrecana le crecía hasta los ojos, subrayando una mirada febril.
—¡Roger de Beaufort! —repitió el mendigo acercándose al templario y tomándole una mano—. ¿No me reconoces, hermano?
Beaufort miró a un lado y a otro, temeroso de verse descubierto si alguien había oído su nombre cristiano, pero los tenderos estaban demasiado ocupados en disponer sus géneros en las puertas de los tenduchos y nadie se fijó en el hombre que hablaba con el mendigo. Beaufort tomó del brazo al desconocido y lo arrastró hasta un rincón. Allí escrutó su rostro vagamente familiar.
—¿Nos hemos visto antes?
—Soy el hermano Pierre de Perrault.
Lo recordó. Uno de los freires que asentaban las cuentas de las encomiendas en las oficinas del Temple.
—¿Tú, aquí? ¿Qué haces?
—¿No te has enterado?
—¿De qué me tengo que enterar?
—¡El Temple no existe ya! —declaró el otro ahogando un sollozo—. ¡El papa lo ha suprimido. Felipe ha apresado al maestre y todos los templarios de Francia están en las prisiones del rey!
Un mazazo en la nuca no le hubiera afectado más.
—¡Qué dices, hermano! ¿Estás loco? ¿Qué haces aquí?
—Tengo hambre. Por caridad, ¿no podrías darme algo de comer antes de que te lo cuente todo? Estoy desfallecido. Llevo muchos días viviendo de limosnas.
Beaufort miró alrededor.
—¿Dónde podemos comer algo?
—Aquí cerca hay un puesto de sopa.
En la plaza de los triperos, Beaufort le compró un cuenco de sopa y un bollo. Se retiraron a las gradas de la mezquita cercana y se sentaron sobre la piedra fría. Alain de Perrault mojaba el bollo y mordía con avidez. Cuando terminó, Beaufort alargó una mano y le oprimió cordialmente el brazo.
—Será mejor que me acompañes y le cuentes todo eso al hermano Vergino.
Bajaron, sorteando a los compradores y vendedores, y después de abandonar la ciudad por la puerta del Mar se dirigieron a la posada. Encontraron a Vergino a la sombra del emparrado, ajeno por completo al mundo, escribiendo sobre un pliego de papel con su letra minuciosa y ordenada.