Los falsos peregrinos (22 page)

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Authors: Nicholas Wilcox

BOOK: Los falsos peregrinos
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—Pero san Pedro fue el primer papa —objetó—. ¿Cómo puede ser al propio tiempo un santo venerado por los templarios?

—Este san Pedro de la Iglesia es tan falso como Cristo. El san Pedro de los templarios es el verdadero e histórico. Para diferenciarlo del pontificio lo llamamos san Pedro ad Vincula, es decir, encadenado. Pedro se llamaba en realidad Simón Cefas. En arameo, la lengua que hablaban Jesús y los apóstoles, «cefas», o sea,
kêpha
, significa «roca» o «aguja de piedra». En esa lengua, «rama de palmera» se dice
kipahá
. En el Evangelio de san Mateo 6, 8 hay que leer: «Tu eres
kephâ
, roca, y yo haré de ti
kipahá
, rama de palmera», la rama del tronco de Jesse y el símbolo de la victoria. Ese sentido se perdió cuando la Iglesia se hizo paulista y las Escrituras se tradujeron al griego.

—Todo esto me aturde —confesó Beaufort—. De pronto me dices que las creencias por las que he luchado durante toda mi vida eran falsas. En mi juventud maté a muchos hombres porque eran enemigos de la religión y al hacerlo creí obrar como buen hijo de la Iglesia. Y ahora descubro que todo lo que ha dado sentido a mi vida hasta hoy era erróneo.

—Has pertenecido a la Orden de Sión sin conocerla. Ya sé que la verdad es demasiado dolorosa para afrontarla de golpe, pero creo que debes saber estas cosas antes de seguir adelante. Ahora no es sólo la suerte de la orden lo que está en nuestras manos, sino una responsabilidad mucho mayor: la de hacer que triunfe la justicia y la reconciliación por encima de las monarquías, del islam y hasta de la Iglesia.

—¿De veras crees que eso es posible?

—Una antigua profecía asegura que cuando se restaure la estirpe de Jesús acabarán los tiempos de iniquidad, y la Humanidad retornará a la armonía y al amor universales.

—¿Cómo se podrá restaurar, si Jesús murió en la cruz y no dejó descendencia?

—Ésa es otra de las mentiras de san Pablo, que suprimió de las Escrituras todas las referencias a los descendientes de Cristo. Cristo, como todo judío devoto, estaba casado. Su mujer era una princesa de sangre real, María de Magdala, a la que los paulinos redujeron al papel de antigua prostituta redimida que seguía a los apóstoles. Habrás notado que existen muchas iglesias templarias bajo la advocación de María Magdalena.

—Sí.

—Es por ese motivo. Ella concibió hijos de Cristo.

—Pero la profecía asegura que Jesús mismo reinará algún día en la tierra —objetó Beaufort—. No dice que vayan a reinar sus hijos, sino Cristo mismo, porque resucitará. Al menos en eso no nos han engañado.

—No todo el mundo admite que sea posible resucitar a un muerto —observó Vergino—, pero, en cualquier caso, llevas razón, eso es lo que la profecía asegura. Quizá algún día alcancemos la sabiduría y el poder para rescatar a un hombre de la muerte. También es posible que la profecía se refiera a la sangre real de los descendientes de Jesús; no sé… En cualquier caso, la orden no encontró el Arca en el subsuelo del Templo. Al final comprendieron que el Arca estaba en otra parte. No obstante consiguieron la palabra Decreta, el
Shem Shemaforash
, el nombre verdadero de Dios, esos sonidos que permanecen adormecidos en algún pliegue de tu cerebro y que, con la misericordia de Dios, confiamos en que acudirán a tu boca cuando estemos ante el Arca.

—¿Y si no obtenemos el Arca?

—Según otra tradición, hay otro objeto sagrado —dijo Vergino— en el que el rey Salomón cifró los secretos del Arca, por si algún día se perdía, para que se pudiera reconstruir según las instrucciones que Dios le dio a Moisés en el Sinaí. Ese objeto, que algunos llaman la Mesa de Salomón, poseía las virtudes del Arca, generaba luz y energía. ¿Recuerdas a mi hermano Pedro, al que viste el Castilla?

—Sí.

—Él está buscando la Mesa de Salomón. La orden ha arrojado todas sus redes y, si Dios lo permite, recuperará la Palabra.

Era ya cerca del mediodía. Regresaron a la casa, donde Huevazos los estaba esperando con una humeante olla. Almorzaron en silencio, con buen apetito, y, después de rebañar el plato, Beaufort felicitó al cocinero:

—Mi enhorabuena, Roque. Estos moluscos estaban estupendos. Creo que desnudos están más sabrosos que cuando se sirven con el caparazón.

—¿Cómo, con caparazón? —inquirió Huevazos, receloso.

—Me refiero a la concha que llevan a cuestas —explicó el templario—. En Francia, los caracoles se sirven con la concha.

—Éstos no eran caracoles —corrigió Huevazos mientras recogía los platos sin disimular la contrariedad que le producía tanta ignorancia—. Eran babosas.

Vergino y Beaufort lo miraron sorprendidos.

—¿Babosas?

—Claro —explicó Huevazos—. Saben igual que los caracoles, si no mejor, y no hay que quitarles la concha.

Los templarios intercambiaron una mirada alarmada. Beaufort, sintiéndose súbitamente indispuesto, se levantó y fue al corral.

Huevazos lo siguió con una mirada perpleja. «¿Qué mosca le ha picado a éste?», pensó mientras se rascaba detrás de la oreja.

—Es que en Francia no nos comemos las babosas —explicó Vergino.

—Ah, ¿es eso? —Huevazos sonrió como si le quitaran un peso de encima—. En Castilla tampoco se las comen, pero ¿a que están ricas? Es una pena no cazarlas, con lo mansas que son —dijo mientras llevaba los platos al lavadero del patio.

31

Abu Fatja apartó la sucia cortina que cubría la entrada del tenderete y escrutó la calle con su único ojo. El otro se lo habían saltado de un bastonazo, diez años atrás, en una riña tabernaria.

—¿Los ves? —preguntó la vendedora de aceite.

—Sí, pero sólo veo a tres.

—¿Qué más da? Más fácil. El viejo es uno de ellos, ¿lo ves?

El tuerto asintió.

—¿Y trae el bolso negro?

—Lo trae.

—Pues ya son tuyos.

Abu Fatja,
el Tuerto
, comprobó que sus hombres estaban donde los había apostado, disimulados entre el bullicio. Dos fingían conversar apoyados en el muro del oratorio vecino, al otro lado de la plazuela. Otro estaba sentado en un fuste de columna bajo el arco de la calle de los Caldereros y otros tres hacían corrillo frente al freidor de dulces, como si dudaran entre adquirir alfajores o cuernos de gacela, el suculento pastel relleno de almendra molida. Todos observaban disimuladamente la covachuela de la vendedora de aceite, por donde asomaba la cabeza del Tuerto.

Abu Fatja se rascó la cabeza, emitió un profundo suspiro, agarró con fuerza una estaca corta y, disimulándola entre los pliegues de su chilaba, se echó a la calle. Al verlo salir, sus hombres se pusieron en movimiento.

Los forasteros eran tres: un muchacho, un tipo retaco y fornido y un anciano. Después de dudar sobre el camino a seguir, escogieron el pasadizo Dar ben Abdallah que atraviesa el zoco de los perfumistas y conduce a la mezquita Yamaa Yedid, un lugar angosto, y relativamente solitario, ideal para una emboscada. Abu Fatja,
el Tuerto
, con dos de los suyos, se metió por una calleja lateral que le permitiría adelantar a los visitantes mientras que los otros sicarios los tomaban por la espalda. Todos eran profesionales e hicieron el trabajo con prontitud y limpieza. Un golpe en la cabeza asestado a traición dejó fuera de combate al criado bajo y fornido, que iba más pendiente de los traseros femeninos que de su seguridad, y cuando el joven y el viejo se inclinaban para prestarle auxilio, dos manos poderosas sujetaron al viejo y lo despojaron de la bolsa negra, mientras el joven se debatía dentro de un saco que acababan de meterle por la cabeza y lanzaba patadas al aire, una de las cuales acertó plenamente en los genitales de un secuestrador.

—¡Desmayadlo de una vez! —ordenó Abu Fatja, viendo el estropicio.

Le dieron con una cachiporra y perdió el conocimiento.

32

—Amigo, amigo Roque, ¿estás bien?

Huevazos volvía en sí lentamente. Sentía náuseas y le parecía que le habían descargado en la cabeza un carro de piedras. Sentado en medio del regatón sucio de la calleja, se palpó con cuidado el chichón, una protuberancia del tamaño de un huevo de paloma.

—¡Los muy cabrones! —acertó a decir.

—¿Cómo estás, amigo? —le decía Vergino. El anciano había mojado un pañuelo en la fuente vecina y le aplicaba una compresa sobre el lobino.

Huevazos miró alrededor, alarmado.

—Lucas, ¿dónde está mi Lucas?

—Lo han secuestrado —reconoció Vergino con pesadumbre—. Le metieron un saco por la cabeza y se lo llevaron.

Huevazos sacudió la cabeza, despabilándose.

—¡Que se han llevado al niño Lucas! —exclamó—. ¡Eso no puede ser! ¿Qué va a hacer sin mí esa criatura, que la he amamantado a mis pechos, como quien dice, y no sabe nada del mundo?

Se puso de pie con más agilidad de la que correspondía a su corpulencia y le tendió una mano a Vergino ayudándolo a incorporarse.

—Así que los bujarrones moros me han secuestrado al niño Lucas. —Se detuvo a meditar un momento. Luego miró a Vergino y preguntó—: ¿Su paternidad sabe volver solo a la posada?

Vergino, todavía conmocionado, asintió débilmente.

—Pues vuelva y ponga a Rogerio al tanto de lo ocurrido porque yo voy a hacer una averiguación.

Iba Vergino a protestar, pero ya Huevazos recogía del suelo su manto pringoso y se encaminaba al callejón por donde habían aparecido el facineroso tuerto y sus compinches.

Huevazos recordaba haber visto aquel rostro junto a la vendedora de aceite un momento antes, cuando pasaron por la plaza. En el pueblo de Huevazos la mirada de un tuerto acarreaba mala suerte, y aquel ojillo frío y legañoso se había clavado en él y le había producido cierta aprensión. Ahora estaba seguro de que la vendedora sabía quién era el tuerto y dónde encontrarlo. Otra cosa era que aceptase colaborar. A pesar de la ira que lo dominaba, se sonrió para sus adentros. Sí, seguramente querría colaborar. Él sabía ser muy persuasivo.

—¿A cómo tienes el aceite, buena mujer?

La aceitera no lo reconoció, o si lo reconoció supo disimular. Señaló uno de los pellejos animados a la tarima.

—Este de aquí es virgen, a tres dinares la medida, y este otro, que es el corriente, a dos dinares. Te advierto que mejor aceite no encontrarás en todo el mercado, que éste me lo traen de Hammamet y el que venden por ahí es de El Keff, ya sabes lo guarros que son allí, se mean en los capachos, se cagan en los trojes y le mezclan toda clase de porquerías.

Huevazos hizo como que dudaba.

—El caso es que mi amo es muy delicado y va a quererlo del mejor.

A la mujer le brillaron los ojos ante la perspectiva de un buen cliente. En realidad, el aceite era el mismo, pero había colado un par de pellejos y los vendía como virgen.

—Si tu amo es de los que entienden, te aconsejo que te lleves el mejor. Dile que lo has comprado a tres diñares y un cuarto y ahí tienes tu sisa, que todos tenemos que vivir.

—¿Me dejas probarlo?

—Naturalmente. Pero nada de empapar una hogaza, que ese truco está muy visto —advirtió—. Metes un dedo, lo chupas y decides.

La mujer desanudó el pellejo que contenía el aceite de superior calidad y abrió la boca del recipiente para que el cliente lo examinara. Huevazos se inclinó a olfatearlo, introdujo un dedo, lo cató con los ojos apreciativamente entrecerrados y chasqueó la lengua.

—No está mal, pero me gustaría probar el otro antes de decidir.

—Deja que cierre este pellejo antes —dijo la vendedora.

—¿Para abrirlo luego otra vez? Estoy casi decidido por éste. No hace falta que lo cierres. Sosténlo, que yo mismo abriré el otro.

Y uniendo la acción a la palabra, antes de que la vendedora pudiera protestar, ya había desanudado los cordones que cerraban la boca del segundo pellejo y se los había ofrecido a la vendedora para que lo sostuviera. La mujer quedó entre los dos recipientes, que eran casi tan altos como ella, con una mano en la boca de cada uno de ellos, sosteniéndolos para que el aceite no se derramara.

Cuando la tuvo así inmovilizada, Huevazos la agarró del cuello y le dijo:

—¡Mala pécora, putón desorejado: ahora me vas a contar dónde se han llevado a mi amo!

—¡Ay, Dios mío, que he caído en manos de un ladrón! —se lamentó ella—. ¡Que alguien se apiade de esta pobre viuda desamparada!

—¡No soy ladrón! —advirtió Huevazos poniéndole un dedo en la boca—. Vosotros sois los ladrones. ¿Dónde está mi amo?

La mujer seguía lamentándose y agitaba los hombros, pero no osaba mover las manos por miedo a derramar el líquido.

Huevazos propinó un puñetazo a un pellejo y una porción de aceite rebosó y se derramó por el suelo.

—¡Ay, por Dios, no hagas eso, que el aceite es lo único que tengo, que soy una pobre viuda que tiene que vivir! —suplicó la vendedora. Tenía la respiración agitada y Huevazos notó que los pechos eran voluminosos y firmes.

—Si no me dices dónde tienen al muchacho vas a perder todo el aceite, te lo garantizo.

La mujer entró en razón. Al fin y al cabo, el Tuerto tenía hombres fajados que defenderían la presa y ella no ganaba nada resistiéndose. Si aquel energúmeno le tiraba por tierra el aceite, en el que había invertido las ganancias de todo el año, nadie se apiadaría de ella.

—Lo llevaron a Mohammedia, a una casa a la entrada del pueblo, detrás del corral de los caballos. Tiene un emparrado grande en la puerta y dos ventanas de madera. No tiene pérdida.

—Bueno, eso es ponerse en razón —admitió Huevazos, y desentendiéndose de la mujer se dispuso a abandonar la tienda. La vendedora de aceite montó en cólera.

—¿Te vas a marchar así, cerdo inmundo? ¿Me vas a dejar así, sin poder valerme? —agitaba las bocas pringosas de los odres.

Huevazos le dedicó una sonrisa beatífica.

—Llevas razón, mujer, no puedo marcharme así. —Se arrimó a ella y le introdujo la mano por debajo del sayo.

Ella se agitó sorprendida. Le había pedido que la ayudara a anudar las bocas de los pellejos y ahora le salía con caricias.

—¡Qué haces, maldito de Alá!

Huevazos sonrió y profundizó en la exploración. Su mano recorrió el abultado e hirsuto pubis, introdujo un par de dedos en la hendidura, que encontró lubricada y apetecible, y pellizcó delicadamente los labios mayores. Se llevó la mano a la nariz y olfateó el denso aroma íntimo de una mujer que seguramente llevaba sin lavarse desde la última menstruación. Ella no pareció apreciar el cumplido.

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