Read Los falsos peregrinos Online
Authors: Nicholas Wilcox
Los falsos peregrinos pasaron por una de las gargantas habitadas por aquellos espectros vivientes. Desde sus agujeros alargaban manos esqueléticas solicitando alimento.
—Se ve que la vida aquí está bastante trasteada —comentó Huevazos mirando con aprensión a los desnutridos eremitas—, No sé si después de todo habrá sido buena idea venir tan lejos. —Guardó silencio un rato y después comentó con lúgubre voz— Hace medio año que no cato el tocino. ¡Eso sí que es una penitencia!
—Dedícasela a tus muchos pecados —recomendó Lucas.
—¿Pecados? —exclamó el escudero—, ¿qué pecados? Si desde que entramos en la tierra de los negros no he gozado mujer, con lo ricas que están, si vamos de iglesia en monasterio y de monasterio en iglesia.
Lucas traducía al árabe las protestas de su criado y Aixa se partía de risa. Con esas tontadas, que Huevazos decía muchas veces adrede, la muchacha entretenía el fatigoso camino.
Visitaron una de las iglesias cuyo techo plano en forma de cruz estaba a la misma altura de la roca circundante. Dentro, el recinto era angosto y los santos y vírgenes pintados con vivos colores en la roca volcánica comenzaban a desmoronarse dejando al descubierto el muro rojo. Los fieles entraban y salían con lamparitas, murmurando oraciones.
Cruzaron eriales pedregosos y míseros cultivos para llegar, al cabo de dos días, a unas vegas arboladas donde se alzaban al cielo varios pilares de piedra. En un principio los tomaron por ruinas de un templo levantado por gigantes pero, más de cerca, resultaron ser monolitos, a la usanza egipcia, decorados con relieves que imitaban ventanas. En el remate piramidal de las extrañas columnas se distinguían textos escritos en extraños caracteres que Vergino identificó como oraciones y jaculatorias.
—Éstas son las columnas del Arca —dijo Vergino sin disimular su emoción—. El pobre Balduino de Saint Mere las describió acertadamente y nunca lo creímos. Esto quiere decir que estamos cerca del santuario.
La proximidad del objetivo los reanimó. Aunque iban agotados del largo camino, apretaron el paso y sólo se detuvieron para beber en una fuente que refrescaba a los peregrinos. Siguieron avanzando toda la tarde, confundidos entre los alegres grupos de romeros que acudían al
timkat,
y cuando declinaba el día apareció ante ellos, al doblar un recodo del camino, Aksum. Era más bien decepcionante. Desde luego no parecía la capital de un reino, ni mucho menos la sede del Arca: unas docenas de casas humildes separadas por corralizas que trepaban por la ladera de la colina. El viento traía aromas de vaca y estiércol. Casi todas las viviendas eran de arcilla y tapial, con lecho de paja seca que se confundía con el color ocre de la tierra, pero en la parte más alta del pueblo, sobre la meseta de la colina, se alzaba una iglesia circular de muros blancos y enjalbegados y techo cónico de lajas de piedra.
—Ésa debe de ser Santa María de Sión, el santuario del Arca —dijo Vergino con un quiebro de emoción en la voz.
Así que, después de varios meses de calamidades y trabajos, habían alcanzado por fin su objetivo. Aunque, pensó Beaufort, aún quedaba lo peor. Sospechaba que el camino de regreso no iba a ser más fácil que el de ida. De hecho, lo había planeado desde que escaparon de Egipto, aunque sin comunicar su preocupación a nadie. Mejor hacer cada cosa a su tiempo. En aquel momento la meta era el Arca.
Contemplaron en silencio el humilde santuario.
—¿Recordáis las iglesias que vimos en el lago Tana? —preguntó Beaufort. No había en su voz emoción, sino la tensión reposada del estratega que calcula los riesgos de una operación.
El abad de Tana Kirkos les había mostrado las partes constituyentes del templo etíope. Era evidente que todos ellos eran meras réplicas del que tenían delante: un sagrario circular, en el que se guardaba el Arca, rodeado por tres deambulatorios sucesivos llamados:
kene mahet
, o lugar de los himnos;
keddest
o lugar de comunión y m
akdas
, el lugar de los sacerdotes.
Descendieron hacia las casas. En los huertos que rodeaban la población había hortelanos que al ver llegar a los peregrinos de piel blanca desatendían el trabajo y los miraban con expresión amistosa. Algunos muchachos se unieron a ellos y los acompañaron entre risas. Uno más avispado que los otros se dirigió a Beaufort y le dijo:
—
¡Mosec, mosec!
—Y señalaba hacia la aldea. Vergino entendió.
—Nos está indicando dónde vive el sumo sacerdote o el alcalde de la aldea. Buen muchacho.
Ascendieron por una calle tortuosa, mal empedrada, la principal a juzgar por el porte menos modesto de las viviendas. Pasaron junto a una corraliza en la que dormitaban tres caballos, toda una fortuna en Etiopía. Los niños del pueblo iban sumándose a la comitiva en ruidosa batahola.
—No han visto nunca gente tan blanca —constató divertido Huevazos. Se refería a los templarios francos, porque él, debido a la vida a la intemperie, estaba casi tan moreno como un etíope. Cuando llegaron a la plaza alta los acompañaba una multitud. Aixa y Lucas se miraban divertidos. Huevazos le echaba el ojo a las mujeres que se asomaban a las ventanas. A juzgar por el humo que se escapaba por los techos de paja, en aquel lugar se cocinaba.
En la plaza había una casa de dos pisos con los dinteles y los alféizares encalados. Guirnaldas de ramas de acacia, con las espinas entrelazadas, se extendían de ventana a ventana. Un poyo corrido servía de asiento a media docena de monjes vestidos de blanco que dormitaban, pasaban el rosario o conversaban entre ellos. Cuando vieron llegar a los extranjeros, uno de los acólitos jóvenes entró en la casa, los otros dejaron de hablar y observaron con simpatía e interés a los recién llegados. Al momento salió un hombre maduro y fuerte de rostro redondo y ojos tan vivaces y orlados de oscuro que parecían pintados. Se ajustó en la cabeza un gorro blanco adornado con lentejuelas de mica y aguardó a que los recién llegados descabalgaran y confiaran sus caballos a los monjes. Miró a Vergino y sonrió.
—¿Sois el
mosec
? —preguntó Vergino.
—Lo soy.
—El hombre ensanchó la sonrisa al escuchar su título en labios de un extraño—. Os estábamos esperando.
—¿Conocíais nuestra venida? —se extrañó Vergino.
—En la tierra de Dios las noticias vuelan —dijo ensanchando aún más la sonrisa—. Os ruego que toméis posesión de mi humilde morada. Los monjes blancos son bien recibidos en Aksum.
Pasaron dentro y el
mosec
los condujo a una sala fresca de altos techos rodeada de escaños de madera en los que tomaron asiento. Él ocupó una silla algo más alta, de largo respaldo rematado en cruz. Los dos acólitos que lo seguían se sentaron en el suelo, a uno y otro lado del maestro. El suelo estaba cubierto por esteras de esparto trenzado. En los muros no quedaba un centímetro cuadrado que no estuviera cubierto de pinturas de santos o escenas bíblicas colores vivos.
—¿Habéis encontrado las tumbas de vuestros cofrades?
Vergino comprendió que se refería a las tumbas de los templarios muertos en Lalibela.
—Las hemos encontrado y hemos orado ante ellas —informó—. El gran maestre del Temple se sentirá muy complacido cuando sepa que los restos de nuestros hermanos reposan convenientemente en tierra cristiana y son venerados por los descendientes del gran rey.
—Os ruego que cuando regreséis a vuestro país transmitáis mi respeto y mi agradecimiento al papa y al maestre templario —dijo el gran sacerdote—. Por cierto, ¿cuándo regresáis? No hace falta que os diga que podéis contar con guías que os llevarán a salvo por donde digáis.
Así que el sumo sacerdote no tenía gran interés en que la visita se prolongara. Al parecer, en tiempo de paz los templarios no eran tan bien recibidos como en tiempo de guerra, cuando morían para defender a los cristianos etíopes.
Beaufort miró a Vergino, que permanecía sentado junto a él con rostro impasible y mirada ausente. Comprendió que tendría que llevar él solo el peso de la negociación.
—El segundo propósito de nuestra peregrinación era adorar el Arca de la Alianza.
El sumo sacerdote asintió gravemente pero no mostró sorpresa.
—El Arca es el objeto más sagrado que existe, es natural que deseéis adorarlo —dijo sin alterar su expresión risueña.
—Nos habían dicho que podríamos verla en la iglesia de Santa María de Sión, aquí.
—Os han informado mal —dijo el etíope sin perder la sonrisa—, o quizá sólo se deba a un malentendido. El Arca sagrada no puede verse. Mata al que la ve. Sólo puede adorarse desde la parte de atrás de una cortina. ¿Conocéis las Escrituras? La vieja historia del Arca que no puede verse—. Beaufort titubeó. Miró a Vergino, que parecía haber entrado en una especie de ensoñación con los párpados entornados.
—Sí, las conocemos —se apresuró a responder.
—Entonces no tengo que deciros hasta qué punto es peligrosa el Arca. Es el escabel de Dios. Cuando vi el Arca por primera vez temblé de miedo, y todavía hoy tiemblo. —Había emoción en su voz y los ojos se habían velado de lágrimas—. El Arca de la Alianza es fuego que arde dentro del fuego, un fuego sin llama que calcina, una fuerza invisible que reduce a la nada, que quema las cenizas, que es capaz de descrear cualquier cosa contenida en el mundo que Dios ha creado. Ningún hombre normal puede acercarse a ella. Solamente el hombre que la guarda día y noche, y yo, una vez al año, cuando tengo que renovar el compromiso de Dios con los hombres durante el
timkat
. No obstante estáis de suerte. El
timkat
se celebra mañana y podréis asistir a la fiesta y acompañar al Arca al lago sagrado.
—¿Mañana, entonces, se expone a los fieles?
—Ni siquiera mañana. Es cierto que mañana sale de su santuario, pero la veréis cubierta de paños sagrados en medio de una nube de incienso. —Sonrió el sumo sacerdote—. La majestad divina es demasiado cegadora para exponerla directamente a los ojos de los mortales.
¿Recitaba una lección aprendida o realmente creía en lo que estaba diciendo? Beaufort tuvo la sensación de haber recorrido miles de kilómetros para que un aldeano cazurro le tomara el pelo. No obstante disimuló su decepción y dijo:
—En el
timkat
¿renováis, por ventura, la alianza de Dios con los hombres?
El sumo sacerdote miró fijamente al templario, como si la pregunta lo sorprendiera. Luego dijo cautamente:
—Ése es el objeto del
timkat.
—¿Conocéis, entonces, la palabra sagrada, el
Shem Shemaforash
?
El sumo sacerdote se removió en su trono, incómodo.
—Esa palabra es el Nombre de Dios, su Nombre verdadero y secreto, sólo puede susurrarse en su presencia.
—¿Pero la conocéis?
El sumo sacerdote miró a sus acólitos. Algunos de ellos entendían el árabe y quizá seguían la conversación.
—Dios reprueba que se hable de su sagrado Nombre en vano —replicó severamente—. Tus preguntas no tienen objeto y lindan con la impiedad.
Beaufort no se arredró. Ignoró la mirada alarmada que le dirigía Vergino y prosiguió:
—El Arca y el
Shem Shemaforash
hicieron triunfar a los israelitas sobre sus enemigos y derribaron las murallas de Jericó. Si vuestra Arca es la verdadera y tú conoces el secreto del
Shem Shemaforash
¿por qué el pueblo etíope no prevalece sobre sus enemigos?
En este punto, el sumo sacerdote se levantó y con dos palmadas dio una orden en etíope. Los acólitos abandonaron la sala.
—Haz salir a tus criados —invitó a Vergino. Vergino miró a Lucas, a Huevazos y a Aixa, y les hizo una leve señal con la cabeza. Abandonaron la sala y un acólito cerró la puerta tras ellos.
El sumo sacerdote se quedó a solas con los dos templarios.
—¿Qué pretendéis? —inquirió dirigiéndose a Vergino.
—La cristiandad ha fracasado en Tierra Santa —reconoció Vergino tristemente— y los Santos Lugares están nuevamente en poder de los sarracenos. El papa de Roma no se atreve a decretar una nueva cruzada porque los reyes cristianos no son tan entusiastas como sus abuelos y seguramente fracasaría. La cristiandad necesita el Arca para derribar las murallas de sus enemigos, como en los tiempos bíblicos.
—Entonces contaban con el auxilio del Nombre de Dios —objetó el sacerdote con expresión fúnebre.
—Tú has dicho que también conoces el Nombre de Dios. El sumo sacerdote guardó silencio. Bajó la mirada y contempló sin ver la punta de sus sandalias teñidas de rojo, las borlas moradas de su túnica ceremonial. Cuando habló, su voz expresaba una profunda tristeza.
—No poseemos el
Shem Shemaforash
—confesó—. Desgraciadamente se perdió cuando la reina Judita mató al sumo sacerdote y a su acólito. Desde entonces custodiamos el Arca y repetimos el
timkat
esperando que algún día Dios se apiade de nosotros y nos revele su Nombre. Desde entonces, el pueblo padece hambre, la tierra escatima sus frutos, los animales Paren poco y la escasez se ha apoderado de un reino que antaño fue próspero.
Beaufort miró a Vergino, pero la opacidad de su mirada no transmitía ningún sentimiento.
—Yo soy el portador del Nombre —anunció—. El último maestre del Temple me lo confió antes de morir, pero entonces yo era un pobre soldado de Cristo, analfabeto e ignorante, y no supe memorizarlo. Sé que lo tengo en la cabeza y la orden confía en que pueda recordarlo en presencia del Arca.
El sumo sacerdote volvió a guardar silencio. «Ya sabe que el objeto de nuestra visita es hacemos con el Arca —pensó Vergino—, y no se ha creído que Beaufort sea portador del Nombre.» Como si le hubiera leído el pensamiento, el sumo sacerdote se irguió, lanzó una mirada francamente hostil a sus visitantes y preguntó:
—¿Que pretendéis?
—Permitid que el Arca viaje a Occidente, bajo la protección de vuestros diáconos y al cuidado de su propio guardián si fuera necesario.
—¡Eso es imposible! —dijo secamente.
—A cambio os ofrecemos el
Shem Shemaforash
—propuso Vergino—. Cuando el Arca regrese vuestra tierra volverá a ser próspera y rica.
—El Arca no puede abandonar Aksum —dijo severamente el sumo sacerdote—. Habéis hecho vuestro viaje en balde y deberéis regresar lo antes posible. No sois gratos en este santuario. Si los acólitos conocieran vuestras intenciones os matarían inmediatamente y ni siquiera yo podría impedirlo.