Los falsos peregrinos (35 page)

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Authors: Nicholas Wilcox

BOOK: Los falsos peregrinos
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Y mandó matar un cordero para agasajar al forastero e invitó al banquete a sus allegados.

Después de las sopas, el asado y los dulces de piñones y miel, cumplido el ritual de los eructos, Lotario manifestó su propósito de proseguir el camino, pues estaba impaciente por reunirse con los suyos.

—Amigo y hermano. ¿Verdaderamente piensas que somos tan desagradecidos que te permitiremos partir como si fueras un extraño al que se ofrece agua y luego se le da la espalda? declamó el alcalde—. ¡Nada de eso! Pasarán generaciones bajo la estrellada bóveda y se sucederán miles de veces las estaciones del zodíaco y nuestros huesos no serán más que polvo en el polvo y yo todavía seguiré agradecido a lo que tu hermano hizo por mi hijo. Tus desvelos en tierra extraña han concluido.

Mañana pondré a tu disposición una falúa regida por un rianchero experto que te llevará río arriba hasta que encuentres a tus parientes. Duerme tranquilo esta noche.

Una semana después, la falúa que transportaba a Lotario de Voss se cruzó con la que había llevado a los falsos peregrinos, que regresaba, y el teutón supo que los templarios habían desembarcado y se dirigían al lago Tana. Aquella noche le costó conciliar el sueño. Sentía que el Arca, que alguna vez le pareció un sueño absurdo, comenzaba a cobrar consistencia. ¿Y si después de todo era cierto que existía un objeto cargado de potencia mágica? Quizá podría rescatar a su hermano y cumplir sus sueños bizantinos e imperiales, no a cambio del Arca, sino por medio de ella. Cavilando estas cosas se quedó dormido mientras el Nilo fluía a sus pies como una enorme serpiente oscura.

50

Los falsos peregrinos llegaron a Gonder, al norte del lago Tana, cuando amanecía.

—Ésta es Makeda, la montaña de Saba —dijo el guía—. Aquí viven los judíos.

El mítico reino de Saba eran unas chozas miserables de barro, con techo de paja, diseminadas entre gallineros y corrales. En la parte más alta de la aldea había una especie de granero alargado y al lado, protegida por una pequeña corraliza, una acacia tan vieja y desmedrada que parecía a punto de desplomarse. Las guedejas de lana y cintas de colores que adornaban, sus ramas constituían la única nota alegre del lugar más desolado del mundo.

Vergino, decepcionado, se detuvo a tomar aliento. Así que aquél era el santuario donde Dios había aguardado durante más de mil años antes de manifestarse. Quizá era lo que la divina voluntad deseaba. Quizá la cristiandad se había equivocado levantando magníficas catedrales de piedra para honrar al que predicó la pobreza, el que decía: «Vende cuanto tienes y dáselo a los pobres»; quizá él, Vergino, el erudito que había pasado la vida refugiado en la torre Áurea, había incurrido en un pecado de soberbia; quizá el conocimiento era una cascara vacía frente a la simple verdad de un Dios que habitaba entre modestas chozas de barro.

—Hermano —le dijo Beaufort sacándolo de su ensimismamiento—, ¿no deberíamos proseguir?

—Sí, claro —murmuró Vergino—. Ya casi hemos llegado.

Descendieron la pendiente y entraron en la aldea. Un reguero de desperdicios y estiércol bajaba por el centro de la calleja hacia las huertas. Varios aldeanos tocados con gorros de lana, de los que escapaban rizos hebraicos, acudieron a recibirlos y los condujeron hasta el
wambar
, el sacerdote y jefe de la comunidad, un hombre de mediana edad, robusto, con la barba negra y brillante y la mirada franca y hospitalaria.

—¿Cristianos de más allá del Nilo? —se asombró—. Habéis hecho un largo viaje.

—Hemos cruzado el mar para adorar el Arca de la Alianza.

El
wambar
asintió en silencio y les ofreció asiento en el banco corrido. Cuando todos se hubieron acomodado palmeó un par de veces y aparecieron varias muchachas bien parecidas que ofrecieron a los recién llegados pan, agua y sal. A una señal del patriarca se retiraron cuchicheando y riendo.

Comieron pan espolvoreado de sal y bebieron agua. El
wambar
explicó la historia de su pueblo:

—Mi pueblo desciende de los judíos que trajeron el Arca a África. Nos hemos acostumbrado a vivir entre los cristianos etíopes, pero la verdad es que no tenemos mucho trato con ellos. Los etíopes nos desprecian a causa de nuestra pobreza, nos llaman
quemant
, o sea, paganos, pero nuestra religión es más antigua que la suya, dicho sea sin faltar al respeto a los presentes. Vosotros llamáis a Dios Yahvé y nosotros lo llamamos Yeadara, que es un nombre más antiguo aún para el mismo Dios. Hace mil años —prosiguió el
wambar
—, toda Etiopía era judía. Entonces llegó un sirio llamado Frumencio que convirtió al cristianismo al rey Ezanas, y con él a todo el país, excepto a nosotros, los descendientes de los judíos.

—¿Y vuestro templo?

—No tenemos templo, sólo esa acacia que ves ahí. En ella adoramos a Yeadara.

Vergino asintió asombrado.

—El judaísmo que profesáis es incluso anterior al rey Salomón. En las Escrituras, en el capítulo 21 del Génesis, Abraham planta un tamarisco e invoca a Dios en él. ¿También realizáis sacrificios?

—Sí. En lo alto de aquel cerro hay dos
masseboth
donde, por Pascua, sacrificamos corderos.

—¿Dos
masseboth
?

—Son dos fustes de piedra —explicó el
wambar
—. Nuestra religión no precisa de altares magníficos.

Vergino comprendió. Encastillados en un medio hostil, despojados de todo, aquellos judíos habían aprendido a vivir en la simplicidad inalterable de una doctrina remota que nadie podía arrebatarles. Pero entonces ¿y el Arca, revestida de oro?

—El principal motivo de nuestro viaje es el Arca de la Alianza —dijo Vergino.

El
wambar
movió la cabeza como si aquellas palabras sólo vinieran a confirmarle una obviedad.

—El Arca permaneció aquí durante ochocientos años, en una tienda que se alzaba donde está la acacia sagrada, pero cuando el rey Ezanas se convirtió al cristianismo nos arrebataron el Arca y la llevaron a otra parte. Tendréis que buscarla en el lago del Ciervo.

—¿El lago del Ciervo? —interrogó Beaufort.

—El lago Tana —aclaró el guía—. Está a varios días de camino.

Una semana después avanzaban en fila bajo la tupida bóveda vegetal, en una atmósfera húmeda, bañados en sudor. El estruendo de la pajarería entre los árboles era tan grande que tenían que gritarse al oído. Zumbaban los insectos y las fragancias de las flores tropicales se mezclaban con el olor a tierra húmeda y a vegetación putrefacta. Desde el río les había parecido el paraíso, pero visto más de cerca resultaba sofocante, aunque las serpientes que se deslizaban entre las ramas y por el suelo mullido y alfombrado de hojas muertas y humus parecían pacíficas.

El guía se volvió hacia Beaufort, al que espontáneamente había tomado por el jefe de la expedición, y le gritó «
Tissisat
», al tiempo que señalaba al frente y se tapaba los oídos como si el ruido fuera insoportable.

No entendieron nada. El guía sonrió y siguió adelante. Sin embargo, a medida que progresaban, fueron entendiendo lo que había querido decir, pues un rumor, como de millones de voces, iba creciendo sobre el fondo de los gritos agudos de los pájaros, hasta que finalmente sólo se oía el estruendo, como si las aves hubieran enmudecido. El guía se volvió nuevamente hacia los rostros preocupados que lo seguían. Sonrió y volvió a repetir: «
Tassili, Tassili
», pero ya sólo pudieron percibir el movimiento de sus labios. El ruido lo empequeñecía todo: la selva, los animales y el calor pegajoso y húmedo.

Temblaba la tierra bajo los pies como si un titán golpeara el subsuelo con sus puños. Ascendieron hasta una eminencia rocosa y cuando ganaron la cima quedaron sobrecogidos por el panorama que se extendía a sus pies: una montaña gris cubierta de musgo brillante desde cuya cima se precipitaba una potente catarata que iba a perderse en una enorme nube de agua en suspensión. Un mundo blanco, espumoso y líquido engastado en un universo verde lujuriante de altas montañas cubiertas de jungla. Arriba, asomando tímidamente entre el verdor y el agua atomizada, el cielo azul cobalto sostenía los colores de un arco iris tendido sobre el vacío. El aire estaba surcado de toda clase de aves en nervioso vuelo.

—Verdaderamente éste es el paraíso —murmuró Vergino hincándose de rodillas—. ¡Gracias, Dios mío, por traerme a este templo sin muros antes de morir!

Lucas agarró fuertemente la mano de Aixa, que se había cubierto la boca con el velo, señal inequívoca de que estaba asustada. Beaufort y Huevazos contemplaban la catarata con ojos espantados pero mantenían la compostura. El guía se mostraba regocijado y saltaba de peña en peña sobre el suelo mojado, gritando explicaciones ininteligibles.

Descendieron del alcor y, dejando atrás la catarata y su húmedo estruendo, prosiguieron la marcha por un sendero abierto entre la espesa vegetación. Siguiéndolo caminaron durante dos horas hasta que divisaron, sobre la cresta de una cortada, unas casuchas de adobe y pizarra.


Tissisat
—dijo el guía señalando las construcciones—, que en la lengua de los etíopes significa «agua humeante».

La tierra era rojiza y la vegetación de un verde intenso, aunque los arbustos tropicales de flores amarillas y plantas menores sucedían a los árboles, incluso en los claros de la montaña se veían parcelas cultivadas y algunas cercas de piedras. El camino se estrechó al rodear una gastada montaña, y de pronto, tras un recodo, fue a dar en un cimbreante puente de madera que salvaba una garganta cortada a pico.

El notable de la aldea, un anciano con el rostro negro surcado de profundas arrugas y que llevaba al cuello una gran cruz de plata, los informó de su doble condición de alcalde y sacerdote y les dio la bienvenida, ceremoniosamente, con agua de frutas. Los viajeros bebieron de muy buena gana y permitieron que un acólito los sahumara para espantar los malos espíritus.

Pasaron a la cabaña comunal con los notables del poblado, que les hicieron muchas preguntas sobre los higuerales y las fuentes de al-Andalus, que habían oído ponderar. Vergino respondió como mejor supo y se interesó a su vez por el nacimiento del Nilo.

—Encontraréis el lago Tana a una jornada de camino siguiendo el sol —explicó—. Cuando Etiopía era el paraíso, Adán cazaba ciervos en el lago, por eso se llama así, el lago de los ciervos. Es un lago sagrado, un gran mar interior del que nace el Nilo Azul.

Vergino y Beaufort se miraron. En el jeroglífico de San Baudelio, un cazador a caballo perseguía a un ciervo. Así que el paraíso no estaba en el río, como creyeron, sino en el mismo corazón de Etiopía. Se acercaban al Arca.

Descansaron unas horas y cuando la tarde refrescó se despidieron del anciano y continuaron el camino hacia el lago entre campos de cultivo, en cuyos linderos crecían Jacarandas.

Aquel día pernoctaron en otra aldea cercana al lago, pero apenas conciliaron el sueño debido a la emoción de llegar a su destino, con la excepción de Huevazos, al que ninguna circunstancia alteraba el sueño tranquilo y roncador. A la mañana siguiente, después de media hora de camino, se abrió ante ellos la luz rosada del primer sol y vieron el lago Tana, una tranquila extensión de agua azul moteada de islas con laderas verdes y escarpadas. Las brumas del fondo impedían ver la otra orilla, pero hasta donde alcanzaba la vista todo era intensamente verde. En las orillas pantanosas crecían espesos cañaverales habitados por cigüeñas, patos, pelícanos, gansos, águilas pescadoras. En las ramas peladas de un enorme árbol seco, que se mantenía obstinadamente de pie, perchaba una pareja de siniestros marabúes, enormes, con sus grandes picos y sus calvas, pero aquella visión no empañaba la belleza del contorno, incluso le ofrecía un contrapunto que la resaltaba.

—Verdaderamente es el paraíso —murmuró Vergino.

—Ahí vivieron Adán y Eva —dijo el guía—. En alguna de las islas. Hay cuarenta y cinco islas habitadas y más de quinientos islotes pequeños.

Un estrecho embarcadero de madera penetraba en el lago una docena de metros. A un lado y a otro flotaban airosas embarcaciones de papiro. Los pescadores preparaban sus aparejos en la playa sombreada de Jacarandas.

—¡Barcas de cañas! —exclamó Huevazos, asombrado. Al guía que los acompañaba le hizo gracia la simpleza del extranjero.

—Son
tankwus
—informó—. ¿Es que en tu tierra no las hay? —¿En mi tierra? —dijo Huevazos—. ¡En mi tierra no hay ni agua!

El anciano sacerdote había señalado que el santuario del lago Tana estaba en la isla de Daga Stéfanos. El guía contrató una
tankwa
que los llevara a la isla. La barca de papiro partió impulsada por dos pares de remos que los pescadores manejaban con pericia. A las dos horas de navegación apareció en el horizonte una montaña verde que surgía del agua.

—Daga Stéfanos —informó el guía, señalándola.

En la parte occidental, donde la isla era menos escarpada, se cruzaron con otra barca que manejaban dos frailes de cabeza rapada y barbas hirsutas. El guía intercambió con ellos algunas frases en el vertiginoso dialecto de la región.

—Arriba está la comunidad —tradujo—. Nos remiten al abad.

Desembarcaron en una pequeña bahía arenosa al pie del acantilado y tomaron un sendero que ascendía zigzagueando hasta la cima de la montaña. Estaba en parte excavado en la roca, a veces en forma de escalones, tan viejos que tenían desgastada por el uso la parte central. Ya había ascendido el sol y comenzaba a hacer calor, pero la sombra de los corpudos plátanos resfrescaba el camino. Alrededor volaban pájaros de diverso colores, sin miedo alguno a la presencia humana. En los recodos había asientos de piedra y capillitas con cruces de madera labrada o iconos de santos.

Ascendieron fatigosamente casi una hora, jadeantes y silenciosos, antes de alcanzar la meseta superior. Siguiendo el sendero se internaron por un espeso bosque que formaba un dosel verde por encima de sus cabezas. De pronto, en la quietud de la mañana, se percibió el sonido cascado de una campana de piedra. Apretaron el paso guiados por el instrumento y divisaron, en un claro de la selva, algunas cabañas circulares.

—Hemos llegado —dijo el guía—. Ésas son las celdas de los monjes.

Un muro bajo de manpostería rodeaba el conjunto. Pasaron por debajo de un arco que parecía a punto de desplomarse. La pequeña explanada empedrada servía de atrio a una modesta construcción cuadrángulas con las esquinas redondeadas, al lado de una cabaña mayor desprovista de ventanas.

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