Read Los falsos peregrinos Online
Authors: Nicholas Wilcox
—El mundo te pertenece tanto como a mí —respondió el ermitaño, y con un gesto lo invitó a sentarse en el poyo corrido a la sombra de la ermita.
—Soy cristiano romano y vengo en peregrinación para adorar el Arca —dijo Lotario—. Busco a un grupo de hermanos que se me adelantaron. Tres hombres y dos muchachos.
—Los hombres que dices llegaron hace dos días —dijo el ermitaño—. No te será difícil encontrarlos en la ciudad ya que los ha hospedado el sumo sacerdote. Además, llegas a tiempo para asistir al
timkat.
—¿El
timkat
?
—Es la fiesta anual, la epifanía, en la que se saca el Arca para bendecir al mundo.
Lotario asintió. Si los etíopes mostraban el Arca, sería un buen momento para conocer dónde se guardaba y para sustraerla.
—¿Dónde está ahora el Arca?
—La llevan a un estanque llamado Makeda, que dista una legua de aquí, por aquel camino. El Arca pasa la noche en el castillo del estanque mientras los devotos acampan en el prado, comen, conversan cantan y rezan. Es una fiesta muy alegre.
Lotario asintió, pensativo.
—¿Quieres rezar en la capilla? —ofreció el ermitaño después de una pausa—. Si lo deseas, puedo acompañarte. Es costumbre que los peregrinos recen a san Baudelio.
—Tal vez cuando regrese. Ahora tengo prisa —dijo Lotario.
Y dando por finalizada la conversación, montó a caballo y desapareció a trote corto por el camino que le había indicado el ermitaño. El hombrecillo volvió a ordeñar su cabra.
—¿Sabes? —le dijo al animal, con el que había alcanzado gran confianza tras muchos años de estrecha convivencia—. Ese hombre llevaba la muerte escrita en los ojos. ¡Ojalá el
timkat
sagrado lo ilumine!
A una legua de allí, cruzando un llano rodeado de árboles, Lotario de Voss pasó ante las gigantescas estelas de piedra que elevaban sus agujas hacia el cielo. No pudo evitar sobrecogerse ante la magnitud de aquellos monumentos levantados por los reyes antiguos a la gloria del Arca. Contemplándolos, percibió la pequeñez de los hombres que intentaban enfrentarse a los guardianes del Arca. Un pueblo que había levantado tan desmesurados memoriales no se dejaría arrebatar fácilmente su sagrada reliquia. En ese caso, ¿qué hacía él allí? Aunque lograra sobrevivir, seguramente regresaría a Francia con las manos vacías y no podría liberar a su hermano de su incierto destino. No obstante apartó de su mente tan sombríos pensamientos y prosiguió su camino.
Al rato percibió el rumor de los tambores y el bullicio de la muchedumbre. Pensó que el
timkat
, con la aldea en fiestas, era quizá el momento propicio para que un forastero pasara desapercibido. Se apartó al lado del camino sobre un altozano y vio llegar a la alegre muchedumbre entre nubes de incienso, con el bullicio de címbalos, tambores y panderetas. A la cabeza de la procesión, en medio de la nube de incienso, distinguió los paños rojos y dorados que ocultaban el objeto procesional..
—El Arca —murmuró palmeando el pescuezo del caballo—: hemos llegado al final del trayecto.
Y buscó entre la muchedumbre a Beaufort y los suyos, pero no los vio. Al principio le preocupó, después pensó que se habrían quedado en la aldea y que quizá no actuarían hasta pasada la fiesta. No había armas a la vista, pero, en cualquier caso, atreverse a arrebatar el Arca a la muchedumbre fanatizada hubiera supuesto una muerte segura. Probablemente, los templarios planeaban robarla cuando estuviera de vuelta en su santuario. De todos modos, como no tenía nada mejor que hacer, era preferible no perderla de vista, así que se incorporó a la procesión con el caballo de reata.
El Arca, seguida por su fervorosa muchedumbre, se dirigió a las afueras de la ciudad por el antiquísimo camino empedrado de grandes losas que conducía al estanque de Makeda, el nombre etíope de la reina de Saba que se bañaba en aquellas aguas.
En el prado, la muchedumbre se esparcía cerca de las fuentes o entre las arboledas, y las familias tendían mantas y alfombras y disponían los manjares. Unos iban en palanquines y sillas de mano que rivalizaban en brocados y cubiertas bordadas, algunas con elaboradas cupulillas de latón que relucían al sol y centelleaban a lo lejos pregonando la riqueza del propietario otros llevaban a las mujeres en dromedarios, dentro de baldaquinos cubiertos con chales de algodón. Los más pobres iban a pie y vestían la ropa de diario, aunque lucían báculos adornados con cintas de colores. Todos participaban de la misma algazara: en cestas de mimbre llevaban la comida que iban a consumir aquella noche y frascos con cerveza, vino o hidromiel. Los amigos se saludaban alegremente e intercambiaban bromas. El
timkat
era una fiesta de hermandad y reconocimiento, los clanes y las familias se encontraban, renovaban alianzas y concertaban casamientos. En el entorno del bosquecillo, fuera de los límites del recinto sagrado, algunos vendedores voceaban sus mercancías, panderos de barro para alegrar la fiesta, a comida y bebidas de frutas para los sedientos.
Lotario de Voss cruzó el bullicio con el caballo de la rienda, repartiendo amables sonrisas a los que lo miraban. No era muy frecuente ver a un extranjero blanco acudir a la fiesta. Para evitar explicaciones llevaba al cuello una cruz pastoral que le había regalado el abad de Tana Kirkos.
En el centro del recinto sagrado había un gran estanque cuadrangular rodeado por una balaustrada de piedra. Había sido un día caluroso y muchos devotos, especialmente los jóvenes danzantes, se estaban bañando en las aguas verdosas, nadaban, se perseguían, se llamaban a gritos, competían en natación o en carreras. Viendo aquella festiva algarabía, Lotario de Voss recordó las tardes en Habelberg cuando bajaba con su hermano y otros chicos de la aldea al remanso del molino y se bañaban desnudos. El recuerdo de Gunter, al que tenía que vigilar constantemente, pues no era muy buen nadador, le provocó un cálido impulso en el corazón. Estaba cerca del Arca, cerca de la culminación de la primera parte de su plan. Si las cosas salían como esperaba, en unos meses sería rico y poderoso, y su hermano habría abandonado la sucia mazmorra y caminaría a su lado, vestido con costosas prendas lombardas.
En un extremo del estanque se alzaba un castillete de piedra y sin ventanas, coronado de almenas, entre las que pendían gallardetes, cintas y guirnaldas. Los sacerdotes de los
tabotat
y los diáconos cruzaron el estanque por un puente de piedra y entraron en el castillo. Después, la puerta volvió a cerrarse. Afuera quedaron los músicos y los fieles, haciendo más ruido que nunca.
Lotario pasó un buen rato recorriendo el prado y las arboledas. Una sospecha le preocupaba. «¿Cómo es que no están aquí los templarios, ni siquiera ese escudero salido y tragón que los acompaña, con todo lo que se está comiendo en este lugar? ¿Dónde están? Evidentemente no van a robar el Arca en presencia de tanta gente, pero, en cualquier caso, debieran de estar aquí, puesto que se supone que han venido a adorarla desde el otro lado del mundo.»
Lotario encaminó sus pasos hacia el estanque y llegó al puentecillo de piedra que conducía al castillete. Aprovechando un momento en que los tambores dejaron de batir para dar paso a las salmodias, se acercó a uno de los diáconos danzantes, un joven sudoroso que descansaba tendido sobre la hierba, y le preguntó en árabe:
—Hermano, ando buscando a un grupo de parientes, extranjeros como yo, venidos de lejanas tierras para adorar el Arca. ¿Sabes dónde están?
—Llegaron hace dos días al pueblo con el propósito de ver el Arca —dijo el diácono— y ayer se entrevistaron con el
mosec
, pero esta mañana no los he visto. ¿No han venido a la fiesta?
—No, no han venido —dijo Lotario.
El joven se incorporó con un gesto de extrañeza y se queda sentado en la hierba, pensativo. Luego se dirigió a uno de sus camaradas que, echado a pocos metros, mordisqueaba una salchicha. Le habló en la lengua del país, que Lotario no entendió.
El otro trocó su cara risueña por un gesto de extrañeza y preocupación y llamó a otros dos. Al punto se reunieron media docena de diáconos que rodearon a Lotario con expresiones preocupadas.
—¿Dónde están tus amigos? —preguntó el que parecía de mayor autoridad.
—No lo sé —reconoció Lotario—. Soy yo el que los está buscando. Me quedé retrasado del grupo hace varios días y ahora pretendo unirme a ellos. Me gustaría rezar ante el Arca con ellos.
—Nadie reza ante el Arca —advirtió el diácono jefe—. El Arca no se puede ver. Ven conmigo al sumo sacerdote.
Escoltado por el grupo de suspicaces diáconos, Lotario atravesó el puente de piedra y llegó al castillo. El diácono mayor conferenció brevemente con uno de los robustos sacerdotes que guardaban la puerta y éste lanzó a Lotario una mirada hostil y se apartó para que pasaran.
Dentro, el humo del incienso era tan espeso que apenas permitía distinguir los perfiles de una docena de sacerdotes sentados en torno al banco corrido de un deambulatorio, en cuyo centro estaba el Arca cubierta de paños. Dos
keberos
de ritmo tranquilo pero insistente y media docena de sistros acompañaban monótonamente la salmodia de una docena de orantes que, con los ojos entrecerrados, se movían a un lado y a otro, hombro con hombro, con la cadencia de un trigal mecido por el viento.
En el centro del grupo estaba el sumo sacerdote, tocado de mitra y revestido con el pectoral y el cíngulo. El diácono jefe se acercó a él y le bisbiseó al oído. El hombre asintió y dio instrucciones al joven. Después volvió a la salmodía y a la ensoñación.
Sacaron a Lotario al exterior y lo condujeron a un pequeño cobertizo de madera que había junto al puente.
—Tendrás que aguardar aquí hasta que la ceremonia termine —le dijo el diácono—. El sumo sacerdote te recibirá después.
Salieron del pueblo y ascendieron por el camino empedrado que conducía a Santa María de Sión sin encontrarse con nadie. Hasta los tullidos estaban en el
timkat
. Vergino se detuvo a beber en la fuente de los tres caños. Sudaba copiosamente y continuamente se secaba las manos en la ropa. Beaufort estuvo tentado de preguntarle si se encontraba bien. Era comprensible que estuviera nervioso. ¿Quién no lo estaría en su lugar? Si todo salía bien, en unos momentos iba a comparecer ante la presencia divina, iba a robar el Arca. No podía olvidar que algunos hombres habían muerto al acercarse al trono de Dios. Pero, por otra parte, ¿acaso no lo robaron los etíopes y Dios lo consintió puesto que aquella acción redundaba en beneficio de la cristiandad? Quizá ahora iba a permitirlo también. Con el Arca en su poder, el Temple sobreviviría y volvería a ocupar su puesto en la dirección de la cristiandad, incluso un puesto más privilegiado aún, por encima de un papado corrupto, de la ambición del rey Felipe y de los poderes temporales.
Desde hacía varias noches, un pensamiento angustiaba a Vergino. ¿Tenían derecho a hacerlo? ¿No lo hacían por la supervivencia de la orden más que por la gloria de Dios y por la recuperacion de los Santos Lugares? Las cruzadas habían tenido una motivación económica, aunque el pretexto hubiera sido religioso. Los reyes de la cristiandad se asociaron con las grandes ciudades mercantiles italianas, los banqueros y las grandes compañías compraban a los papas el perdón general, y el verdadero objetivo era aplastar a los selvúcidas y restablecer la ruta de la seda y el flujo de especias y productos orientales. Desde el principio, los intereses financieros prevalecieron sobre los religiosos. Sólo los caballeros y los peregrinos, los infelices que se ofrecieron de corazón y dejaron la piel en defensa del Santo Sepulcro, creyeron otra cosa. Ahora, los templarios se disponían a robar el secreto del Arca de la Alianza. ¿Acaso no lo hacían porque de ello dependía la salvación del maestre y de los hermanos encarcelados en Francia? ¿No estaban supeditando el gran proyecto de salvar a la cristiandad a la mera supervivencia de la orden amenazada?
Iva abismado en estos pensamientos cuando llegaron a las inmediaciones de la iglesia, atravesaron el arco de piedra del murete exterior y entraron en el patio empedrado. La puerta permanecía abierta y, sobre el suelo, la alfombra de hierbas y ramas que los devotos habían extendido despedía una suave fragancia vegetal. No había rastro del guardián del Arca. Estaría dormido dentro. ¿Y si no había probado el vino mirrado? ¿Y si había sospechado algo y se había abstenido del licor? ¿Se atreverían a arrebatarle el Arca con violencia?
Beaufort se aproximó a la puerta y entró en el templo en penumbra, seguido de Vergino, que murmuraba una plegaria. Desde los muros débilmente iluminados por el sol que penetraba por los intersticios de la techumbre, las imágenes de los santos en vivos colores le salieron al paso: san Jorge alanceando al dragón, la Magdalena penitente señalando la calavera a la entrada de su cueva…
—Tesfa markut
—llamó a media voz.
No hubo respuesta.
—
Tesfa markut, tesfa markut.
Silencio.
Se miraron. Vergino estaba mortalmente pálido. Beaufort le hizo una señal con la cabeza, animándolo a continuar. Penetraron en el segundo recinto, el angosto pasillo circular iluminado por varias docenas de lamparillas de aceite. Lo recorrieron buscando a
tesfa markut
, pero tampoco allí lo hallaron. Finalmente llegaron frente a la pesada cortina roja que cerraba el sanctasanctórum.
Durante siglos, sólo el guardián del Arca se había atrevido a traspasar aquella cortina. De la oscuridad interior emanaba un intenso olor a incienso.
—Debe de estar ahí detrás —susurró Vergino.
—Estará dormido —supuso Beaufort, pasándose la punta de la lengua por los labios resecos, y añadió—: Sólo hay una forma de averiguarlo.
Se dispuso a apartar la cortina.
Vergino lo detuvo poniéndole una mano en el pecho.
—El hombre que penetre en presencia del Arca puede morir. Yo estoy ya viejo y no sabría guiar a nuestros amigos en el camino de regreso. Es mejor que entre yo. Si no salgo, regresa a París y haz lo que puedas por nuestros hermanos. Que Dios te acompañe.
Beaufort lo comprendió y dio un paso atrás.
—Al menos ponte el manto protector —dijo.
Vergino desató los nudos y el manto se desplegó hasta el suelo. Era un pesado ropón impregnado de aceite griego seco, con una capucha que cubría la cabeza, y protegía incluso el rostro, pues sólo dejaba ver tras una tupida urdimbre de cordones.