Los falsos peregrinos (43 page)

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Authors: Nicholas Wilcox

BOOK: Los falsos peregrinos
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Vergino se despertaba al alba y contemplaba ensimismado las aguas del Nilo encendidas por el fuego del astro naciente. En una ocasión, el viento sopló con fuerza, el relámpago iluminó fugazmente la oscuridad y descargó un súbito chaparrón, gotas enormes y dispersas primero, a las que sucedió un aguacero de tal magnitud que temieron que la barca zozobrara. Después, la escampada y la calma igualmente súbitas.

—¿Será un signo? —inquirió Beaufort.

—Quiera Dios que sea un signo de que Él se complace en nuestra obra —dijo Vergino.

Aixa y Lucas, con las manos entrelazadas, guardaban silencio.

—Bueno, habrá que achicar esta agua, ¿no? —dijo Huevazos. Todos echaron mano de recipientes y se pusieron a desaguar la embarcación.

Los
tabotat
, en su mochila, parecían dos piedras inertes. Dios dormía.

Todavía navegaron por espacio de dos semanas, en las que pernoctaron en la ribera, y Huevazos ballesteó carne y preparó sus apetitosos guisos y unas tremendas tortillas en las que mezclaba huevos de cualquier especie de pájaro que anidara en las copas de los tamarindos.

—Mañana llegaremos a la Trompa del Elefante —anunció el rianchero.

—¿La Trompa del Elefante? —se extrañó Beaufort.

—Sí, es el último tramo del Nilo azul. Antes de juntarse con el Nilo Blanco describe una amplia curva parecida a la trompa de un elefante.

Aquel día madrugaron para no perderse el espectáculo de la fusión de las aguas terrosas del Nilo Azul con las blanquecinas y calmas del Nilo Blanco. Durante un buen trecho discurrían unas al lado de otras, compartiendo lecho sin mezclarse, hasta que perdían fuerza y se fundían paulatinamente en una única corriente de color arenoso.

—¿Has visto, Roque? —dijo Lucas—. Cuando le cuente esto a mi tío, el abad, no se lo creerá.

—No se creerá nada de lo que estamos viendo, amo.

—Hoy almorzaremos en Omdurman —anunció el rianchero.

—¿Y Jartum? —inquirió Beaufort—. ¿Cuándo llegamos a Jartum?

—Omdurman y Jartum son la misma ciudad. Los árabes la llaman Jartum.

La ribera se fue abriendo a los campos de cultivo. Se veían pueblecitos de casas de tierra con mujeres lavando ropa en los remansos del río y hombres y muchachos remendando redes junto a la orilla. Mediada la mañana llegaron a un ensanchamiento del río y divisaron una aldea más extensa que las otras, con corrales rojizos y casas blanqueadas de una sola planta, con azotea. Los callejones intrincados de los arrabales llegaban al río. Algunas palmeras asomaban por encima de los derruidos bardales y en las plazuelas polvorientas se agrupaban esqueléticos tamarindos roídos por las cabras. Toda la ciudad parecía desierta al mediodía, pero cuando atracaron en el embarcadero del zoco vieron una muchedumbre que hormigueaba a la sombra de los tenderetes. Se despidieron del patrón, no sin antes recompensarlo por sus servicios, y entraron en el zoco con los caballos de reata.

En los puestos había de todo, incluso plumas de avestruz, cuernos de unicornio llegados del país de los negros, así como toda clase de especias, bayas medicinales procedentes de árboles que nadie había visto, harinas de diversos colores, pieles de serpiente, conchas marinas de caprichosas formas, jarras de plata, mesas portátiles taraceadas, sandalias de piel de león, espantamoscas, sables de hoja ondulada y provista de sierrecilla, de los que denominan «caricia de suegra», de todo.

A Aixa, siempre escoltada por Lucas, se le iban los ojos de puesto en puesto, especialmente a los de telas y cintas, y de buena gana se hubiera demorado en alguno si Beaufort, inflexible, no hubiera advertido al desembarcar que no tenían tiempo que perder. El templario desconfiaba del rianchero, porque durante los días de navegación había formulado demasiadas preguntas sobre los medios de que disponían los peregrinos para regresar a Granada. Podía conchabarse con bandidos locales para robarles. Por otra parte, no debían descartar la posibilidad de que los etíopes les vinieran siguiendo la pista Nilo abajo. Urgía proseguir el camino y abandonar la ciudad cuanto antes.

El mercado de camellos estaba a las afueras, al otro lado de la derruida puerta del desierto. Jartum era un importante núcleo de caravanas, y esta circunstancia le aseguraba un constante flujo de camellos, pues los que cruzaban el desierto necesitaban, al menos, quince días de descanso para reponerse y estar en condiciones de cruzarlo nuevamente.

Había varias corralizas, todas medio arruinadas, con palos cruzados y marañas de espinos taponando los portillos. Cuando el grupo de forasteros apareció, varios individuos salieron de los sombrajos y disputaron por atraerlos a sus corrales respectivos. Ninguno tenía aspecto de persona honrada, así que Vergino se dejó convencer por el que le pareció menos facineroso.

Lo condujo a un amplio sombrajo cubierto de palmas secas, a cuya sombra se resguardaba del ardiente sol un moro gordo y sudoroso que salió al encuentro de los clientes haciendo zalemas.

Vergino le expuso su pretensión de cambiar los caballos por camellos y negociar la diferencia, ya que se disponían a cruzar el desierto.

—¿Cruzar el desierto? —El tratante gordo disimuló la sorpresa que le causaba la descabellada propuesta. Descender Nilo abajo era una alternativa mil veces mejor, pero al fin y al cabo él estaba allí para vender camellos, no para aconsejar a los despistados viajeros—. Si pretendéis cruzar el desierto, tenéis que agradecerle a Alá que os haya enviado a la persona adecuada, porque de todos los camelleros que veis en esta calle yo soy el único honrado y el único que no os dará gato por liebre. Lamentablemente me veo obligado a compartir mercado con esos desaprensivos malditos de Alá, pero esa circunstancia no redunda en perjuicio mío, ya que en Jartum todo el mundo sabe quién soy y los jueces me ponen como ejemplo de acrisolada honradez. Espero que sepáis apreciarlo.

—Y lo apreciamos —respondió Vergino—. Pero tenemos cierta prisa y desearíamos adquirir camellos.

—Yo os venderé todo lo necesario y os proporcionaré un guía que conoce todos los manantiales y que ha recorrido más de cien veces los atajos entre las montañas. El mejor guía de Jartum…

—Más vale que sea así —concedió Beaufort, algo fastidiado.

El gordo abrió una especie de sombrilla y se aventuró por el sol para conducir a sus clientes a la corraliza primera. Por el camino iba declamando:

—El camello es la maravilla de la naturaleza, la obra más acabada de Alá, junto con la mujer —añadió mirando intencionadamente a Aixa, cuyo sexo había adivinado al instante, a pesar de las ropas masculinas—. El camello es transporte y carga, camina cuarenta kilómetros al día cargado con doscientos kilos de mercaderías, pasa cuatro días sin beber, nos da su leche, su carne y su piel y no tiene desperdicio alguno. Su carne, ligeramente dulce, es superior a la del mejor cordero, especialmente la de la giba, aromática y grasienta. El camello es, sin lugar a dudas, el mejor amigo del hombre,

Lucas y Huevazos habían tratado camellos en Andalucía y no eran animales de su devoción.

—En lo de la manduca no están mal —concedió Huevazos—, que el camello es grande y da para muchos guisos, pero nosotros los queremos para transporte, y tengo entendido que son tercos como ellos solos.

El tratante concedió una mirada despectiva al escudero.

—¿Tercos? Quizá, buen amigo, llamas testarudez a lo que simplemente es personalidad y carácter —replicó—. El camello no es un animal dengue: tiene que enfrentarse con el desierto y vencerlo. ¿Quién querría aventurarse en ese mar de arena a lomos de un animal delicado? Para delicados ya están los caballos. El camello, eso sí, si decide no moverse, no se moverá. Pero si lográis que os aprecie, veréis que obedece al mero chasquido de la lengua del jinete. Por otra parte, cuando se pone muy burro —añadió ensombreciendo la voz— siempre os podéis mear en los ollares, para sofocarlo y que se levante, o pincharle la grupa con un aguijón, o aplicarle una tea encendida o un ascua en el trasero. Hay muchas maneras de persuadirlo para que siga caminando.

Llegaron a una corraliza donde dormitaba un grupo de camellos matalones, desdentados y comidos de moscas, las jorobas flácidas, con todas las señales de la enfermedad y el agotamiento. Carne de matarife.

—Aquí tenemos a los animales más escogidos de esta vuestra casa —los alabó el tratante.

Beaufort miró alrededor. En la corraliza del fondo, a la sombra de un cobertizo, descubrió seis camellos blancos.

—¿Y aquéllos? —señaló.

—¿Aquéllos? —dijo el tratante intentando disimular su fastidio—. Animales moribundos que no sirven ni para la carne.

Y reanudó la alabanza de los animales que quería vender, pero Beaufort le tiró de la chilaba y lo contuvo.

—Quiero ver aquéllos —insistió.

—¿Aquéllos, sidi? Ese lote es una calamidad de Alá. Pertenecen a un primo mío que me los ha dejado para que intente criarlos y sacarlos a flote. Son los animales más miserables de todo el corral, no aguantarán ni medio día en el arenal.

—¿De veras? Nunca hubiera pensado que fueran tan malos, porque parecen robustos y diligentes.

—¡Ay, Señor, lo que hace el no entender! —exclamó el tratante—. Esos animales son una vergüenza para un camellero honrado. Ya digo que los tengo aquí meramente por compromiso, por mi primo.

Se habían acercado a la corraliza donde estaban los seis camellos blancos. Beaufort pasó por debajo del palo, entró en el recinto y, dirigiéndose hacia el animal que le pareció más fatigado le palpó el pecho y le examinó la dentadura. Eran estupendos camellos
meharí
, blancos, de largas patas, y ninguno había cumplido más de cinco años.

El templario voceó un par de órdenes guturales en árabe. El inteligente cuadrúpedo obedeció al instante, primero plegó las patas delanteras, después los cuartos traseros, apoyando su poderosa anatomía sobre los callos de las rodillas. Sin hacer caso de las protestas del tratante, Beaufort tomó una de las monturas que había en el cobertizo y ensilló al animal. Luego se encaramó en la silla y tiró ligeramente de la rienda. Al instante, el camello estiró el pescuezo, se bamboleó de delante hacia atrás, desplegó las patas delanteras, luego las traseras, se elevó como un resorte y arrancó a caminar, obediente, hacia donde la rienda le indicaba.

Aixa palmeaba entusiasmada.

Concluida la exhibición, que había dejado boquiabierto al tratante, Beaufort se apeó y discutió el precio de aquellos animales, de todo el lote.

Cuando llegaron a un acuerdo, que consistió en vender los caballos a bajo precio y comprar los camellos carísimos, abandonaron la corraliza y regresaron al poblado. Allí, mientras los otros adquirían todo lo necesario, Lucas y Beaufort buscaron al juez, de las caravanas, le expusieron su propósito de cruzar el desierto y contrataron los servicios de un guía experto. Beaufort había decidido que no pernoctarían en Jartum, así que cuando tuvieron todo lo preciso, ya pasado el mediodía, salieron con todo el calor y recorrieron dos leguas para ir a dormir a una aldea llamada Turba, donde solían concentrarse las caravanas antes de internarse por el mar de arena.

Al día siguiente, muy de mañana, se ataviaron con largos velos enrollados en la cabeza para evitar la arena en los ojos, la boca y los oídos, llenaron de agua los grandes pellejos de cabra cosidos que llaman jerbas, cargaron los camellos y salieron en dirección a la tierra que sólo sirve para cruzarla: el infierno de sol y arena.

Durante tres días atravesaron la estepa que precede al desierto, por un camino mal acondicionado que serpenteaba entre pequeñas elevaciones rocosas y cerros desgastados por el viento, a veces esculpidos en formas caprichosas. La única vegetación la constituían matojos secos y espinosos. Los arbustos adoptaban formas inverosímiles para protegerse de los vientos dominantes.

Aixa se divertía de lo lindo observando comer a los camellos, la lenta deglución del bolo alimenticio, la cómica masticación circular con la mandíbula inferior moviéndose a uno y otro lado. La muchacha se asombraba de que aquellos estúpidos animales prefirieran los matojos resecos y los arbustos espinosos a la hierba fresca que crecía alrededor de los pozos. Intentaba familiarizarse con su camello, pero el animal no parecía apreciar mucho a su dueña.

—¿Por qué gruñe tanto? —le preguntó a Beaufort.

—El camello es antipático por naturaleza —respondió el templario—, pero además éstos son machos jóvenes y estamos en plena época
de
celo, que es entre septiembre y abril. No tienen ganas de juegos, son huraños y solitarios, y hasta puede que peligrosos si se los molesta.

Sucedieron días y días de caminar entre dunas amarillas y pedregales rojizos, descansando a mediodía, cuando el calor era insoportable, a la sombra de las grandes rocas dispersas por el arenal.

Los días eran infernales pero, en cambio, las noches eran de una belleza sobrecogedora. Bajo la luz vacilante y pálida de la luna, los viajeros encendían una pequeña hoguera y hacían la comida principal, conversaban un rato y se retiraban pronto a dormir, bien abrigados, pues durante la noche helaba. Aixa se acostumbró a los gemidos nocturnos del desierto, que el supersticioso guía atribuía a los
efrim
o genios, almas en pena que murieron en el arenal y no encontraban el camino del reino de los muertos. En realidad, aquellos sonidos los provocaba la contracción y dilatación de las rocas, que soportaban más de sesenta grados de diferencia entre la puesta de sol y la madrugada, sumados al rumor de los infinitos granos y partículas de arena impulsados por el viento. Otras veces, dependiendo de la textura de la arena, el gemido de los
efrim
se transformaba en lo que los beduinos conocen como arenas cantantes, una verdadera melodía, al principio agradable de oír pero, a la larga, tan persistente que perturba el cerebro.

Atravesando el desierto nubio, pasaron junto a pequeñas pirámides medio enterradas en la arena.

—¿Llegaron hasta aquí los egipcios? —le preguntó Vergino al guía.

—No, sidi. No se sabe quién levantó estas pirámides en medio del desierto.

En los dos días siguientes pernoctaron entre ruinas de templos y edificios antiguos que Vergino visitaba restándole tiempo al descanso. Al final, el viejo templario comprendió. Había por doquier restos de una pasada prosperidad que no podía corresponder a un país invadido por la arena. Los restos de grandes hornos de fundir hierro le dieron la clave: habían talado todos los árboles para alimentar los hornos y la deforestación del territorio acarreó la decadencia económica y la ruina del país, el despoblamiento y la muerte. Un gran imperio había habitado allí cuando la tierra era fértil y ahora sólo quedaban sus tristes ruinas invadidas por lagartos. Nuevamente, el viejo fraile se abismó en sus consideraciones sobre la fugacidad de la vida y la fragilidad de los imperios. ¿Serviría de algo, después de todo, que regresaran a Francia llevando el Arca de la Alianza? Eso contando con que no perecieran en el desierto.

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