Los falsos peregrinos (45 page)

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Authors: Nicholas Wilcox

BOOK: Los falsos peregrinos
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Uno de los muertos era joven y robusto. Le subió la manga, le buscó con el filo de la daga la vena del brazo, le practicó una sangría y bebió la sangre que brotaba de la herida. Después, con la renovada energía que le daba la esperanza de sobrevivir, siguió precavidamente a los bandidos de roca en roca.

A unos centenares de metros, Lotario de Voss creyó enloquecer de sed mientras contemplaba a los bandidos que extraían agua del pozo con ayuda de una larga cuerda atada a una pértiga que en el extremo tenía un saco de arena de contrapeso. Los bandidos dieron de beber a los camellos en los largos dornajos del abrevadero, bebieron ellos y llenaron las jerbas entre bromas. Por lo visto, el botín habla sido excelente. Después encendieron una fogata, calentaron largas tajadas de tasajo, y acabada la cena se cubrieron con mantas de piel y no tardaron en dormirse. Uno se quedó de centinela cerca del hato.

Al amparo de la noche, Lotario de Voss se acercó al centinela dormido. Era un beréber de rostro huesudo y barba rala, la boca prieta como una cicatriz. Resoplaba tan pesadamente que Lotario receló un instante si estaría haciéndose el dormido para tenderle una trampa. Se detuvo, temeroso de que si se aproximaba un centímetro más, el guardián saltara como un resorte, con la cuchilla en la mano, y profiriera gritos de alarma. Miró la jerba repleta de agua a los pies del centinela, preguntándose si formaría parte de la trampa. La sed lo atormentaba, pero era disciplinado y tomó todas las precauciones: hizo firme presa en la mandíbula del durmiente al mismo tiempo que le tapaba la boca y, con el mismo movimiento, le rebanó el gaznate. El centinela profirió un breve estertor, apenas el gorgoteo de la sangre al brotar mezclada con aire de los pulmones, y en seguida una mortal laxitud se adueñó del cuerpo. Con manos trémulas, Lotario tornó la jerba que lo había atormentado. No era una jerba, era un atadijo que contenía el equipaje del muerto. Desesperado, miró alrededor. ¿Dónde estaba el agua? Por fin descubrió que las jerbas estaban agrupadas junto al pozo. A la débil luz de la luna, los pellejos grasientos brillaban invitadores. Con paso cauto, se aproximó a los que dormían. Eran cinco. Uno estaba solo, al lado del equipaje, pero los restantes se habían acostado por parejas y estaban abrazados bajo las mantas. Iba a ser difícil degollarlos sin despertar al de al lado. Retiró los sables, que habían dejado al alcance de la mano, y buscó infructuosamente los cuchillos. Quizá dormían con ellos.

Se acercó al que dormía solo, le tapó la boca con la mano enguantada y lo degolló con la otra. Lo dejó desangrarse entre silenciosos estertores y repitió la operación con el que le parecía más peligroso de los otros, uno barbado que dormía con un adolescente. Pasó a la otra vida sin moverse apenas. Lotario dejó que el muchacho siguiera durmiendo y se ocupó de la otra pareja. Parecían fundidos en el mismo molde: mejillas descarnadas y barbas escasas. Uno tenía la mano en el sexo de su compañero. Degolló primero a éste. El segundo, al sentirse herido, golpeó el suelo con los talones atronando el silencio. El muchacho que dormía al otro lado de la hoguera se removió en el lecho y se abrazó al cadáver aún caliente de su compañero. Comenzaba a despertarse y palpaba medio dormido el charco de sangre que iba invadiendo su camastro cuando la sombra se abatió sobre él, le aplastó la cara contra la arena y el acre sabor de la hoja de acero, percibido desde dentro de la garganta, lo sepultó de nuevo en la inconsciencia.

Lotario, enloquecido de sed, pisó los cadáveres y las cenizas yertas de la hoguera para alcanzar la pila de jerbas. Cogió una y la levantó hasta la boca, pero estaba tan ansioso por beber que sus dedos torpes no conseguían extraer el tapón de madera. Exasperado, le propinó una puñalada. Por la ancha herida, un torrente de agua misericordiosa se desplomó sobre su rostro, refrescándole las fauces doloridas. Dejó que el chorro tibio le golpeara la boca llagada, le anegara la garganta seca como estopa, le doliera en el estómago estragado. Luego se contuvo, bebió con moderación y lamentó haber estropeado un valioso odre que quizá le sería necesario para el viaje. Más calmado, pensó que tal vez no hubiera sido mala idea dejar al muchacho con vida para que lo guiara a través del desierto, aunque quizá el muchacho cruzaba el desierto por primera vez, quizá sólo era el amante del barbudo.

Estaba agotado. Se echó a dormir hasta que clareó el día, y a la luz incierta de la alborada registró el equipaje de la caravana antes de proseguir su camino. Lo que encontró lo sorprendió gratamente. Seis de los fardos transportaban oro en tortas grandes como la mano. Rascó una de las tortas y comprobó que el metal era de primera calidad, sin aleación alguna. Seguramente, los mercaderes egipcios a los que iba destinado lo adulteraban antes de amonedarlo en besantes venecianos o florines lombardos.

—Somos ricos, Gunter —murmuró—. Ya tenemos dinero suficiente para el mejor barco que navegue por el Mediterráneo y para un palacio servido por esclavos. —Lo pensó mejor y añadió—: Si consigo escapar de este horno.

64

Tras un mes de penalidades continuas, sin más respiro que los dos o tres días que permanecieron en un oasis, reponiéndose para afrontar la siguiente caminata, los falsos peregrinos avistaron la devastada Sahra Ribyanah. Dejando a la derecha la cordillera de Tibesti, se adentraron en el desierto libio, evitando el secarral de Sahra Marzuq, y prosiguieron en dirección noreste hasta Darai. Los días eran iguales: arena y viento, calor y silenció, bajo un sol de fuego, atravesando inmensos yermos sembrados de hirientes astillas de roca roja que devolvía centuplicados los rayos del sol. Llevaban cuarenta días vagando por el erial cuando una mañana el guía anunció:

—Aquellos montes son el Sinawan.

Era la noticia que estaban esperando. El Sinawan, la antesala del desierto libio, la puerta trasera de Túnez.

Por la tarde cruzaron un río de piedras y bordearon una quebrada inaccesible hasta encontrar un portillo, guardado por los muros deshabitados de un antiguo fortín romano, a cuya sombra dejaron transcurrir las horas del mediodía. Después remontaron la cuesta y salieron a una llanura inmensa de rocas y arbustos secos que se elevaba hacia la meseta del Tendrá, desoladas cumbres barridas por el viento donde un hombre podía congelarse en las madrugadas o morir de insolación al mediodía.

Al cabo de cinco días, la vegetación se hizo más abundante e incluso recolectaron unas bayas dulces que los camellos comían con fruición.

—Estas bolitas las venden en el mercado de Túnez —observó Aixa.

—Es que esto es el Qabis —aclaró el camellero—. Estamos cerca de Túnez. Dentro de tres días saldremos del desierto. A partir de ahora no hay que racionar el agua: encontraremos pozos abundantes.

En los días siguientes se toparon con numerosos nómadas, a los que compraron dátiles, leche y
pan
de trigo. Incluso se permitieron descansar dos jornadas completas en El Djem aprovechando que Huevazos había cazado una gacela. Lucas y Aixa exploraron las ruinas de un anfiteatro romano inconcluso que los bizantinos habían convertido en fortaleza. Curioseando entre las ruinas adyacentes encontraron un bello mosaico medio enterrado en la arena que representaba un tigre acosando a dos onagros.

—Eran villas patricias —les explicó Vergino—. Toda esta región fue próspera y verde en tiempos de san Agustín, antes de la llegada de los moros.

Prosiguieron el camino por las montañas de Matmata, de roca blanda, donde los campesinos beréberes excavaban pozos y galerías para recoger el agua y hasta construían sus propias viviendas a varios niveles, como hormigueros gigantes.

—La proximidad de un poblado sólo se adivina por la abundancia de olivos e higueras —observó el guía—, porque los pueblos, las calles y las casas están bajo tierra.

En Matmata comieron miel y aceitunas; en el palmeral de Kebili compraron unos dátiles enormes con los que Huevazos preparó un estofado de cordero, esta vez auténtico, que saborearon a la sombra del palmeral junto a las fuentes del Ras el Aino.

Al día siguiente, el guía se despidió. Quería subir a una aldea de las montañas a saludar al cuñado de un amigo de su tío que se había avecindado allí, a la sombra de una viuda rica, después de cruzar el desierto más de doscientas veces.

—No puedes dejarnos tirados en medio de este yermo —le advirtió Beaufort.

—¿Tirados?— protestó el guía—. Si hasta un niño sabría regresar a la costa. De aquí a las montañas de enfrente lo que hay no es desierto, es playa. Sólo tenéis que seguir en esa dirección y, a un día de marcha, encontraréis huertas y pozos, caminos y gente, la tierra de Túnez.

«Y soldados», pensó Beaufort.

Entregaron al guía lo estipulado por sus servicios, más un camello de regalo, y se despidieron de él.

65

—¡Allí, allí! —gritó Lucas.

Miraron hacia donde señalaba. A la incierta luz del amanecer, desde la cima de la duna, Huevazos agitaba su gorro de fieltro.

—Dice que nos apresuremos —tradujo Lucas—. ¡Ha visto algo!

—¿Una fuente? —aventuró Aixa.

Apresuradamente recogieron las mantas y el hato y ensillaron los camellos. Huevazos había desaparecido de la línea del horizonte. Montaron en los cachazudos animales y los arrearon. Escalaron la duna a sotavento.

Desde la cima vieron una sucesión de colinas pedregosas que terminaba en un pequeño palmeral, tras el cual nacía un tenue brillo rosáceo que iba virando hacia el dorado a medida que la luz se definía en el horizonte. Brillaba como un manto de seda, como una espada, como una hoguera distante de ascuas esparcidas.

—Aquel resplandor… —señaló Lucas haciendo visera con la mano.

—Es el mar —respondió Beaufort tranquilamente.

Lucas se volvió hacia Aixa, que no se apartaba de su lado.

—¡Hemos vuelto al mar! —le dijo—. ¡Estamos salvados!

Vergino, con los ojos entrecerrados arrasados de lágrimas, contemplaba la inmensa llanura líquida.

—En efecto, debe de ser el mar —corroboró—. Se percibe el frescor del aire y el aroma de las algas. No parece que se trate de un espejismo.

Y murmuró calladamente una plegaria mientras sujetaba con mano firme las riendas del camello que transportaba los
tabotat
. Los animales habían venteado agua y estaban impacientes por alcanzar el palmeral.

Descendieron por el tortuoso sendero y, detrás de un roquedo, avistaron a Huevazos, que enfilaba hacia el oasis reconociendo el terreno. El joven Lucas comprendió el motivo de sus cautelas. No sabían dónde estaban ni si iban a encontrar gentes hostiles.

El palmeral estaba desierto. Había una huertecilla abandonada en la que todavía crecían algunos matojos esmirriados de alcauciles, pura espina, y un pozo que, a juzgar por las huellas de hombre, de cabra y de camello que lo rodeaban, continuaba en buen uso. Había un odre de cuero y una cuerda remendada atada a una anilla de piedra. Huevazos, después de comprobar que el agua no estaba envenenada, abrevó su camello en un pilón de madera.

Bebieron con deleite el agua fresca y sabrosa y llenaron las jerbas antes de proseguir la marcha hacia el mar. Cuando llegaron a la inmensa playa desierta, Beaufort se adelantó hasta que las olas le mojaron los pies. Se agachó, tomó agua salobre en el cuenco de la mano y la probó.

—¡Sabe al mar nuestro, es el mar muestro, no cabe duda! —gritó sobre el alegre estruendo del oleaje—. Ahora sólo cabe marchar hacia Occidente, hasta que encontremos quien nos diga dónde estamos.

Caminaron cinco leguas, siempre hacia Occidente, por una playa infinita sin encontrar a nadie, hasta que, por la tarde, el sol declinante los deslumbraba y Vergino decidió que pernoctarían en las ruinas de un chozal de pescadores que encontraron junto a una fuente. Con los restos de vigas resecas, que Huevazos extrajo de los mechinales, hicieron una pequeña fogata para hervir los restos de carne seca y galleta. En silencio pasó el cuenco de sopa de mano en mano hasta que la terminaron. Después, Beaufort asignó las guardias y se retiraron a dormir. La primera vela le tocó a Lucas.

Era una noche sin luna, oscura, pero la mar tenía el fulgor del cielo estrellado. En un extremo del promontorio, desde el que se divisaba la choza, Lucas contemplaba con arrobo el sobrecogedor espectáculo de la bóveda celeste. Sufrió un sobresalto cuando advirtió que una sombra, en la que inmediatamente reconoció las hechuras de Beaufort, se le acercaba desde el campamento.

—¿No duermes, monseñor?

—No, amigo. —Beaufort tomó asiento a su lado. Permaneció en meditativo silencio un momento y luego comentó—: Es hermosa la noche que Dios regala a sus criaturas.

Lucas asintió sin dejar de observar la bóveda.

—Estaba pensando en lo que haré cuando regresemos a España. Ya he cumplido la promesa de mi padre y puedo emanciparme. Le pediré a mi hermano unas tierras que pueda labrar con Huevazos y un par de siervos y me casaré con Aixa. Tendremos media docena de robustos hijos y quizá una o dos niñas con trenzas gordas y mejillas coloradas que me salgan a recibir alegremente cuando regrese de cazar el jabalí. Y, si no andáis muy lejos, monseñor, me gustaría visitaros alguna vez…

Beaufort sonrió tristemente y miró al mar. No podía pensar en ningún futuro fuera del Temple, pero la orden había sido suprimida, Jacques de Molay estaba en prisión y el mundo que él había conocido no existía ya.

Aunque, por otra parte, tenían los
tabotat
. El Arca de la Alianza podía alterarlo todo, podía enderezarlo todo.

El ruido procedía de la espesura del matorral, en lo alto de la duna. Había sido un chasquido apenas perceptible, como el roce de una rama al deslizarse sobre otra cuando alguien la aparta, pero el viento soplaba del interior y Huevazos lo había percibido. Quizá un perro o un zorro que amparado en la oscuridad acudía a saciar la sed en el aliviadero de la fuente.

Huevazos se agachó lentamente y depositó su chuzo en el suelo. A continuación desenfundó el cuchillo que pendía de su cinto, y con pasos quedos, se acercó a la espesura. Al rodear un tronco caído y medio enterrado en la arena, una sombra se interpuso en su camino. No era un zorro, pensó con desencanto, y se había dejado sorprender. La mano del enemigo fue más rápida que su pensamiento, un brazo le oprimió la boca y lo obligó a levantar el rostro mientras un cuchillo le buscaba la garganta. Pero Huevazos era un luchador experimentado e interpuso un brazo, en el que la daga abrió un tajo enorme, evitando la herida mortal. Entonces Lotario le asestó una cuchillada ancha en el vientre y lo dejó herido de muerte.

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