Read Los falsos peregrinos Online
Authors: Nicholas Wilcox
—¿Larmenius? Lo conozco —dijo Beaufort—. Sostuvo un castillo en Siria. Lo hizo bien.
Vergino ayudó a Beaufort a tomar asiento en el fuste de una columna que servía de banco. Soplaba una agradable brisa marina y estaban solos.
—Hay un barco de la Hansa,
La Seguridad Velera
, que zarpa mañana con destino a Hamburgo y hace escala en Escocia. He pensado que es una buena ocasión para reunirme con los hermanos escoceses y ver si realmente podemos arreglar las cosas desde allí. No me fío del todo de lo que me ha contado el hermano Alois.
—Creo que es una buena idea —dijo Beaufort.
—Pero no me atrevo a llevar conmigo los
tabotat
—continuó Vergino—. Pueden ocurrir muchas cosas hasta llegar a Escocia o incluso en la propia Escocia.
Beaufort lo miró con asombro.
—¿Qué haremos entonces?
—Tú te quedarás aquí con los
tabotat
. Tú eres el portador de la Palabra. Contigo estarán seguros. Regresaré en cuanto pueda o enviaré a alguien a buscarte. Antes de tomar cualquier decisión tenemos que comprobar el estado de la orden después de su disolución. A Francia no podemos regresar: Nogaret y el rey Felipe deben de estar buscándonos. Me extraña que no hayan enviado más gente a seguirnos.
Beaufort comprendió que lo que proponía el anciano era lo más prudente.
—¿Cuándo te marchas, hermano?
—Mañana.
—¿Y qué haré cuando mi pierna suelde?
—Es cosa de un mes, quizá, pero no debes forzarla. Quédate aquí y aguarda noticias mías.
Renzo di Trebia, el cónsul veneciano, recibió al visitante en la azotea ajedrezada de su casa.
—¿Eres tú el contable de mi primo micer Enrice Pastizzo?
—El mismo,
signore.
—¿El que fue templario en París?
Alois Beltran inclinó la cabeza e hizo un gesto, como excusándose.
—Sí,
signore.
—¿Qué es lo que tenías que comunicarme?
—
Signore
. Esta mañana hablé con Vergino, uno de los templarios que encontré disfrazados de moros hace unos meses, cuando llegué a la ciudad. No quisieron confiarme la misión que estaban realizando, pero el
signore
Pastizzo me advirtió que si alguna vez volvía a toparme con ellos, se lo comunicara. Así lo he hecho y ahora me envía a vos. Los acompañaba aquel caballero teutónico que os sacó doscientas libras tornesas usando una credencial falsa.
La mano del banquero perchó como una garra sobre el torneado brazo del sillón.
—Aquel… ¿cómo se llama?
—Lotario de Voss,
signore.
—¡Lotario de Voss! —repitió el cónsul como si las sílabas del nombre le quemaran la boca.
La estafa de Lotario había hundido su prometedora carrera. Un sicario del rey de Francia, que había asesinado a los comisionados de la banca toscana, le había tomado el pelo sacándole un buen pellizco. El asunto de Lotario de Voss constituía un baldón difícil de borrar. Quizá nunca lo promocionarían a otro consulado más importante. En la banca toscana los bellísimos engaños, como ellos los llamaban, ensalzaban al que los perpetraba, pero hundían en el descrédito al que los sufría. Un banquero no debe dejarse engañar, mucho menos si es veneciano.
Renzo di Trebia reflexionó un momento.
—¿Dónde dices que están esos templarios? Han alquilado una casa en Sidi Bu Said. Lotario de Voss ha sufrido un accidente y está encamado.
—¿Qué accidente?
—No lo sé. No puede moverse.
—¿Lo tienen prisionero?
—Creo que sí.
Di Trebia se mordió el labio inferior mientras meditaba.
—¿Tú puedes entrar libremente en la casa?
—Por lo menos puedo intentarlo. Hemos sido compañeros en el Temple de París muchos años.
—En ese caso, inténtalo. Mañana mismo. Llévales algo de regalo, comida, ropa, lo que sea. Eso ayudará. Hazte amigo de ellos. Cuando no te vean habla con el prisionero y muéstrale este anillo. —Le entregó un sello con las armas de Venecia—. Dile que vas de mi parte y que si me ayuda a capturar el Arca daré por saldada nuestra deuda y le pagaré el rescate de su hermano. Las familias lombardas de París darán cualquier cosa con tal de hacerse con ese talismán, el Arca o lo que sea. Intenta averiguar qué ha sido del Arca y, si la han encontrado, dónde la ocultan. Si tienes éxito, serás muy rico, te lo prometo.
Alois Beltran realizó el encargo con diligencia y regresó al día siguiente.
—
Signore
, Lotario de Voss se finge mudo y no habla con sus enemigos, pero en cuanto le mostré vuestro anillo y le dije que venía de vuestra parte me confió todo lo que quería saber. En realidad, el Arca consta de dos ladrillos de piedra o de madera poco mayores que la mano. Han conseguido robarlos y los guardan en una bolsa de la que nunca se separan. El templario viejo zarpó ayer en un barco hanseático con rumbo a Escocia, donde espera reunirse con otros supervivientes de la orden, pero ha dejado las piedras del Arca al cuidado del templario más joven. Tienen, además, mucho oro en placas. Lotario de Voss asegura que es suyo y que se lo arrebataron.
El muchacho musulmán buscó a Beaufort en el promontorio, donde solía practicar con las muletas.
—Sidi, ya estoy de vuelta —dijo sentándose a su lado.
—Ya lo veo. ¿Has hecho lo que te pedí?
—Sí, sidi. Seguí a sidi Alois, el contable.
—Y ¿adonde fue?
—Al mismo sitio que ayer. A la casa del cónsul de Venecia. Desde la calle lo vi hablando con el cónsul en la azotea.
—Gracias, Muhammad —dijo Beaufort y, desentendiéndose del rapaz, tornó a contemplar el mar, abismado en sus pensamientos.
Muhammad se hizo el remolón. Arrancó una brizna de hierba y se la enroscó en el dedo.
—¿Sabíais que el hombre de la cama no está mudo?
Beaufort lo miró con extrañeza.
—¿Lotario habla?
El muchacho asintió con cierto orgullo, creciéndose al comprobar el impacto que su revelación causaba.
—Ayer, cuando el contable Alois estaba esperando a que regresarais del paseo, entró en la habitación del tullido y estuvo conversando con él. Después se sentó bajo la parra a esperar vuestro regreso y os dijo que acababa de llegar. Por eso me percaté de que no quería que lo supierais.
—¿Y el tullido le contestaba?
—Sí, señor, pero no sé lo que le decía. No entiendo su idioma. El tullido habla mucho, pero cuando entráis vos, o la criada, se hace el mudo.
Beaufort comprendió. Alois Beltran, que nunca había sido muy de fiar, estaba haciendo de correo entre Lotario de Voss y Renzo di Trebia. Los cónsules lombardos eran muy poderosos en Túnez… De pronto se alarmó. ¿De cuánto tiempo disponía antes de recibir la visita de sus matones para arrebatarle los sagrados
tabotat
?
Reflexionó un momento y luego dijo:
—Tienes que hacerme un servicio urgente, Muhammad.
—Oír es obedecer, sidi.
Aquella misma noche, Beaufort asfixió a Lotario de Voss con una almohada. Después, el templario alquiló un asno en la plaza de Sidi Bu Said, bajó montado en él a la playa de Cartago, donde los pescadores sacaban el copo, y preguntó por el cementerio pagano.
—Allí, sidi, detrás de aquellos cipreses —le señaló un pescador que remendaba redes en la orilla—. Un lugar maldito de Alá, en el que se reúnen los malos espíritus. —Y escupió en el suelo para alejar la mala suerte. Beaufort lo imitó.
El cementerio pagano estaba en una hondonada invadida por los arbustos y las malas yerbas. Entre la maleza aparecían, diseminadas acá y allá, aras y lápidas conmemorativas de antiguos sacrificios a los dioses del Mal. Los supersticiosos moros evitaban aquel lugar, incluso los caminos se apartaban de él con un rodeo.
Beaufort montó nuevamente en su pollino y prosiguió hasta el puerto de Túnez, donde entró en la posada de los francos y le preguntó al tabernero si había marineros que zarparan al día siguiente. El del mandil le señaló tres genoveses que ocupaban una mesa. Beaufort les pagó una jarra de vino y se sentó con ellos.
—¿Estaríais dispuestos a ganaros una dobla de oro?
—¿Una dobla de oro? —exclamó un pelirrojo seco como la mojama—. ¿Qué hay que hacer?
—Poca cosa. Tan sólo cavar un hoyo.
—¿Por cavar un hoyo? —se extrañó el pelirrojo—. ¿Un hoyo para qué?
—Soy un templario fugitivo de Francia —explicó Beaufort—. Hace un mes que llegué a estas costas con un compañero enfermo a causa de las torturas del rey Felipe. A mí mismo me dejaron cojo, como veis, y tampoco creo que viva mucho tiempo. Pero mi compañero ha muerto y deseo enterrarlo dignamente.
—¿No hay cavadores en este lugar para que recurras a nosotros? —objetó el pelirrojo.
—Hay sepultureros musulmanes, pero cuando se trata de enterrar a un cristiano rechazan el trabajo. Creen que trae mala suerte.
Uno de los marineros se alborotó.
—¡Estos moros son como las bestias del campo! ¡No conocen la caridad cristiana! —exclamó mientras contemplaba la refulgente dobla de oro que Beaufort había depositado sobre la mesa.
—¿Dónde hay que hacer el hoyo? —preguntó el que antes había desconfiado.
—El lugar no está lejos de aquí. He decidido que mi amigo repose en unas ruinas antiguas desde las que solía contemplar el mar mientras pensaba en Francia.
Beaufort pagó otra jarra de vino y cuando la terminaron salieron. La noche estaba clara, con la luna creciente flotando en un cielo azul limpio de estrellas. Los condujo hasta las proximidades de la isla redonda, a una legua de Túnez. Había una espesura de palmeras y cipreses entre la playa y las ruinas antiguas. Les mostró la hondonada del cementerio.
—Es aquí —dijo—. Ahora esperadme porque he de recoger el cadáver.
Y subió solo a Sidi Bu Said, de donde regresó antes de una hora con un carro en el que portaba al difunto envuelto en una mortaja rígida, con los
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disimulados en la espalda. Les señaló los picos y los azadones.
—Ahí tenéis las herramientas.
Tardaron media noche en cavar una tumba profunda a la vacilante luz de dos candiles. Después colocaron el cadáver en el fondo y lo cubrieron con un tejadillo de piedras sepulcrales que recogieron por la hondonada. Finalmente rellenaron la zanja y la alisaron. Clareaba el día cuando finalizaron la tarea. Beaufort entregó al pelirrojo la dobla prometida y una cantidad suplementaria para que bebieran a la memoria del difunto en el primer puerto donde tocaran tierra. Cuando se marcharon disimuló el enterramiento esparciendo encima tierra superficial y matojos secos.
El templario pasó el día siguiente merodeando por los zocos de Túnez. Hacía unos días que había abandonado las muletas y se arreglaba bien con un bastón. Cuando regresó a Sidi Bu Said, a la caída de la tarde, lo primero que hizo fue comprobar si todo seguía igual. Unos intrusos le habían puesto la casa patas arriba, habían destripado su parco equipaje a punta de cuchillo y, al no encontrar lo que estaban buscando, finalmente habían cavado en el corral. Allí tuvieron más suerte. Debajo de las losas donde Beaufort había escondido, con calculada torpeza, la alforja de los
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y dos tortas de oro había sólo un hoyo.
Sonrió el templario y, abriéndose la túnica, orinó en el hoyo.
Su engaño había dado resultado. Los embajadores de Venecia negociarían con el rey de Francia dos simples piedras pulimentadas que el día antes Muhammad, el recadero, había encargado en el zoco de los canteros. Los verdaderos
tabotat
reposaban en la tumba de Lotario de Voss, firmemente sujetos a la tabla que servía de respaldo al cadáver.
Aquella noche, Roger de Beaufort durmió como no recordaba haber dormido desde los tiempos de Tierra Santa.
A la mañana siguiente, cuando despertó, se asomó a la ventana y vio que el recadero estaba barriendo el empedrado de la puerta.
—¡Muhammad!
—¡Oír es obedecer, sidi!
—¿No dices que tienes un tío albañil?
—Sí, sidi. El mejor albañil de Túnez.
—Pues tu tío me va a construir una casa en la playa, cerca del cementerio de los paganos y del mar..
—Pero sidi, en ese lugar habitan los malos espíritus. A nadie se le ocurriría vivir allí.
—Pues por eso. A mí me gusta la soledad. Además, quizá consiga que esos malos espíritus se regeneren y terminen siendo buenos.
Muhammad miró a su amo y se preguntó si estaría loco. Extraña gente estos francos.
Pasó por la calle un vendedor de buñuelos pregonando su mercancía.
—¿Has desayunado, Muhammad?
—Poca cosa, sidi.
El templario y su criado sarraceno desayunaron buñuelos con leche de cabra y Roger de Beaufort descubrió que, habiéndolo perdido todo en la vida, acababa de ganar un hijo. De pronto el
Shem Shemaforash
, el Nombre secreto de Dios, volvió a su memoria y el antiguo guerrero lo pronunció quedo, casi para sus adentros. Con los ojos arrasados en lágrimas, dio gracias a Dios por los beneficios que continuamente derrama sobre sus criaturas.
Lucas Cardeña y Aixa se casaron y se establecieron en la heredad de Cotrufes. Tuvieron once hijos, al mayor le pusieron Roque, y vivieron felices. Lucas murió en 1338. Aixa sobrevivió nueve años a su marido. Reunía a sus hijos y a sus nietos los aniversarios de su huida de Alejandría para celebrar la efemérides con dulces de sartén y aguardiente resoli. Conservó el vigor y el aspecto juvenil hasta la muerte, en parte porque se teñía las canas con alheña.
La Seguridad Velera
, la nave hanseática que llevaba a Vergino a Escocia, colisionó con una tabla a la deriva y se fue a pique frente a las costas de Málaga. El anciano templario se salvó, pero decidió continuar el viaje por tierra hasta los puertos cantábricos. Sin embargo no pasó de Chiclana de Segura, cerca de Despeñaperros, en cuyo convento visigodo consagró sus últimos años a estudiar los arcanos del nombre divino. Algunos historiadores aseguran que el que estuvo en Chiclana, y esculpió la misteriosa Piedra del Letrero, fue su hermano Pedro.
Roger de Beaufort vivió el resto de su vida en las ruinas de Cartago, en una casa junto al mar desde la cual podía vigilar cómodamente el escondite de los
tabotat
. Con sus propias manos construyó una ermita octogonal en el centro del antiguo puerto militar púnico, al que llamaban la isla Redonda. Cuando murió, con fama de santo, en la primavera de 1327, su fiel ahijado Muhammad lo sepultó en el atrio de la ermita. Con el tiempo, la tumba del hombre santo se convirtió en morabito y fue muy visitada por los tunecinos enfermos de los ojos porque, mirando el mar a través de sus ventanas, sanaban.