—Dios sabe que tengo la conciencia tranquila.
La madre de Mina salió del dormitorio.
—¿Con quién hablas? —preguntó.
—Con nadie —dijo la ciega—. Ya te he dicho que me estoy volviendo loca.
Encerrada en su cuarto, Mina se desabotonó el corpiño y sacó tres llavecitas que llevaba prendidas con un alfiler de nodriza. Con una de las llaves abrió la gaveta inferior del armario y extra jo un baúl de madera en miniatura. Lo abrió con la otra llave. Adentro había un paquete de cartas en papeles de color, atadas con una cinta elástica. Se las guardó en el corpiño, puso el baulito en su puesto y volvió a cerrar la gaveta con llave. Después fue al excusado y echó las cartas en el fondo.
—Te hacia en misa —le dijo la madre.
—No pudo ir —intervino la ciega—. Se me olvidó que era primer viernes y lavé las mangas ayer tarde.
—Todavía están húmedas —murmuró Mina.
—Ha tenido que trabajar mucho en estos días —dijo la ciega.
—Son ciento cincuenta docenas de rosas que tengo que entregar en la Pascua —dijo Mina.
El sol calentó temprano. Antes de las siete, Mina instaló en la sala su taller de rosas artificiales: una cesta llena de pétalos y alambres, un cajón de papel elástico, dos pares de tijeras, un rollo de hilo y un frasco de goma. Un momento después llegó Trinidad con su caja de cartón bajo el brazo, a preguntarle por qué no había ido a misa.
—No tenía mangas —dijo Mina.
—Cualquiera hubiera podido prestártelas —dijo Trinidad.
Rodó una silla para sentarse junto al canasto de pétalos.
—Se me hizo tarde —dijo Mina.
Terminó una rosa. Después acercó el canasto para rizar pétalos con las tijeras. Trinidad puso la caja de cartón en el suelo e intervino en la labor.
Mina observó la caja.
—¿Compraste zapatos? —preguntó.
—Son ratones muertos —dijo Trinidad.
Como Trinidad era experta en el rizado de pétalos, Mina se dedicó a fabricar tallos de alambre forrados en papel verde. Trabajaron en silencio sin advertir el sol que avanzaba en la sala decorada con cuadros idílicos y fotografías familiares. Cuando terminó los tallos, Mina volvió hacia Trinidad un rostro que parecía acabado en algo inmaterial. Trinidad rizaba con admirable pulcritud, moviendo apenas la punta de los dedos, las piernas muy juntas. Mina observó sus zapatos masculinos. Trinidad eludió la mirada, sin levantar la cabeza, apenas arrastrando los pies hacia atrás e interrumpió el trabajo.
—¿Qué pasó? —dijo.
Mina se inclinó hacia ella.
—Que se fue —dijo.
Trinidad soltó las tijeras en el regazo.
—No.
—Se fue —repitió Mina.
Trinidad la miró sin parpadear. Una arruga vertical dividió sus cejas encontradas.
—¿Y ahora? —preguntó.
Mina respondió sin temblor en la voz.
—Ahora, nada.
Trinidad se despidió antes de las diez.
Liberada del peso de su intimidad, Mina la retuvo un momento, para echar los ratones muertos en el excusado: La ciega estaba podando el rosal.
—A que no sabes qué llevo en esta caja —le dijo Mina al pasar.
Hizo sonar los ratones.
La ciega puso atención.
—Muévela otra vez —dijo.
Mina, repitió el movimiento, pero la ciega no pudo identificar los objetos, después de escuchar por tercera vez con el índice apoyado en el lóbulo de la oreja.
—Son los ratones que cayeron anoche en la trampa de la iglesia —dijo Mina.
Al regreso pasó junto a la ciega sin hablar. Pero la ciega la siguió. Cuando llegó a la sala, Mina estaba sola junto a la ventana cerrada, terminando las rosas artificiales.
—Mina —dijo la ciega—. Si quieres ser feliz, no te confieses con extraños.
Mina la miró sin hablar. La ciega ocupó la silla frente a ella e intentó intervenir en el trabajo. Pero Mina se lo impidió.
—Estás nerviosa —dijo la ciega.
—Por tu culpa —dijo Mina.
—¿Por qué no fuiste a misa?
—Tú lo sabes mejor que nadie.
—Si hubiera sido por las mangas no te hubieras tomado el traba jo de salir de la casa —dijo la ciega—. En el camino te esperaba alguien que te ocasionó una contrariedad.
Mina pasó las manos frente a los ojos de la abuela, como limpiando un cristal invisible.
—Eres adivina —dijo.
—Has ido al excusado dos veces esta mañana —dijo la ciega—. Nunca vas más de una vez.
Mina siguió haciendo rosas.
—¿Serías capaz de mostrarme lo que guardas en la gaveta del armario? —preguntó la ciega.
Sin apresurarse Mina clavó la rosa en el marco de la ventana, se sacó las tres llavecitas del corpiño y se las puso a la ciega en la mano. Ella misma le cerró los dedos.
—Anda a verlo con tus propios ojos —dijo. La ciega examinó las llavecitas con las puntas de los dedos.
—Mis ojos no pueden ver en el fondo del excusado.
Mina levantó la cabeza y entonces experimentó una sensación diferente: sintió que la ciega sabia que la estaba mirando.
—Tírate al fondo del excusado si te interesan tanto mis cosas —dijo.
La ciega evadió la interrupción.
—Siempre escribes en la cama hasta la madrugada —dijo.
—Tú misma apagas la luz —dijo Mina.
—Y en seguida tú enciendes la linterna de mano —dijo la ciega—. Por tu respiración podría decirte entonces lo que estás escribiendo.
Mina hizo un esfuerzo para no alterarse.
—Bueno —dijo sin levantar la cabeza—. Y suponiendo que así sea: ¿qué tiene eso de particular?
—Nada —respondió la ciega—. Sólo que te hizo perder la comunión del primer viernes.
Mina recogió con las dos manos el rollo de hilo, las tijeras, y un puñado de tallos y rosas sin terminar. Puso todo dentro de la canasta y encaró a la ciega.
—¿Quieres entonces que te diga qué fui a hacer al excusado? —preguntó. Las dos permanecieron en suspenso, hasta cuando Mina respondió a su propia pregunta—: Fui a cagar.
La abuela tiró en el canasto las tres llavecitas.
—Seria una buena excusa —murmuró, dirigiéndose a la cocina—. Me habrías convencido si no fuera la primera vez en tu vida que te oigo decir una vulgaridad.
La madre de Mina venía por el corredor en sentido contrario, cargada de ramos espinosos.
—¿Qué es lo que pasa? —preguntó.
—Que estoy loca —dijo la ciega—. Pero por lo visto no piensan mandarme para el manicomio mientras no empiece a tirar piedras.
Esta es, incrédulos del mundo entero, la verídica historia de la Mamá Grande, soberana absoluta del reino de Macondo, que vivió en función de dominio durante 92 años y murió en olor de santidad un martes del setiembre pasado, y a cuyos funerales vino el Sumo Pontífice.
Ahora que la nación sacudida en sus entra ñas ha recobrado el equilibrio; ahora que los gaiteros de San Jacinto, los contrabandistas de la Guajira, los arroceros del Sinú, las prostitutas de Guacamayal, los hechiceros de la Sierpe y los bananeros de Aracataca han colgado sus toldos para restablecerse de la extenuante vigilia, y que han recuperado la serenidad y vuelto a tomar posesión de sus estados el presidente de la república y sus ministros y todos aquellos que representaron al poder público y a las potencias sobrenaturales en la más espléndida ocasión funeraria que registren los anales históricos; ahora que el Sumo Pontífice ha subido a los Cielos en cuerpo y alma, y que es imposible transitar en Macondo a causa de las botellas vacías, las colillas de cigarrillos, los huesos roídos, las latas y trapos y excrementos que dejó la muchedumbre que vino al entierro, ahora es la hora de recostar un taburete a la puerta de la calle y empezar a contar desde el principio los pormenores de esta conmoción nacional, antes de que tengan tiempo de llegar los historiadores.
Hace catorce semanas, después de interminables noches de cataplasmas, sinapismos y ventosas, demolida por la delirante agonía, la Mamá Grande ordenó que la sentaran en su viejo mecedor de bejuco para expresar su última voluntad. Era el único requisito que le hacía falta para morir. Aquella mañana, por intermedio del padre Antonio Isabel, había arreglado los negocios de su alma, y sólo le faltaba arreglar los de sus arcas con los nueve sobrinos, sus herederos universales, que velaban en torno al lecho. El párroco, hablando solo y a punto de cumplir cien año, permanecía en el cuarto. Se habían necesitado diez hombres para subirlo hasta la alcoba de la Mamá Grande, y se había decidido que allí permaneciera para no tener que bajarlo y volverlo a subir en el minuto final.
Nicanor, el sobrino mayor, titánico y montaraz, vestido de caqui, botas con espuelas y un revólver calibre 38, cañón largo, ajustado bajo la camisa, fue en busca del notario. La enorme mansión de dos plantas, olorosa a melaza y a orégano, con sus oscuros aposentos atiborrados de arcones y cachivaches de cuatro generaciones convertidas en polvo, se había paralizado desde la semana anterior a la expectativa de aquel momento. En el profundo corredor central, con garfios en las paredes donde en otro tiempo se colgaron cerdos desollados y se desangraban venados en los soñolientos domingos de agosto, los peones dormían amontonados sobre sacos de sal y útiles de labranza, esperando la orden de, ensillar las bestias para divulgar la mala noticia en el ámbito de la hacienda desmedida. El resto de la familia estaba en la sala. Las mujeres lívidas, desangradas por la herencia y la vigilia, guardaban un luto cerrado que era una suma de incontables lutos superpuestos. La rigidez matriarcal de la Mamá Grande había cercado su fortuna y su apellido con una alambrada sacramental, dentro de la cual los tíos se casaban con las hijas de las sobrinas, y los primos con las tías, y los hermanos con las cuñadas, hasta formar una intrincada maraña de consanguinidad que convirtió la procreación en un círculo vicioso. Sólo Magdalena, la menor de las sobrinas, logró escapar al cerco; aterrorizada por las alucinaciones se hizo exorcizar por el padre Antonio Isabel, se rapó la cabeza y renunció a las glorías y vanidades del mundo en el noviciado de la Prefectura Apostólica. Al margen de la familia oficial, y en ejercicio del derecho de pernada, los varones habían fecundado hatos, veredas y caseríos con toda una descendencia bastarda, que circulaba entre la servidumbre sin apellidos a título de ahijados, dependientes, favoritos y protegidos de la Mamá Grande.
La inminencia de la muerte removió la extenuante expectativa. La voz de la moribunda, acostumbrada al homenaje y a la obediencia, no fue más sonora que un bajo de órgano en la pieza cerrada, pero resonó en los más apartados rincones de la hacienda. Nadie era indiferente a esa muerte. Durante el presente siglo, la Mamá Grande había sido el centro de gravedad de Macondo, como sus hermanos, sus padres y los padres de sus padres lo fueron en el pasado, en una hegemonía que colmaba dos siglos. La aldea se fundó alrededor de su apellido. Nadie conocía el origen, ni los limites ni el valor real del patrimonio, pero todo el mundo se había acostumbrado a creer que la Mamá Grande era dueña de las aguas corrientes y estancadas, llovidas y por llover, y de los caminos vecinales, los postes del telégrafo, los años bisiestos y el calor, y que tenía además un derecho heredado sobre vida y haciendas. Cuando se, sentaba a tomar el fresco de la tarde en el balcón de su casa, con todo el peso de sus vísceras y su autoridad aplastado en su viejo mecedor de bejuco, parecía en verdad infinitamente rica y poderosa, la matrona más rica y poderosa del mundo.
A nadie se le había ocurrido pensar que la Mamá Grande fuera mortal, salvo a los miembros de su tribu, y a ella misma, aguijoneada por las premoniciones seniles del padre Antonio Isabel. Pero ella confiaba en que viviría más de 100 años, como su abuela materna, que en la guerra de 1875 se enfrentó a una patrulla del coronel Aureliano Buendía, atrincherada en la cocina de la hacienda. Sólo en abril de este año comprendió la Mamá Grande que Dios no le concedería el privilegio de liquidar personalmente, en franca refriega, a una horda de masones federalistas.
En la primera semana de dolores el médico de la familia la entretuvo con cataplasmas de mostaza y calcetines de lana. Era un médico hereditario, laureado en Montpellier, contrario por convicción filosófica a los progresos de su ciencia, a quien la Mamá Grande había concedido la prebenda de que se impidiera en Macondo el establecimiento de otros médicos. En un tiempo recorría el pueblo a caballo; visitando los lúgubres enfermos del atardecer, y la naturaleza le concedió el privilegio de ser padre de numerosos hijos ajenos. Pero la artritis le anquilosó en un chinchorro, y terminó por atender a sus pacientes sin visitarlos, por medio de suposiciones, correveidiles y recados. Requerido por la Mamá Grande atravesó la plaza en pijama, apoyado en dos bastones, y se instaló en la alcoba de la enferma. Sólo cuando comprendió que la Mamá Grande agonizaba, hizo llevar una arca con pomos de porcelana marcados en latín y durante tres semanas embadurnó a la moribunda por dentro y por fuera con toda suerte de emplastos académicos, julepes magníficos y supositorios magistrales. Después le aplicó sapos ahumados en el sitio del dolor y sanguijuelas en los riñones, hasta la madrugada de ese día en que tuvo que enfrentarse a la disyuntiva de hacerla sangrar por el barbero o exorcizar por el padre Antonio Isabel.
Nicanor mandó a buscar al párroco. Sus diez hombres mejores lo llevaron desde la casa cural basta el dormitorio de la Mamá Grande, sentado en su crujiente mecedor de mimbre bajo el mohoso palio de las grandes ocasiones. La campanilla del Viático en el tibio amanecer de setiembre fue la primera notificación a los habitantes de Macondo. Cuando salió el sol, la placita frente a la casa de la Mamá Grande parecía una feria rural.
Era como el recuerdo de otra época. Hasta cuando cumplió los 70, la Mamá Grande celebró su cumpleaños con las ferias más prolongadas y tumultuosas de que se tenga memoria. Se ponían damajuanas de aguardiente a disposición del pueblo, se sacrificaban reses en la plaza pública, y una banda de músicos instalada sobre una mesa tocaba sin tregua durante tres días. Bajo los almendros polvorientos donde la primera semana del siglo acamparon las legiones del coronel Aureliano Buendía, se ponían ventas de masato, bollos, morcillas, chicharrones, empanadas, butifarras, caribañolas, pandeyuca, almojabanas, buñuelos, arepuelas, hojaldres, longanizas, mondongos, cocadas, guarapo. Entre todo género de menudencias, chucherías, baratijas y cacharros, y peleas de gallos y juegos de lotería. En medio de la confusión de la muchedumbre alborotada, se vendían estampas y escapularios con la imagen de la Mamá Grande.