Los funerales de la Mamá Grande (7 page)

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Authors: Gabriel García Márquez

Tags: #Cuento, Drama

BOOK: Los funerales de la Mamá Grande
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Aquella mujer frágil, lacerada por la superstición, casada a los 20 años por voluntad de sus padres con el único pretendiente que le permitieron ver a menos de 10 metros de distancia, no había estado nunca en contacto directo con la realidad. Tres días después de que sacaron de la casa el cadáver de su marido, comprendió a través de las lágrimas que debía reaccionar, pero no pudo encontrar el rumbo de su nueva vida. Era necesario empezar por el principio.

Entre los innumerables secretos que José Montiel se había llevado a la tumba, se fue enredada la combinación de la caja fuerte. El alcalde se ocupó del problema. Hizo poner la caja en el patio, apoyada al paredón, y dos agentes de la policía dispararon sus fusiles contra la cerradura. Durante toda una mañana, la viuda oyó desde el dormitorio las descargas cerradas y sucesivas, ordenadas a gritos por el alcalde. «Esto era lo último que faltaba», pensó. «Cinco años rogando a Dios que se acaben los tiros, y ahora tengo que agradecer que disparen dentro de mi casa», Aquel día hizo un esfuerzo de concentración, llamando a la muerte, pero nadie le respondió. Empezaba a dormirse cuando una tremenda explosión sacudió los cimientos de la casa. Habían tenido que dinamitar la caja fuerte.

La viuda de Montiel lanzó un suspiro. Octubre se eternizaba con sus lluvias pantanosas y ella se sentía perdida, navegando sin rumbo en la desordenada y fabulosa hacienda de José Montiel. El señor Carmichael, antiguo y diligente servidor de la familia, se había encargado de la administración. Cuando por fin se enfrentó al hecho concreto de que su marido había muerto. La viuda de Montiel salió del dormitorio para ocuparse de la casa La despojó de todo ornamento, hizo forrar los muebles en colores luctuosos, y puso lazos fúnebres en los retratos del muerto que colgaban de las paredes. En dos meses de encierro había adquirido la costumbre de morderse las uñas. Un día —los ojos enrojecidos e hinchados de tanto llorar— se dio cuenta de que el señor Carmichael entraba en la casa con el paraguas abierto.

—Cierre ese paraguas, señor Carmichael —le dijo—. Después de todas las desgracias que tenemos, sólo nos faltaba que usted entrara a la casa con el paraguas abierto.

El señor Carmichael puso el paraguas en el rincón. Era un negro viejo, de piel lustrosa, vestido de blanco y con pequeñas aberturas hechas a navaja en los zapatos para aliviar la presión de los callos.

—Es sólo mientras se seca.

Por primera vez desde que murió su esposo, la viuda abrió la ventana.

—Tantas desgracias, y además este invierno —murmuró, mordiéndose las uñas—. Parece que no va a escampar nunca.

—No escampará ni hoy ni mañana —dijo el administrador—. Anoche no me dejaron dormir los callos.

Ella confiaba en las predicciones atmosféricas de los callos del señor Carmichael. Contempló la placita desolada, las casas silenciosas cuyas puertas no se abrieron para ver el entierro de José Montiel, y entonces se sintió desesperada con sus uñas, con sus tierras sin límites, y con los infinitos compromisos que heredara y que nunca lograría comprender.

—El mundo está mal hecho —sollozo.

Quienes la visitaron por esos días tuvieron motivos para pensar que había perdido el juicio. Pero nunca fue mas lúcida que entonces. Desde antes de que empezara la matanza política ella pasaba las lúgubres mañanas de octubre frente a la ventana de su cuarto, compadeciendo a los muertos y pensando que si Dios no hubiera descansado el domingo habría tenido tiempo de terminar el mundo.

—Ha debido aprovechar ese día para que no le quedaran tantas cosas mal hechas —decía—. Al fin y al cabo, le quedaba toda la eternidad para descansar.

La única diferencia, después de la muerte de su esposo, era que entonces tenía un motivo concreto para concebir pensamientos sombríos.

Así, mientras la viuda de Montiel se consumía en la desesperación, el señor Carmichael trataba de impedir el naufragio. Las cosas no marchaban bien. Libre de la amenaza de José Montiel, que monopolizaba el comercio local por el terror, el pueblo tomaba represalias. En espera de clientes que no llegaron, la leche se cortó en los cántaros amontonados en el patio, y se fermentó la miel en sus cueros, y el queso engordó gusanos en los oscuros armarios del depósito. En su mausoleo adornado con bombillas eléctricas y arcángeles en imitación de mármol, José Montiel pagaba seis años de asesinatos y tropelías. Nadie en la historia del país se había enriquecido tanto en tan poco tiempo. Cuando llegó al pueblo el primer alcalde de la dictadura, José Montiel era un discreto partidario de todos los regímenes, que se había pasado la mitad de la vida en calzoncillos sentado a la puerta de su piladora de arroz. En un tiempo disfrutó de una cierta reputación de afortunado y buen creyente, porque prometió en voz alta regalar al templo un San José de tamaño natural si se ganaba la lotería, y dos semanas después se ganó seis fracciones y cumplió su promesa. La primera vez que se le vio usar zapatos fue cuando llegó el nuevo alcalde, un sargento de la policía, zurdo y montaraz, que tenía órdenes expresas de liquidar la oposición. José Montiel empezó por ser su informador confidencial. Aquel comerciante modesto cuyo tranquilo humor de hombre gordo no despertaba la menor inquietud, discriminó a sus adversarios políticos en ricos y pobres. A los pobres los acribilló la policía en la plaza pública. A los ricos les dieron un plazo de 24 horas para abandonar el pueblo. Planificando la masacre, José Montiel se encerraba días enteros con el alcalde en su oficina sofocante, mientras su esposa se compadecía de los muertos. Cuando el alcalde abandonaba la oficina, ella le cerraba el paso a su marido.

—Ese hombre es un criminal —le decía—. Aprovecha tus influencias en el gobierno para que se lleven a esa bestia que no va a dejar un ser humano en el pueblo.

Y José Montiel, tan atareado en esos días, la apartaba sin mirarla, diciendo: «No seas pendeja». En realidad, su negocio no era la muerte de los pobres; sino la expulsión de los ricos. Después de que el alcalde les perforaba las puertas a tiros y les ponía el plazo para abandonar el pueblo, José Montiel les compraba sus tierras y ganados por un precio que él mismo se encargaba de fijar.

—No seas tonto —le decía su mujer—. Te arruinarás ayudándolos para que no se mueran de hambre en otra parte, y ellos no te lo agradecerán nunca.

Y José Montiel, que ya ni siquiera tenía tiempo de sonreír, la apartaba de su camino, diciendo:

—Véte para tu cocina y no me friegues tanto.

A ese ritmo, en menos de un año estaba liquidada la oposición, y José Montiel era el hombre más rico y poderoso del pueblo. Mandó a sus hijas para París, consiguió a su hijo un puesto consular en Alemania, y se dedicó a consolidar su imperio. Pero no alcanzó a disfrutar seis años de su desaforada riqueza.

Después de que se cumplió el primer aniversario de su muerte, la viuda no oyó crujir la escalera sino bajo el peso de una mala noticia. Alguien llegaba siempre al atardecer. «Otra vez los bandoleros», decían. «Ayer cargaron con un lote de 50 novillos». Inmóvil en el mecedor, mordiéndose las uñas, la viuda de Montiel sólo se alimentaba de su resentimiento.

—Yo te lo decía José Montiel —decía, hablando sola—. Este es un pueblo desagradecido. Aún estás caliente en tu tumba y ya todo el mundo nos volteó la espalda.

Nadie volvió a la casa. El único ser humano que vio en aquellos meses interminables en que no dejó de llover, fue el perseverante señor Carmichael, que nunca entró a la casa con el paraguas cerrado. Las cosas no marchaban mejor. El señor Carmichael había escrito varias cartas al hijo de José Montiel. Le sugería la conveniencia de que viniera a ponerse al frente de los negocios, y hasta se permitió hacer algunas consideraciones personales sobre la salud de la viuda. Siempre recibió respuestas evasivas. Por último, el hijo de José Montiel contestó francamente que no se atrevía a regresar por temor de que le dieran un tiro. Entonces el señor Carmichael subió al dormitorio de la viuda y se vio precisado a confesarle que se estaba quedando en la ruina.

—Mejor —dijo ella—. Estoy hasta la coronilla de quesos y de moscas. Si usted quiere, llévese lo que le haga falta y déjeme morir tranquila.

Su único contacto con el mundo, a partir de entonces, fueron las cartas que escribía a sus hijas a fines de cada mes. «Este es un pueblo maldito», les decía. «Quédense allá para siempre y no se preocupen por mí. Yo soy feliz sabiendo que ustedes son felices». Sus hijas se turnaban para contestarle. Sus cartas eran siempre alegres, y se veía que habían sido escritas en lugares tibios y bien iluminados y que las muchachas se veían repetidas en muchos espejos cuando se detenían a pensar. Tampoco ellas querían volver. «Esto es la civilización», decían. «Allá, en cambio, no es un buen medio para nosotras. Es imposible vivir en un país tan salvaje donde asesinan a la gente por cuestiones políticas». Leyendo las cartas, la viuda de Montiel se sentía mejor y aprobaba cada frase con la cabeza.

En cierta ocasión, sus hijas le hablaron de los mercados de carne de París Le decían que mataban unos cerdos rosados y los colgaban enteros en la puerta adornados con coronas y guirnaldas de flores. Al final, una letra diferente a la de sus hijas había agregado: «Imagínate, que el clavel más grande y más bonito se lo ponen al cerdo en el culo». Leyendo aquella frase, por primera vez en dos años, la viuda de Montiel sonrió. Subió a su dormitorio sin apagar las luces de la casa, y antes de acostarse volteó el ventilador eléctrico contra la pared. Después extrajo de la gaveta de la mesa de noche unas tijeras, un cilindro de esparadrapo y el rosario, y se vendó la uña del pulgar derecho, irritada por los mordiscos. Luego empezó a rezar, pero al segundo misterio cambió el rosario a la mano izquierda, pues no sentía las cuentas a través del esparadrapo. Por un momento oyó la trepidación de los truenos remotos. Luego se quedó dormida con la cabeza doblada en el pecho. La mano con el rosario rodó por su costado, y entonces vio a la Mamá Grande en el patio con una sábana blanca y un peine en el regazo, destripando piojos con los pulgares. Le preguntó:

—¿Cuándo me voy a morir?

La Mamá Grande levantó la cabeza.

—Cuando te empiece el cansancio del brazo.

Un día después del sábado

La inquietud empezó en julio, cuando la señora Rebeca, una viuda amargada que vivía en una inmensa casa de dos corredores y nueve alcobas, descubrió que sus alambreras estaban rotas como si hubieran sido apedreadas desde la calle. El primer descubrimiento lo hizo en su dormitorio y pensó que debía hablar de eso con Argénida, su sirviente y confidente desde que murió su esposo. Después, removiendo cachivaches (pues desde hacía tiempo la señora Rebeca no hacía nada distinto que remover cachivaches) advirtió que no sólo las alambreras de su dormitorio, sino todas las de la casa estaban deterioradas. La viuda tenía un sentido académico de la autoridad, heredado tal vez de su bisabuelo paterno, un criollo que en la guerra de Independencia peleó al lado de los realistas e hizo después un penoso viaje a España con el propósito exclusivo de visitar el palacio que construyó Carlos III en San Ildefonso. De manera que cuando descubrió el estado de las otras alambreras, no pensó ya en hablar con Argénida sino que se puso el sombrero de paja con minúsculas flores de terciopelo y se dirigió a la alcaldía a dar cuenta del atentado. Pero al llegar allí, vio que el mismo alcalde, sin camisa, peludo y con una solidez que a ella le pareció bestial, se ocupaba de reparar las alambradas municipales, deterioradas como las suyas.

La señora Rebeca irrumpió en la sórdida y revuelta oficina y lo primero que vio fue un montón de pájaros muertos sobre el escritorio. Pero estaba ofuscada, en parte por el calor y en parte por la indignación que le produjo, la ruina de sus alambreras. De manera que no tuvo tiempo de estremecerse ante el inusitado espectáculo de los pájaros muertos sobre el escritorio. Ni siquiera le escandalizó la evidencia de la autoridad degradada a lo alto de una escalera, reparando las redes metálicas de la ventana con un rollo de alambre y un destornillador. Ella no pensaba ahora en otra dignidad que en la suya propia, escarnecida en sus alambreras, y su ofuscación le impidió incluso relacionar las ventanas de su casa con las de la alcaldía. Se plantó con discreta solemnidad a dos pasos de la puerta, en el interior de la oficina, y apoyada en el largo y guarnecido mango de su sombrilla, dijo:

—Necesito poner una queja.

Desde el tope de la escalera, el alcalde volvió el rostro congestionado por el calor. No manifestó emoción alguna ante la presencia insólita de la viuda en su despacho. Con sombría negligencia siguió desprendiendo la red estropeada y preguntó desde arriba:

—¿Qué es la cosa?

—Que los muchachos del vecindario rompieron las alambreras.

Entonces el alcalde volvió a mirarla. La examinó laboriosamente desde las primorosas florecillas de terciopelo hasta los zapatos color de plata antigua, y fue como si la hubiera visto por la primera vez en su vida. Descendió parsimoniosamente, sin dejar de mirarla, y cuando pisó tierra firme apoyó una mano en la cintura y movió el destornillador hasta el escritorio. Dijo:

—No son los muchachos, señora. Son los pájaros.

Y entonces fue cuando ella relacionó los pájaros muertos sobre el escritorio con el hombre subido a la escalera y con las estropeadas redes de sus alcobas. Se estremeció, al imaginar que todos los dormitorios de su casa estaban llenos de pájaros muertos.

—Los pájaros —exclamó.

—Los pájaros —confirmó el alcalde—. Es extraño que no se haya dado cuenta si hace tres días que estamos con este problema de los pájaros rompiendo ventanas para morirse dentro de las casas.

Cuando abandonó la alcaldía, la señora Rebeca se sentía avergonzada. Y un poco resentida con Argénida que arrastraba hasta su casa todos los rumores del pueblo y que sin embargo no le había hablado de los pájaros. Desplegó la sombrilla, deslumbrada por el brillo de un agosto inminente, y mientras caminaba por la calle abrasante y desierta tuvo la impresión de que las alcobas de todas las casas exhalaban un fuerte y penetrante tufo de pájaros muertos.

Esto era en los últimos días de julio, y nunca en la vida del pueblo había hecho tanto calor. Pero sus habitantes no se dieron cuenta de eso, impresionados por la mortandad de los pájaros. Aunque el extraño fenómeno no había influido seriamente en las actividades del pueblo, la mayoría estaba pendiente de él a principios de agosto. Una mayoría en la que no se contaba su reverencia, Antonio Isabel del Santísimo Sacramento del Altar Castañeda y Montero, el manso pastor de la parroquia que a los noventa y cuatro años de edad aseguraba haber visto al diablo en tres ocasiones, y que sin embargo sólo había visto dos pájaros muertos sin atribuirles la menor importancia. El primero lo encontró un martes en la sacristía, después de la misa, y pensó que habla llegado hasta ese lugar arrastrado por algún gato del vecindario. El otro lo encontró el miércoles en el corredor de la casa cural y lo empujó con la punta de la bota hasta la calle, pensando:
No debían existir los gatos
.

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