Read Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros Online
Authors: John Steinbeck
Tags: #Histórica, aventuras, #Aventuras
Cuando Marhalt se afirmó en la silla y se dispuso a volver grupas, vio a Sir Gawain de pie junto al caballo caído, embrazando el escudo y empuñando la espada.
—Caballero —dijo Gawain—, desmonta y combate a pie, o me veré obligado a dar muerte a tu caballo y no dejarte una opción honorable.
Sir Marhalt contuvo las riendas.
—Te agradezco la lección —dijo—. Hablas por boca de la cortesía. —Y cabalgó hasta un pequeño árbol, apoyó la lanza sobre el tronco y se apeó. Sujetó el caballo a una rama y le aflojó la cincha. Luego, con toda deliberación, inspeccionó la correa del escudo, se ajustó el cinto de la espada, desenvainó el acero y examinó el filo, mientras Gawain esperaba con impaciencia y el sol rodaba hacia el mediodía.
Por fin Sir Marhalt se acercó con paso firme, empuñando la espada y embrazando y balanceando levemente el escudo. Gawain brincó hacia él, con tajos, golpes y embestidas frenéticas, esforzándose por asestar una estocada mortal mientras medraban sus fuerzas. Pero Marhalt era hombre experimentado en la guerra. La cimera baja, protegido por su ágil escudo, fingía afrontar la carga y esperaba a que se aplacaran los bríos de su adversario.
—¿Por qué te apresuras? —preguntó Marhalt—. Tenemos todo el día para luchar.
La pregunta enloqueció a Gawain. De pronto burló la defensa de Marhalt y le hirió el flanco, y demasiado tarde sintió que la hoja de su adversario le penetraba el muslo. Inició una danza feroz alrededor de su oponente, descargando golpes sobre el escudo firmemente embrazado y sobre el yelmo inclinado hacia delante.
—Eres un hombre vigoroso —dijo Marhalt con serenidad—. Tus fuerzas crecen a cada instante. Reserva tu vigor y tu aliento para el largo combate. Vamos, descansemos un momento.
Pero Gawain veía encogerse su sombra, de modo que apretó el cerco y su espada incansable resplandeció como una rueda. Hirió a Marhalt y a su vez recibió rápidos tajos, y perdía el aliento en sus tentativas por quebrantar la premeditada defensa de su experto enemigo. Acometió como un reluciente morueco, chocó con el infranqueable escudo, y vio que su sombra desaparecía debajo de él y cayó hacia atrás, derribado por la fuerza que lo enfrentaba. Entonces Gawain sintió que flaqueaba su vigor, y sus pulmones gimieron exhaustos. El júbilo del combate se disipó y lo reemplazó una tenue sensación de dolor. Retrocedió extenuado, girando en círculos.
Marhalt había reservado sus fuerzas para ese momento. Avanzó con lentitud y atacó imprevistamente, hendiendo el canto del escudo de Gawain y apartándolo a un costado pese a los trémulos esfuerzos de su adversario. Luego Marhalt se dispuso a cegar a Gawain con su escudo y apuñalarle el vientre. El joven caballero se hallaba expuesto e indefenso. Marhalt vaciló, esperando que el escudo de Gawain le cerrara el paso, pero no fue así, pues colgaba inútilmente a un costado, aferrado por una mano sin fuerzas.
Sir Marhalt retrocedió cautelosamente, suponiendo una estratagema, y cuando estuvo a diez pasos de distancia y a salvo de una posible estocada, clavó la espada en tierra y dijo:
—Joven caballero, hace unos instantes eras uno de los mejores adversarios que tuve jamás. Pero ahora estás extenuado y sin fuerzas. Si te matara sería un asesinato, y no soy un asesino. Puedo dejarte descansar hasta que te recobres, y entonces tú podrás matarme a mí o yo podría matarte a ti. No hay entre nosotros ninguna pendencia que justifique la muerte o la humillación de uno de los dos. Sólo se trata de una aventura. ¿Te satisfará hacer las paces sin que nadie pueda reclamar la victoria?
—Gentil caballero —dijo Gawain, trémulo de emoción—, eres el hombre más noble que he conocido. Yo no podía decir esas palabras, a causa de mi debilidad. Pero tú, en la plenitud de tus fuerzas, tienes derecho a decirlas y así revelas tu cortesía caballeresca. Acepto tu oferta, caballero, y te doy las gracias.
Para probar su veracidad, Gawain depuso la espada, se desató el yelmo y se lo quitó. Marhalt hizo lo propio y ambos se abrazaron como hermanos y juraron vivir como hermanos. Entonces se acercó Ewain, aferrándose el flanco herido, y lo ayudaron a quitarse las armas. Marhah los condujo a su morada, que no estaba muy lejos, donde los criados les lavaron las heridas y los ayudaron a ponerse cómodos. Y tanto creció la amistad y la lealtad entre esos tres caballeros que poco después, mientras estaban sentados en el salón, rodeados por los roídos huesos de la cena y provistos de una copa de vino, dijo Sir Gawain:
—Hay una cosa que me inquieta. Sé que eres hombre valiente y caballero gentil y cortés, según me lo has demostrado. ¿Cómo puede ser que odies a las damas?
—¿Yo? ¿Odiar a las damas? —preguntó Marhalt.
—Esas doncellas que enlodaban tu escudo así lo manifestaron.
Marhalt se echó a reír.
—¿Acaso no sabes —le dijo— que si te disgusta una doncella ella hará circular el rumor de que te disgustan todas? De ese modo salva su amor propio y demuestra tu falta de virilidad.
—¿Pero esas que deshonraron tu escudo blanco? —preguntó Gawain.
—Tenían razón al decir que las aborrezco —dijo Marhalt—. Pero no debieron incluir a todas las mujeres. Hay una especie de hembra que aborrece profundamente a los hombres y recela de los hombres auténticos. Es aquella que ataca sus puntos débiles y trata de quebrantar la fuerza de los hombres con trucos y artimañas. A ésas las detesto, y las de la torre son de esa especie. Pero a todas las buenas damas y mujeres gentiles debo mis servicios a fuer de buen caballero. Esas mujeres no debieran mancillar el escudo de un hombre mientras él está ausente, maldecirlo a sus espaldas, para luego huir como pollos asustados cuando lo ven regresar. No… hay mujeres que pueden daros diferente opinión de mi.
Luego hablaron de la caballería y las aventuras.
—Debo proseguir en cuanto pueda —declaró Sir Ewain—. Mi nombre se ha empañado ante el rey sin que haya culpa de mi parte, y debo probar mi honra y valía ante todo el mundo para que mi fama llegue a oídos de Arturo.
—A mí nada me empaña —dijo Gawain—, salvo que siento que se ha cometido una injusticia con mi primo y no lo dejaré a solas en su búsqueda de la honra.
El ánimo de Marhalt se ensombreció.
—No me gustará veros partir —dijo—. Nos llevamos muy bien. ¿Por qué no os quedáis conmigo?
—No me es posible, señor —dijo Ewain—. Me han desterrado y ésa es una humillación que hay que borrar con hechos valerosos y actos honorables.
—Bien —dijo Sir Marhalt—, puedo deciros que en las cercanías comienza un bosque extenso y misterioso, llamado la Floresta de Arroy. Nadie lo ha atravesado sin hallar maravillas y peligros y más aventuras de las que pueda afrontar. Vuestra charla me ha encendido la sangre. Si es de vuestro gusto, os acompañaré a través del bosque para compartir la exaltación de vuestras aventuras. Había olvidado las bondades de estas empresas.
—Nos satisface contar con tu compañía, caballero —dijo Gawain—. Y más aún contar con tu fuerte brazo. —Y continuaron hablando de aventuras hasta muy entrada la noche, y comentaron batallas y rescates de beldades en peligro, y al fin soñaron con la fama bien merecida y la honra del mundo.
—Señor —dijo Ewain—, háblanos de la dama que te obsequió el escudo blanco que mancillaron con tanto desdén.
Sir Marhalt guardó silencio y Sir Gawain declaró:
—Primo, tu pregunta es inadecuada. Si un digno caballero omite comentar ciertas cosas, es porque no desea comentarlas. Quizás hubo un juramento, quizás un marido celoso. Eres joven y debes aprender.
—Fue un juramento —se apresuró a decir Marhalt.
—Perdóname, señor —dijo Ewain—. Y te agradezco, primo. —Por la mañana los tres compañeros se prepararon para la aventura. Bruñeron sus armaduras, examinaron el filo de sus espadas y escogieron sus lanzas cuidando de que la fibra del fresno fuera recta y equilibrada, pues de estas cosas dependen la vida y la victoria. Y cuando montaron y cabalgaron rumbo a la Floresta de Arroy, que se erguía tenebrosa en el horizonte, Sir Gawain formuló esta pregunta:
—Señor, ¿conoces la floresta? ¿Qué aventuras podemos encontrar en ella?
—Lo ignoro —dijo Marhalt—. Si lo supiera, no seria una aventura. Pero ciertos caballeros me dijeron que alberga maravillas.
Se trataba de un bosque de hayas y robles, guarnecido de espinos, cubierto y custodiado por zarzales. En sus lindes oscuros no se veía ningún claro, de modo que tuvieron que abrirse paso a golpes de espada, aunque al poco tiempo llegaron a un sendero abierto en la maleza por los ciervos rojos, y se internaron en ese camino sabiendo que los llevaría adonde hubiera agua y hierbas, pues los ciervos deben beber y pastar. Al cabo llegaron a un valle con piedras de forma cuadrangular, dispersas como si se tratara de una antigua ciudad saqueada y destruida. Entre las piedras vieron unos pocos cobertizos, especies de establos con paredes de guijarros y techo de ramas. Desde una colina se precipitaba un pequeño arroyo de aguas turbulentas, y tras refrescarse ellos y sus monturas, ascendieron por las márgenes del curso de agua hasta la fuente, donde la corriente brotaba de un manantial surgido de una musgosa ladera. Encima del manantial, sobre una saliente cubierta de helechos, había tres mujeres sentadas a la sombra de unos abedules. Cuando los caballeros estuvieron más cerca, ellas alzaron los ojos y contemplaron el extraño trío. Una de ellas era una hembra madura que vagamente evocaba una belleza pretérita, y sobre el pelo cano lucía una pesada diadema de oro. Al lado había una mujer de treinta años, de formas opulentas y atractivas, con una cinta dorada sobre el pelo rojizo. La tercera era una hermosa criatura de quince años recién llegada a la doncellez, con el pelo dorado entrelazado de flores, y las tres vestían ropa de damas principales, bordadas con hebras de oro y de plata, y a sus espaldas yacían en el suelo sus mantos de piel.
Los caballeros se aproximaron con lentitud y cortésmente se quitaron el yelmo y saludaron a las mujeres.
—Señoras —dijo Sir Marhalt—, somos caballeros andantes dispuestos a todas las aventuras que Dios quiera enviarnos. Con nosotros estáis seguras, pues honramos la orden de caballería, lo que equivale a decir que honramos a las damas.
—Sois bienvenidos —dijo la mayor de ellas.
—Si no habéis hecho un juramento en contrario —dijo Gawain—, decidnos por qué permanecéis aquí sentadas, como quien espera.
—No es ningún misterio —dijo la segunda mujer—. Nos sentamos aquí a la espera de caballeros errantes como vosotros. Es nuestra costumbre, así como la vuestra es buscar aventuras. Si estáis de acuerdo, podemos guiaros a ellas, siempre que os atengáis a nuestra costumbre; cada uno de vosotros debe elegir a una de nosotras como guía. Una vez hecha la elección, os conduciremos a un sitio donde se cortan tres senderos. Allí cada uno de vosotros elegirá un camino. Así os quedan dos sendas ignoradas hacia vuestro destino, y sólo Dios puede dictaminar vuestra opción. Luego cada una de nosotras cabalgará con alguno de vosotros a la ventura. Pero debéis jurar que al cumplirse doce meses, si estáis con vida, os volveréis a encontrar aquí, y Dios proteja vuestras vidas y os dé fortuna.
—Bien dicho está —exclamó Sir Marhalt—. Así debería desempeñarse este oficio de buscar aventuras. ¿Pero cómo elegiremos a nuestra compañera?
—Según el dictado de vuestra mente y vuestro corazón —dijo la más joven, y mirando a Sir Ewain bajó la mirada y se sonrojó.
—Soy el más joven de los tres, y no soy tan fuerte ni experimentado —dijo sin embargo Sir Ewain—; por lo tanto, dejadme elegir a la dama más madura. Ella ha visto mucho y es quien mejor puede socorrerme cuando lo necesite, pues necesitó más ayuda que los demás.
La muchacha enrojeció de ira.
—Muy bien —dijo Sir Marhalt—, si nadie se opone, tomaré a la dama que aúna la madurez con la gracia. También nosotros tendremos mucho en común, pues no somos muy viejos ni muy jóvenes pero estamos hartos de vanidades y no tendremos demasiadas exigencias reciprocas.
—Gracias, gentiles compañeros —graznó Sir Gawain—. La que queda es la que yo hubiese elegido aun a riesgo de ser ofensivo, siendo ella la más joven y hermosa de todas y la que más me gusta.
—O bien somos afortunados por accidente —dijo Sir Marhalt—, o bien Dios ha determinado que no haya disensiones o altercados entre nosotros. Ahora, señoras, conducidnos a nuestro punto de partida.
Las damas se incorporaron y cada cual tomó las bridas de su caballero, y allí donde el sendero se partía en tres ellos prometieron regresar a ese lugar al cumplirse los doce meses.
Luego se abrazaron y cada caballero montó a caballo con su dama en ancas y alegremente emprendieron esa triple aventura: Sir Ewain al oeste, Sir Marhalt al sur y Gawain por la senda que conducía al norte.
Y en primer lugar seguiremos a Sir Gawain mientras cabalga alegremente por el verde bosque acompañado por su encantadora y jadeante doncella. Gawain le hablaba animosamente a su compañera.
—Qué suerte que te haya tocado venir conmigo —decía Gawain—. De lo contrario habría lidiado por ti. No me respondes. Es fácil de explicar. Eres muy joven y nunca estuviste en compañía de un galante caballero del gran mundo. Te sonrojas, lo sé aunque no te vea la cara. Bien, eso conviene a una doncella tan joven. Quizá se te trabe la lengua, aturdida por el honor que te han tributado…, o acaso te hayan enseñado guardar silencio cuando habla un caballero. Así son los buenos modales que se practicaban en los viejos tiempos, y que ahora lamentablemente han caído en desuso. No debes temerme ni sentirte demasiado impresionada por mi. Verás que debajo de mi regia apostura y mi aura caballeresca, soy tan humano como tú, ni más ni menos que un hombre pese a todas las apariencias. Estás perpleja, querida mía, y puedo entenderlo sin dificultad.
La doncella carraspeó y golpeó con los talones el flanco del caballo, que brincó sobresaltado.
—Algún animal quizás, o una serpiente —dijo Gawain—. Si tienes miedo, rodéadme con el brazo. Te protegeré de las caídas. Sabes, me gustan las muchachas que no pasan el tiempo hablando.
—¿Sir Ewain es tu hermano? —preguntó la doncella.
—No, mi primo, y muy buen muchacho. Comprendo que a ti te parecería demasiado joven e inexperto como para juzgarlo interesante, y es verdad que apenas acaba de dejar la infancia, pero cuando haya visto tanto mundo como yo será un buen caballero. Es de noble ascendencia. Claro que las muchachas prefieren a los hombres maduros. —El caballo coceó una vez más—. No entiendo esto —dijo Gawain—. Es una montura muy firme. Si te gusta la música puedo cantarte algo. Aunque yo pienso lo contrario, dicen que tengo una hermosa voz. ¿Qué canción te gustaría escuchar?