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Authors: John Steinbeck

Tags: #Histórica, aventuras, #Aventuras

Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros (22 page)

BOOK: Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros
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—¿Has hecho esto anteriormente, señora mía?

—Muchas veces, mi señor —rió con altivez—. Los prodigios son cosa de todos los días para mi. Cuando se cabalga con un buen compañero, no se lleva una mala vida.

—Espero no decepcionarte —dijo Marhalt—. Sólo vagamente recuerdo la época en que hubiese lidiado por esa carita bonita y huraña, ese pelo dorado, la mente tan chata como los senos… sí, la recuerdo.

—¿Pero ahora yo te parezco más atractiva?

—Me pareces confortable. Pero me pregunto por qué una mujer confortable sale en busca de aventuras. Las noches frías, el sueño en el suelo duro y húmedo, la mala comida o la falta de comida.

—Hay modos de hacerlo agradable, señor. Viste que cada una de nosotras tenía una bolsa. La mía está aquí, sujeta al cordel de tu silla. ¿Te molesta?

—En absoluto —dijo él—. Por supuesto que contiene las mil pequeñas cosas que necesita una mujer.

—Así es —dijo ella—. Pero a diferentes mujeres, diferentes necesidades. La joven doncella también tiene una bolsa, y en ella guarda perfumes, pañuelos, guantes, espejo, tierra roja para los labios y las mejillas, y, ante todo, un polvo blanco para purgar el vientre de comidas frías y grasosas y conservar limpia la piel.

—¿Y qué guardas en tu bolsa?

—Soy como tú. Un poco de comodidad no daña. Tengo una marmita para hervir agua, hierbas y carne ahumada por cualquier emergencia, lejía para mezclar con ceniza y sebo para jabón, pues uno suele ensuciarse mucho, un buen ungüento para heridas y picaduras de insectos, y un paño liviano e impermeable para cubrirnos de la lluvia. Y, naturalmente, ese mismo purgante en polvo.

—¿Y para tu vanidad femenina, querida mía?

—Una muda de ropas para la salud de mi piel, un peine y un pequeño y afilado cuchillo por si acaso… por si acaso…

—¿Por si acaso yo?

—No creo que el cuchillo sea necesario, salvo quizá para picar cebollas salvajes y hervirlas en la marmita.

—Estoy muy contento de que seas mi guía —dijo Marhalt—. No sólo eres discreta, sino buena compañera.

—Yo, al igual que las otras, tengo sólo las virtudes de mi compañero.

—Hablas grácilmente, querida mía.

—También tú. Dime —dijo ella—, ¿eres un gran campeón, un buen guerrero?

—He tenido suerte —dijo Sir Marhalt—. En los últimos años, triunfé más veces de las que perdí. Pero cuento con la ventaja de mil días de práctica. Es posible que luche bien porque he luchado con frecuencia.

—No eres presuntuoso, mi señor.

—He visto caer a muchos hombres, y jamás me consiento olvidar que algún día, por accidente o por la acometida de un caballero más joven y más fuerte, también yo he de caer.

—¿Entonces por qué sales a buscar aventuras? Debes tener tierras. Podrías instalarte en ellas con una buena esposa que vele por ti.

—¡Oh, no! —dijo él—. Ya lo intenté. Nací noble, me crié noblemente, di en este modo de vivir como una lanza bien dirigida en el blanco. Querer cambiar a un caballero nacido para la caballería es como querer frenar a un corcel en plena carrera. ¿Acaso los perros de granja cazan ciervos, o los sabuesos persiguen a las ciervas? Si lo hacen, los matamos.

—¡Escucha! —dijo ella—. Oigo el rumor del agua, un manantial o un arroyuelo. Si buscas leña seca para hacer fuego herviré agua, y tengo una cajita de flores de manzanilla secas para preparar un té. Y tengo un pequeño pastel de carne y un trozo de queso.

—Eres una mujer confortable, señora mía —dijo Marhalt.

Y después que comieron y se calentaron el cuerpo con el té, ella dijo:

—Parece una linda hora para dormir un poco.

—¿No deberíamos seguir adelante en nuestra búsqueda?

—Tenemos un año —dijo ella—. Nada perdemos con dormir un poco. Aquí tienes, señor, plegaré mi capa para tu almohada.

Él se apoyó sobre el codo y la miró con detenimiento.

—Caramba, tienes unos ojos encantadores —le dijo—. Castaños, creo, y cálidos.

—Recuéstate, mi señor —dijo ella—. Cuando yo tenía la edad de la joven doncella, me desesperaba por un requiebro. Pero he aprendido. Si alguna vez hubieses visto mis ojos de joven, jamás habrías vuelto a verlos, pero ahora… bien, es distinto, ¿no es así?

—Si —dijo él, y bostezó—, sí, muy distinto, señora mía.

Cuando despertaron y prosiguieron la marcha, el bosque perdió densidad. Era una tarde verde oro, tibia y serena, y el tomillo rastrero exhalaba su aroma bajo los cascos del caballo.

—Mi señor —dijo la doncella—, si no hablo, es porque dormiré un rato. Apoyaré mi cabeza sobre tu espalda, si no te molesta.

—¿No dormiste antes?

—No, vigilé. Pero ahora tú vigilarás por mí.

—¿Puedes dormir a caballo? ¿No te caerás?

—En alguna de mis aventuras dormí sólo a caballo —dijo ella.

—Temo que el caballo pueda tropezar —dijo Marhalt—. Rodéate la cintura con tu bufanda y pásame los extremos. —Y anudó la bufanda frente a él, de modo que ambos quedaron sujetos.— Ahora duerme, querida mía. No te caerás.

Al caer la noche el bosque también se espesó y pareció apretarse sobre ellos. Ya no tenía un aspecto amistoso, pues en las márgenes de las tinieblas se arrastraban formas enemigas. La mujer se estremeció, despertó y estornudó.

—Dormí mucho tiempo —dijo—. Ahora puedes desatarme. ¿Cuándo haremos un alto?

—Espero hallar alguna casa, pese a que cabalgamos en la oscuridad. ¿Tienes miedo de la oscuridad?

—No —dijo ella—. Antes le temía, pero luego pensé que puedo ver en la oscuridad tan bien como ellos.

—¿Quiénes?

—Quienes quiera habiten la oscuridad.

—Los dragones pueden ver en la oscuridad, igual que los gatos.

—Si, supongo que sí. Yo nunca he visto un dragón. Mi hermana los vio muchas veces, pero ella ha visto de todo. Los gatos no me molestan, y hasta que no vea un dragón no me apartaré de mi senda para inquietarlos. Está oscuro, señor. Si pasáramos junto a una casa, ¿podrías verla?

—Huelo a humo de leña —dijo Marhalt—. Donde hay fuego puede haber un refugio.

Y por cierto que vieron un bulto negro contra las sombras inhospitalarias y un destello de luz que se filtraba por los intersticios de la puerta. Y los perros salieron para hostigar con sus ladridos al fatigado jinete. La puerta se abrió y se asomó una figura negra empuñando una jabalina.

—¿Quién anda allí? —gritó.

—Un errante caballero y su doncella —dijo Marhalt—. Llama a tus perros. Deseamos ponernos a cubierto de la oscuridad.

—No podéis pernoctar aquí.

—No es una respuesta cortés —dijo Marhalt.

—La cortesía y la oscuridad no hacen buenas migas.

—No hablas como un gentilhombre.

—Lo que soy yo no tiene importancia. Lo que importa es que mis pies están plantados en mi umbral y que mi lanza está dispuesta a defenderlo.

—Guárdate esa jabalina para tus niños —dijo Marhalt de mal humor—. Y dinos si lo sabes, dónde pueden albergarse un caballero y su dama.

—Un caballero a la ventura —rió la figura sombría—. Conozco a vuestra especie, un mundo de infantil ensoñación descansando en los hombros de gentes menos afortunadas. Sí, te lo diré, si te avienes a cambiar una aventura por el alojamiento de una noche.

—¿Qué clase de aventura?

—Eso lo sabrás cuando llegues. Sigue rumbo a la estrella roja hasta que veas un puente, siempre que las tinieblas no te lo oculten y termines por ahogarte.

—Mira, mi feo amigo, yo estoy agotado, mi señora está agotada y mi caballo está agotado. Te pagaré para que nos guíes.

—Págame primero.

—De acuerdo, pero si no nos conduces correctamente volveré para incendiar la casa que tanto proteges.

—Eso lo sabía. Los gentileshombres suelen comportarse así —dijo el hombre, pero al fin trajo una pequeña linterna con ventanas de cuerno y los precedió iluminando el sendero. Al cabo de una hora llegaron a un hermoso castillo de piedra blanca que se destacaba contra la negrura del bosque. Tiró del cordel de una campana, y cuando el portero abrió una pequeña poterna a la entrada del castillo, el guía le dijo:

—Simón, aquí hay un caballero andante en busca de refugio.

Los dos hombres se rieron con sorna.

—Puede arrepentirse —dijo el portero.

—Me ha pagado, Simón. No es asunto mío. Vamos, caballero, aquí tienes tu albergue. Que duermas bien. —Y se alejó con una desagradable risotada.

El portero lo hizo entrar a la luz de una antorcha, y en el patio un grupo de hombres con elegantes vestiduras los ayudaron a apearse y llevaron el caballo al establo.

En el salón, un poderoso duque ocupaba un escaño frente a una mesa, en compañía de muchos vasallos.

—¿Qué andas buscando? —preguntó el duque con frialdad.

—Señor, soy caballero de la Tabla Redonda del rey Arturo. Me llamo Marhalt y nací en Irlanda.

—Esa noticia es buena para mi y mala para ti —dijo el duque—. Descansa por esta noche, que te hará falta. No me gustan ni tu rey ni tu cofradía. Por la mañana lucharás conmigo y mis seis hijos.

—No son nuevas felices para el más andante de los caballeros —dijo Marhalt—. ¿No hay manera de evitar una lid con siete hombres a la vez?

—No —dijo el duque—. No hay remedio. Cuando Sir Gawain mató a mi segundo hijo en combate juré que todo caballero de la corte de Arturo que pasara por aquí debería luchar con nosotros hasta que mi hijo fuera vengado.

—¿Harías el favor de decirme tu nombre, mi señor?

—Soy el duque de las Marcas del Sur.

—Tengo noticias de ti —dijo Marhalt—. Has sido enemigo del rey Arturo durante mucho tiempo.

—Si vives hasta mañana por la mañana sabrás hasta qué punto soy su enemigo.

—¿Debo lidiar, señor?

—Si, no tienes opción, a menos que prefieras presentarle el cogote a la cuchilla del cocinero. —Y el duque dijo a sus servidores—: Llevadlo a él y a su dama a un aposento. Dadles lo que deseen y montad guardia junto a la puerta.

En la cámara fría e inhospitalaria, Marhalt y su dama comieron el pan que le habían dado. Ella trajo los restos de queso de su bolsa para aliviar esa cena tan poco cordial.

—Sabiendo que los caballeros andantes rara vez están casados con sus damas —dijo melancólicamente Marhalt—, pudo al menos cuidar las apariencias y darnos cuartos separados.

La dama sonrió.

—En el bosque, señor, habría tenido mi árbol privado. Más me preocupa lo que suceda en la mañana. Siete contra uno. ¿Cómo te las arreglarás? La desigualdad es tremenda.

—Soy un veterano —dijo Marhalt—. Si hubiese dicho que estaba dispuesto a luchar a solas, le tendría más miedo. Si necesita seis hijos que lo respalden, o bien no confía en sí mismo o bien no confía en ellos. Ésta es una profesión de precisión y destreza y el número no compensa la ineptitud. Duerme lo mejor que puedas, querida mía. Si salimos bien librados de ésta, siempre trataremos de buscar albergue antes de que caiga la noche.

Ella suspiró satisfecha.

—Me complace estar con un hombre que no sobreestima sus fuerzas ni desdeña su destreza. Que duermas bien, mi señor.

Al romper el alba vibraron las trompetas y el castillo volvió alborotadamente a la vida. Sir Marhalt miró por la ventana y vio que su anfitrión y sus hijos se preparaban para el combate. Observó cómo montaban a caballo, cómo blandían las espadas para desperezar los músculos entumecidos, cómo practicaban con la sortija, cómo tal caballo tropezaba y cómo cuál caballero manejaba torpemente las riendas, y al cabo de un instante empezó a silbar de buen humor.

—Estás alegre, mi señor. No mires, que estoy cambiándome la escasa ropa interior.

—Dime cuando hayas terminado —dijo él—. Creo que todo va a ir bien —prosiguió—. Si no lo tomas por una bravuconada, creo que lo que hoy más puedo temer es un mal desayuno.

Pero dominó su sonrisa y el desayuno le pareció excelente. Se arrodilló con los otros, oyó misa y se confesó, y más tarde, con todas las formalidades y ceremonias con trompetas y pendones, con rígidos servidores y damas que agitaban los pañuelos desde los muros, se inició el combate.

El feroz duque y sus seis hijos formaron una sola fila. El duque arremetió y ante el impacto Marhalt alzó la lanza y recibió el golpe en el escudo, quebrando la lanza de su adversario. Detrás de él, uno tras otro, vinieron los hijos. El primero perdió las riendas y el caballo se encabritó y hubo que detenerlo a las puertas del castillo. El segundo y el tercero apuntaron la lanza al centro del escudo de Marhalt, pero erraron el golpe. El cuarto acometió y su montura corcoveó y él cayó al suelo de cabeza y clavó la lanza en tierra. El quinto le dio un fuerte lanzazo y el arma se le escapó de las manos, desgarrándole la silla de montar. El sexto dio en el blanco y el asta se le quebró, y en cada acometida Sir Marhalt erguía burlonamente la lanza y evitaba golpearlos. Y Marhalt miró hacia el muro desde donde su dama presenciaba la lid, y vio que ella se había cubierto la cara con la bufanda y que le temblaban los hombros.

Los siete volvieron a prepararse, y ahora Sir Marhalt bajó la lanza y con aparente desgana los arrancó uno a uno de la silla. Pero esta vez se enfureció, cabalgó hacia el duque caído y desmontó.

—Señor —le dijo—, tú forzaste esta lid. Ahora ríndete o muere.

Dos de los hijos menos maltrechos acudieron con las espadas desenvainadas, pero el duque gritó:

—¡Atrás, idiotas! ¿Queréis ver muerto a vuestro padre?

Entonces el duque se hincó de rodillas y fue el primero en ofrecer el pomo de su espada. Luego vinieron sus hijos y se arrodillaron junto a él.

—Tenéis mi gracia —dijo Sir Marhalt—. Pero en la próxima Pascua de Pentecostés iréis todos al rey Arturo y rogaréis su perdón.

Entonces su dama vino a él, y Sir Marhalt montó y la subió en ancas. Y los silenciosos vasallos los vieron alejarse del castillo y tomar rumbo al sur a través del bosque.

—Aún no tuve oportunidad de presenciar tu destreza —dijo la dama.

—Tienes razón —dijo Marhalt—. Ese duque ceñudo y sus seis hijos. ¿Cuándo aprenderán los hombres que para ser caballero no bastan un caballo y una armadura?

—Debes ser uno de los mejores caballeros del mundo para alzar la lanza de ese modo y aguantar el encontronazo.

—¿Estás poniendo a prueba mi amor propio? Te diré lo que pienso de mi. Soy un buen caballero, bien entrenado y habilidoso, y aunque tengo muchos defectos, creo tener algunas virtudes. Pero no creas que porque me divertí con ese hato de torpes, me tomo las lides a la ligera. Hay muchos caballeros de quienes te puedo dar nombre que, de verlos cabalgar hacia mí con la lanza baja, me helarían la sangre.

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