Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros (26 page)

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Authors: John Steinbeck

Tags: #Histórica, aventuras, #Aventuras

BOOK: Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros
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—Conmigo ha sido muy buena —dijo él—. Claro que, con sus posesiones y obligaciones, quizá no haya estado con ella tanto tiempo como hubiese querido, pero… sí, siempre ha sido muy buena, y hasta considerada. Y cuando está de buen humor y todo anda bien, no hay nadie que sea más alegre que ella. Canta como un ángel y baila y hace bromas tan divertidas que las carcajadas le quiebran a uno las costillas.

—¿Y cuando no está alegre, qué pasa?

—Bien, hemos aprendido a escabullirnos. Es una persona de carácter muy fuerte.

—Espero que no te haya instruido en su modo de combatir.

—¿A qué te refieres?

—No eludas la pregunta, muchacho. Me refiero a la magia, y tú sabes que me refiero a la magia.

—¡Oh! Ella nunca usa magia. Me ha advertido al respecto.

—¿De veras? Bien, me alegro —Lyne se tendió en el suelo, se cubrió los pies cuidadosamente y se tapó los hombros con el manto—. Debes haber visto a Arturo con frecuencia. Háblame del rey. ¿Cómo es cuando no está en el trono?

—No hay diferencia. Siempre está en el trono salvo…

—¿Salvo qué…?

—No debería decirlo.

—Eso queda librado a tu juicio. ¿Temes desacreditarlo?

—No… sólo que es algo asombroso… porque, verás, él es el rey.

—Y has visto algo humano.

—Podrías llamarlo así, supongo. Una noche, cuando mi madre estaba muy alegre y todos nos reíamos hasta reventar, vino un mensajero y ella se puso negra de cólera. Y por supuesto que yo me escabullí como de costumbre y salí a las murallas para mirar las estrellas y tomar aire.

—Como lo haces siempre.

—Si… ¿cómo lo supiste? Y oí algo semejante al aullido de un cachorro cuando tiene hambre, o a los gemidos de dolor de una persona amordazada. Me acerqué con sigilo, y a la sombra de la torre vi al rey… y estaba llorando, tapándose la boca con las manos para contenerse.

—¿Y te alejaste sin decir nada?

—Si, señora.

—¡Bien! —dijo ella—. Fue lo más apropiado.

—Me sorprendió, señora… y… me rompió el corazón. El rey no puede llorar… él es el rey.

—Te comprendo. No vuelvas a decírselo a nadie. Yo no lo repetiré. Pero no es un mal ejemplo para reflexionar, por si alguna vez se te mete en la cabeza ser rey. Ahora duérmete, hijo. Salimos temprano.

Temprano era para ella la hora en que empiezan a palidecer las brumosas estrellas. Lyne despertó a Sir Ewain de un esponjoso sueño.

—Arriba —le dijo—. Recita tus plegarias. —Le tiró un pedazo de pan en el pecho. Y mientras se preparaban para cabalgar, entonó una huraña letanía—. Tengo herrumbradas las junturas de los huesos —dijo—. La edad no trae fatiga por la noche, sino ásperos dolores por la mañana. —El joven Ewain tambaleó medio dormido para ensillar su desganada montura. Y cuando se armó, las tiras y correajes opusieron resistencia a sus dedos. Ya hacía rato que estaban en camino cuando la lánguida y grisácea luz del alba iluminó el sendero y les permitió ver los árboles que los circundaban.

Tenían el sol a las espaldas cuando vadearon un río ancho y poco profundo y salieron a un campo abierto que ondulaba sobre colinas cubiertas de aulaga. Después hubo colinas y más colinas, en una rocosa comarca que parecía haber usurpado la negrura de la noche. Las ovejas erguían la cabeza y los miraban sin dejar de rumiar, y luego se agachaban y continuaban paciendo. Desde cada risco un pastor observaba con recelo, en compañía de un perro desgreñado y gruñón pronto a cumplir las órdenes de su amo.

—¿Esos son hombres o no? —preguntó Ewain.

—A veces son hombres, a veces no, a veces ambas cosas a la vez. No te acerques a ellos. Están armados con picas. —La mujer no dijo una palabra más durante esa mañana, pero cuando el caballo aminoró la marcha en la ladera, demostró su impaciencia—. Apura a tu montura, muchacho —dijo irritada—. Las montañas no vendrán a nosotros. —Y no consintió ningún reposo a mediodía, salvo para refrescarse en una cascada que se precipitaba colina abajo.

En mitad de la tarde treparon una última y prolongada cuesta y llegaron a un hueco bajo la cima, un recoveco oculto a la vista de todos, salvo de los pájaros, donde se apiñaban bajas construcciones de piedra a resguardo del viento, con techo de ripio, con puertas de escasa altura para hombres bajos y robustos, con angostas troneras por donde penetraba la luz. Estas casuchas delimitaban tres lados de un campo en declive al que habían limpiado de guijarros, y allí Ewain vio un estafermo con una bolsa de arena del tamaño de un hombre, y una sortija colgada, un fantoche de madera armado de una maza con pivote que automáticamente castigaba las torpezas del lancero. Era un lugar humilde. Había casas para ovejas, otras para cerdos, y algunas, no muy diferentes, para hombres, sin que hubiese mucho margen para la elección.

En cuanto se apeó la mujer chilló una orden, y hombres bajos y oscuros y de aspecto feroz emergieron de las casas y vinieron a llevarse el caballo. Saludaron a la mujer tocándose la frente y miraron a Ewain con ojos indagadores y maliciosos, y luego hablaron entre ellos en una lengua desconocida que sonaba como una canción.

—Bienvenido, jovencito, al retiro de una dama —dijo Lyne—. Si acá llegas a estar cómodo, es porque algo se me pasó. —Elevó los ojos al cielo—. Mira tu morada, hijo. Contempla la dulce hospitalidad de estas colinas, consulta las caras sonrientes de mis hombres. Tienes tres horas hasta que anochezca. Puedes irte antes que se ponga el sol, y todavía tendrás la ruta libre. Pero si en la mañana estás aquí, no podrás irte, y si lo haces, estos hombrecitos te seguirán el rastro aunque no dejes más huella que el viento oeste de la semana pasada, y los cuervos se regodearán con carne joven y tierna.

Por la mañana Ewain estaba allí, y comenzó su entrenamiento: una hora tras otra fatigándose con una lanza, mientras la mujer lo observaba y describía cáusticamente sus errores sin hallar ningún mérito. Y después de un tiempo, cuando la lanza supo encontrar su rumbo, ella puso el blanco en equilibrio sobre una cuerda, y graznó de triunfo cuando él erró el tiro. Y después de practicar con la lanza varias horas más con una espada cargada con plomo, para estirar y moldear los músculos, y no contra un adversario sino contra un tronco erguido, echándole tajos mientras cada ángulo de corte era inspeccionado y criticado. La alimentación era tan grosera como la faena, un caldo de oveja frío, agua aromatizada con aulaga. Y al caer la noche, Ewain se tambaleaba con los ojos nublados hasta su catre de piel, y a veces debía apartar algún ganso para hacerse lugar. Lo vencía un sueño pesado, interrumpido por el tosco crujido de unas botas para empezar un nuevo día cuando aún reinaba la oscuridad.

Y a los dos meses, su ojo y su brazo reaccionaban de manera irreflexiva e involuntaria, y su movimiento y su equilibrio se habían convertido en una sola cosa. La mujer observaba cada movimiento y lo comparaba con los del día anterior, y al fin comprobó que contaba con materia apta para forjar un guerrero. Y sólo entonces empezó a hablarle con un tono que ya no se limitaba a las criticas sardónicas.

—Lo haces bastante bien, muchacho —le dijo—. Los he visto mejores. Observé cómo una y otra vez tu orgullo estallaba en furor. «Soy un caballero», te decías. «¿Cómo voy a vivir como un cerdo?». ¿Sabes qué significa ser caballero? Un caballero es en principio un servidor, y así ha de ser, pues quien quiere mandar debe aprender su oficio obedeciendo. Es un viejo refrán, ya lo sé, pero al igual que otros sólo se vuelve cierto cuando lo pones en práctica. Pronto voy a enfrentarte con un oponente.

Y después, dos meses de cabalgar en persecución de un galés artero y esquivo que eludía la punta de su lanza como si fuera de humo. Y ahora, la mujer le hablaba no como a un cerdo, sino más bien como a un perro inteligente o un chico retardado.

—Supongo que es natural que cierres los ojos justo antes del momento del impacto —le decía—. Por lo tanto, debes aprender a mantenerlos abiertos, porque en ese momento de ceguera puede ocurrir cualquier cosa.

Y dos meses más, y dos más. Ewain estaba esbelto, flaco y musculoso como un tejo. Por las noches ya no anhelaba la muerte, y ya no temía el puntapié que le hendía las costillas si no se levantaba primero. Ahora descubría sus propios errores y procuraba corregirlos, y ya no se escabullía para eludir malos tratos.

—Nunca serás uno de esos hombres de roca que afrontan el embate de las olas. Siendo ligero, debes hacer que el peso de los otros luche por ti. Procura que tu lanza sea larga. Al montar, inclínate hacia delante tanto como puedas. Así presentas un blanco más pequeño, y además de eso, si tu lanza golpea primero, le quita fuerza al contragolpe. Nunca, nunca presentes una superficie chata. Nunca enfrentes la fuerza con la fuerza, sino estudia a tu adversario antes del combate, mide sus fuerzas no menos que sus puntos débiles, para poder eludir las unas y aprovechar los otros. Hay algunos caballeros necios que creen disfrazarse con nuevos emblemas o armaduras de otro color. Una vez que he visto a un hombre en combate, puedo reconocerlo aunque vista por armadura un barril de cerveza y entre en las justas montado en un ganso.

En el noveno mes, bien entrado el año, Lyne condujo a Ewain a la ladera de la montaña donde él nunca había estado, y en un valle oculto se encontraron con una docena de esos hombres feroces, robustos y oscuros que poblaban la comarca, quienes habían instalado blancos bajo los árboles del río, donde practicaban con arcos tan altos como ellos y con dardos que les tocaban la oreja al echarlos hacia atrás. Las flechas salían disparadas con un chasquido colérico; los blancos eran pequeños y estaban lejos, pero la punta del dardo los penetraba.

—He aquí el futuro —dijo la mujer—. He aquí la muerte de la caballería.

—¿Qué quieres decir, señora mía? Este es un deporte de rústicos.

—Es verdad —dijo ella—. Pero dame a veinte de estos rústicos deportistas y puedo detener a veinte caballeros.

—Es una locura —exclamó él—. Estos juguetes son como insectos para un caballero armado.

—¿Lo crees así? Dame el escudo y el peto. —Y en cuanto él se desarmó, ella hizo colgar la armadura de una estaca a cien pasos de distancia—. Ahora, Daffyd —dijo—, dispara ocho y rápidamente.

Las flechas volaron como si las uniera una hebra invisible, y cuando trajeron la armadura parecía un alfiletero abollado. En su interior, en el sitio que correspondía al cuerpo de su ocupante, había incrustados cuatro dardos con punta de hierro.

—Esto es lo que vale un caballero —dijo la mujer—. Si yo emprendiera una guerra, me quedaría con éstos.

—No se atreverían. Todos saben que ningún labriego va a enfrentarse a un noble caballero, un hombre nacido para las armas.

—Pueden aprender. Sé que es tan paralizante poner la guerra en manos de un soldado como dejar la religión en poder del clero. Pero algún día, un caudillo más interesado en el triunfo que en la ceremonia conducirá a estos hombres…, y entonces…, se acabaron los caballeros.

—Qué reflexión atroz —dijo Sir Ewain—. Si hombres sin linaje pueden medirse con los que han nacido para el mando, la religión, el gobierno, el mundo se derrumbaría en pedazos.

—Eso es lo que ocurriría —dijo ella—. Eso es lo que ocurrirá.

—No te creo —dijo Ewain—. Pero, por el solo gusto de discutirlo… ¿qué pasaría entonces, mi señora?

—Entonces…, entonces habría que recomponer los pedazos.

—¿Y quién lo haría? ¿Gente como ésta…?

—¿Y quién otro?

—Si esto fuera verdad, señora mía, ruego no estar vivo para verlo.

—Si esto fuera verdad, y tú, mi señor, acometieras contra una nube de flechas, Dios atendería a tu ruego. Ahora vamos, debemos regresar. En un mes más estarás listo para tu prueba. Eres un buen caballero, uno de los mejores, pero quise que antes presenciaras el futuro de los mejores caballeros del mundo. —Habló con palabras desconocidas a los hombres que esgrimían los largos arcos y los penetrantes dardos, y ellos rieron y se tocaron la frente.

—¿Qué dijeron? —preguntó con inquietud el joven caballero.

—¿Qué iban a decir? Dijeron: Vete en paz.

El último mes voló bajo el peso de las exigencias. La mujer nunca había sido tan punzante, tan cáustica, tan ofensiva. Actos que en el pasado habían suscitado breves elogios, provocaban ásperos comentarios. Lo acuciaba con sus ojos llameantes, y su boca delgada rezumaba veneno mientras trataba de inculcarle todos sus conocimientos, observaciones e invenciones. Y por fin, en el crepúsculo de un día colmado e impregnado de invectivas y desesperanza, la mujer acalló su voz. Retrocedió unos pasos y miró a Ewain, sucio, sudoroso, harto y humillado.

—Ahí tienes —le dijo—. Eso es todo lo que puedo ofrecerte. Si ahora no estás listo, no lo estarás nunca.

Ewain no tardó mucho en comprender que el entrenamiento había concluido.

—¿Soy un buen caballero? —preguntó al fin.

—No eres en absoluto un caballero hasta que hayas pasado tu prueba. Pero al menos eres el terreno apto para que brote un buen caballero. —Y preguntó con ansiedad—: ¿Fui muy severa contigo?

—No puedo imaginar nada peor, mi señora.

—Así lo espero —dijo ella—. De veras que así lo espero. Mañana te lavarás y al próximo día partimos.

—¿Hacia dónde?

—En busca de aventuras —dijo ella—. Fabriqué una herramienta. Ahora veremos si funciona.

Por la mañana Ewain se despertó en la oscuridad para evitar el puntapié en las costillas y recordó que esa vez no recibiría ninguno. Trató de sumirse en el reposo por el que tantas veces había rezado, pero había perdido el sueño. Ese día lo bañaron y refregaron y rasparon y acicalaron. Los servidores reían al ver cómo resurgía el color de su piel debajo de las costras de mugre, grasa y ceniza. Y en cuanto vistió una chaqueta nueva y pantalones de piel de oveja, suaves y flexibles como la gamuza, Líen le trajo sus presentes.

—Aquí está la armadura mágica —dijo ella—. La magia reside en las superficies. No hay sitio donde pueda penetrar una espada o una lanza. Álzala. Ves que pesa poco. Aquí tienes un frasco con grasa de cordero pura. Trata de frotársela a la armadura todos los días, para impedir la herrumbre y para desviar los golpes del adversario. Tu escudo, como ves, es chato y anguloso, y el borde está emparejado con la superficie. Si lo abollas, procura volver a alisarlo. Aquí tienes el yelmo… bonito, ¿no es así? Simple, liviano, y muy fuerte. En este agujero puedes poner plumas, pero nada más. Ahora, tu espada mágica. Empúñala.

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