Read Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros Online
Authors: John Steinbeck
Tags: #Histórica, aventuras, #Aventuras
A la hora de prima se presentaron los hermanos con rebuscada dignidad, con roncas trompetas y servidores armados con toda clase de equipo, producto de sus conquistas. Sus hombres formaron una fila a un tiro de arco, y luego ambos se adelantaron sólo acompañados por un trompa que hacía vibrar su instrumento con broncínea estridencia.
Ewain tomó el escudo para salir, pero su dama lo contuvo.
—Déjalos trompetear un poco —dijo—. Cuanto más los hagas esperar, mejor. Baja al patio y monta a caballo, pero no salgas hasta que te lo indique.
Habló detenidamente con sus dos arqueros, y los ubicó en la torre de entrada, a espaldas de ella, ocultos entre las almenas y provistos de una buena cantidad de flechas, dos pequeños bosques de grisáceas plumas de ganso agitadas por el viento. Los arqueros la miraban a la cara como perros de caza.
Lyne observó el patio y vio a Ewain montado en su corcel, la gran lanza negra erecta y la pluma de águila curvada sobre el yelmo. Y siguió esperando hasta que el trompeta perdió el aliento y toda la pompa de la llegada se disipó en inquietud.
—Baja, cobarde, si el miedo te lo permite —gritó Sir Hugh al silencioso castillo.
Ella siguió esperando hasta que los hermanos se juntaron, presintiendo una mala pasada, y alzaron la mirada con suspicacia y un principio de temor. Sólo entonces Líen levantó la mano. El puente levadizo cayó con estruendo, se abrieron las puertas, y Ewain salió al galope, pasó junto a los hermanos y, volviendo grupas, tomó posición frente al castillo. Luego espero rígido y en silencio.
Los hermanos bajaron las lanzas y acometieron a un tiempo, pero el caballo de Sir Edward se adelantó, y Ewain, conteniendo a su montura, se desvió en ángulo de la dirección adoptada por Edward, luego se volvió y sorprendió a Sir Hugh en su flanco menos ventajoso y lo tumbó de la silla. Sir Edward, presa de la cólera, volvió a arremeter, atento esta vez a los trucos del jinete adversario. Ewain vio, en lo alto de la torre, a su dama que lo observaba. Irguió la lanza a modo de saludo, luego la enristró y cargó en línea recta. Recibió el lanzazo de Edward al tiempo que él lo tocaba, y el arma de su oponente se quebró a la vez que Sir Edward volaba por los aires llevándose su silla de montar. Lyne batió las palmas y un aquilino chillido de triunfo descendió desde las almenas.
Los hermanos se incorporaron y se ubicaron uno al lado del otro, juntos los escudos, por fuera las espadas.
Sir Ewain se acercó y les dijo:
—Siendo vosotros dos contra uno, es mi derecho luchar a caballo.
—Eres un cobarde y un traidor —vociferó Sir Edward.
Y la ronca voz de Lyne resonó en los oídos de Ewain, diciéndole:
—Los actos son la única respuesta apropiada a las palabras. Ahorra tu aliento.
Vio que el puente levadizo se abría un poco para dejarle espacio para la retirada. Se acercó cuanto pudo, para darse tiempo a apearse y prepararse. Entonces desmontó, embrazó el escudo, desenvainó la espada y avanzó hacia el puente levadizo. Los hermanos comprendieron sus intenciones y como un solo hombre corrieron para cerrarle el paso. Lo sorprendieron antes que pudiera volverse y apretaron el cerco, echando tajos como un hombre ancho con una espada en cada mano. Ewain cayó bajo una estocada, y en la torre se asomaron dos cabezas y dos dardos retrocedieron hasta que las plumas tocaron las orejas. Entonces Ewain rodó y se levantó y dolorosamente huyó de los hermanos, bendiciendo la ligereza de su armadura, y con el puente a sus espaldas se volvió para enfrentarlos.
Eran veteranos en ese juego. Ellos se separaban un poco, y cuando Ewain atacaba a uno, su defensa se hacía vulnerable a la acometida del otro. Hirieron a Ewain en el flanco, y luego, mientras uno le dirigía un golpe alto para obligarlo a alzar el escudo, el otro le hizo un corte en las piernas. Ewain sintió que la sangre caliente se escurría por su costado y el suelo se volvía resbaloso. Trató de recordar el dibujo en el polvo de la torre, pero cierto aturdimiento le impedía vislumbrarlo con nitidez. Una rápida estocada en el yelmo lo sacudió y le aclaró la visión. Vio cómo la pluma zigzagueaba hasta el suelo, y al mismo tiempo oyó el chillido de águila que descendía de la torre y el dibujo se aclaró en su mente. Brincó a la derecha y cerró el círculo, y Sir Edward se volvió para enfrentarlo. Luego acometió a Hugh y lo obligó a girar para defenderse. Y cuando volvió a gritar el águila, dirigió un ataque al medio y los dos se juntaron para detenerlo. Las dos espadas se elevaron y sus hojas chocaron en el aire. Ewain dio un paso a la izquierda, obligó a Sir Hugh a ladear el escudo, e hiriéndole el dorso de la mano lo empujó contra el brazo de su compañero. Luego, sin darle cuartel, avanzó hacia la izquierda acercándose a su oponente, y de un tajo su espada penetró en el hombro de Edward y se hundió hasta el pecho. Edward cayó al suelo, agonizante. Ewain se volvió a Hugh, pero este caballero era medio hombre sin su hermano, y perdió todo el coraje. Sir Hugh se hincó de rodillas, se quitó el yelmo y suplicó clemencia.
Sir Ewain gentilmente le recibió la espada, lo tomó de la mano y lo condujo a las puertas del castillo. Allí Sir Ewain se desvaneció, pues había perdido mucha sangre durante el combate.
Las damas lo acostaron, le lavaron la sangre y lo cuidaron tiernamente. Como era joven, las heridas no tardaron en cerrar.
La Dama de la Roca estaba harto satisfecha, y cuando él se recobró le dio las gracias con mucha donosura y dijo, sonrojándose:
—Caballero, a través de tus hazañas has ganado la gracia que esté a mi alcance ofrecerte. No la menciones ahora, pero medita cuál es tu deseo.
Él le agradeció gentilmente y se durmió. Cuando despertó, Lyne estaba sentada junto al lecho.
—Señor —le dijo—, te he aconsejado en muchas cosas, pero en esto no he de entrometerme. Puedes estar seguro de que la Dama de la Roca cumplirá su palabra. Vi su rostro y sentí el calor de su generosidad. Tú, tan joven, has alcanzado lo que anhelan casi todos los hombres. La Dama de la Roca tiene tierras y castillos, y ahora que le has devuelto lo que le pertenece, posee una fortuna. Creo que sabes la gracia a que se refería y ella está en libertad de concedértela. Considéralo con cuidado. Es una heredad principesca y ella posee innegables encantos. La vida que te ofrece es la que la mayoría de los hombres ansían y no pueden alcanzar. Piensa cómo será. Puedes cazar en los bosques, recoger los tributos, combatir a tus vecinos, comer bien, beber hasta el hartazgo, dormir blandamente con una gentil esposa que todavía está en la flor de sus años. No pienses que se trataría de una vida ociosa. Hay que sanear campos e inspeccionar cosechas. El gobierno de un feudo no es cosa menor. Tienes derecho a abrir cortes y ponerte a juzgar quién es culpable cuando la gallina de A escarbe en el jardín de B. Y si un día sorprenden a Juan de los Palotes con una liebre en la olla, es tu derecho, así como tu deber, cortarle una pata trasera al perro de Juan, arrancar del hogar a sus hijos escorbúticos y en una mañana de sol, después de misa, colgar a Juan de un árbol antes de tu almuerzo, para después dormirte con la sensación del deber cumplido. Y no pienses que llevarías una vida solitaria. Una vez al año, quizás hasta dos, llegará un caballero andante y, mientras beben cerveza, te traerá las nuevas sobre guerras y torneos: lo que dice y hace el rey Arturo, cómo se encuentra, y qué nuevas modas han llegado de Francia para las damas de la corte. —Lyne vio que él se reía mesuradamente.
—Eres una mujer perversa —dijo Ewain.
—Sólo cumplí con la palabra dada a la Dama de la Roca. Me comprometí a abogar por su causa y puedes jurar que lo hice.
—Dile que entre, y quédate tu también. —Y cuando la Dama de la Roca se paró frente al lecho, Ewain dijo con solemnidad—: Señora, soy consciente de los altos dones que me ofreces y estoy orgulloso de que me hayas encontrado digno de ellos. Pero ya que has empleado conmigo toda tu cortesía, seria yo desleal si no te hablase con franqueza. Aceptar tus dones me haría indigno de recibirlos. Pues he jurado por los cuatro Evangelistas y por mi honra caballeresca llevar a buen término una aventura. Creo que estarás de acuerdo conmigo en que un caballero infiel a su palabra es indigno de toda confianza posterior. Por lo tanto, señora mía, te ruego que en lugar de ofrendarme gracia tan encomiable, me des el pequeño anillo de tu dedo, para que en la horrísona e incierta batalla pueda contemplarlo e inflamar mi coraje con la permanente hoguera de tu memoria.
Y más tarde le dijo Lyne:
—Yo sólo te enseñé a usar la espada y la lanza. El resto lo debes de haber aprendido de tu madre. Así irás muy lejos.
Al punto partieron hacia el lugar del encuentro, y al acercarse a la triple encrucijada, Sir Ewain dijo:
—Señora, me has concedido bienes inapreciables. ¿Me pedirás entonces cualquier cosa que esté en mis manos ofrecerte?
—Por cierto —dijo ella con lentitud—. La gracia que pido de ti es que no dejes que mi recuerdo se marchite.
—Eso no es una gracia, mi señora. No podría ser de otro modo aunque yo lo deseara.
—Calma —dijo ella—. Sé cómo son las promesas y sé cómo son los recuerdos. Pero hay un modo. Así como la Santa Iglesia todos los años evoca el Nacimiento, la Muerte y la Resurrección mediante reactualizaciones, podrías hacer lo mismo conmigo.
—¿Qué quieres decir, señora?
—Sin faltarle el respeto a nadie, quiero decir que los actos son mejores que el pensamiento. Cuando enristres tu lanza negra, acuérdate de agacharte e inclinarte. Cuando luches, lucha para vencer, y una vez que hayas vencido, sé generoso. Y por la noche, antes de dormir, frota bien tu armadura con grasa… y esa gracia me hará dichosa.
—¿Volverás en busca de otro caballero? —preguntó celosamente Ewain.
—Sí, supongo que sí. Pero seré muy exigente. No ha de ser fácil. ¡Por Dios, qué horrible ha de ser tener un hijo varón!
En la encrucijada, Ewain saludó a Gawain y Marhalt y condujo a su dama junto a la fuente, donde la doncella de treinta inviernos estaba sentada luciendo su diadema. Lyne se sentó y ciñó la suya.
—¿Dónde está la doncella más joven? —preguntó Ewain.
—Ya vendrá —le dijeron—. Siempre llega tarde.
—Entonces, señora mía, adiós —dijo Sir Ewain. Y mientras se alejaba, le oyó decir:
—Adiós, hijo mío.
En la encrucijada los tres compañeros se reunieron sabiendo que había muchas cosas que contar y asimismo muchas cosas que omitirían contar. Y mientras evaluaban el año, se cruzaron con un mensajero del rey.
—¡Vosotros sois Sir Gawain y Sir Ewain! —les dijo—. Os estuve buscando. El rey Arturo os pide que volváis a la corte.
—¿Sigue enojado con nosotros?
—No —dijo el mensajero—. El rey deplora su apresurada decisión. Seréis bienvenidos.
Los primos se regocijaron, y le dijeron a Marhalt:
—Debes acompañarnos a la corte.
—Debería regresar a mi morada.
—Pero eso sería una mancha en una aventura perfecta, la única mancha.
Marhalt se echó a reír.
—Por mi honra de caballero, no puedo ser culpable de cosa semejante —dijo.
Y los tres cabalgaron alegremente rumbo a Camelot. Y cada uno de ellos se dispuso a relatar los hechos tal como serían narrados y repetidos con el correr de los siglos.
(Y en verdad es noble. J. S.)
T
ras un periodo largo y turbulento, el rey Arturo, merced a la fortuna y la fuerza de las armas, destruyó o sometió a los enemigos que tenía dentro y fuera del reino, y persuadió a todos sus vasallos de su derecho al trono. Para llevar a cabo tamaña empresa, el rey había atraído a su corte a los caballeros más esforzados y a los guerreros más recios del mundo entero.
Después de lograr la paz a través de la guerra, el rey Arturo se vio en el dilema de todos los soldados en tiempos de quietud. No podía desbandar a sus caballeros en un mundo donde la violencia dormía un sueño inquieto. Y por otra parte, es difícil, cuando no imposible, preservar la fuerza y el temple de los hombres de armas si no utilizan las armas, pues nada se herrumbra con tanta prontitud como una espada en desuso o un soldado ocioso.
Arturo, que no ignoraba esto, adoptó el criterio de todos los generales de todas las épocas. Organizó juegos que imitaban la guerra para que no flaquearan la fuerza ni el esfuerzo de sus caballeros: justas, torneos, cacerías e interminables prácticas guerreras. Con estos mortales ejercicios, la hermandad de la Tabla Redonda procuraba preservar la destreza y el coraje, arriesgando la vida en pro de la gloria. En estos simulacros de batalla medraba la honra de algunos caballeros, mientras que otros rodaban por el campo victimas de infortunados lanzazos o estocadas.
Y en tanto que los caballeros veteranos mantenían bruñidas sus armas, acaso evocando auténticas batallas, los jóvenes, cuyos brazos sólo conocían las lides entabladas en las justas, abominaban de ellas.
Así aprendió Arturo la lección que todos los caudillos aprenden con perplejidad: que la paz, y no la guerra, es la que destruye a los hombres; la tranquilidad, y no el peligro, la madre de la cobardía; la opulencia, y no la necesidad, la que acarrea aprensiones e inquietud. El rey descubrió que la anhelada paz, lograda a un precio tan amargo, engendraba más amarguras que la angustia padecida para alcanzarla. El rey Arturo veía con aprensión cómo los jóvenes caballeros, en principio destinados al ejercicio de la guerra, agotaban sus fuerzas en el cieno del lamento, la confusión y la autocompasión, condenando los viejos tiempos sin haber creado nada para reemplazarlos.
Entre los más aguerridos caballeros de la Tabla Redonda, Sir Lanzarote ocupaba el lugar más destacado. Había dado prueba de si mismo, acrecentando su honra y dignidad, hasta que ganó fama como el mejor caballero del mundo. Nadie lo derrotaba en la batalla, la justa o el torneo, salvo por traiciones o encantamientos. Este era el mismo Lanzarote que cuando niño había escuchado la profecía de Merlín según la cual estaba destinado a ganar preeminencia en la orden de la caballería. En sus mocedades y juventud se había empeñado en dar cumplimiento a la profecía, desdeñando todo lo que no fuera su oficio de caballero hasta superar a los caballeros de la Tabla Redonda tal como ellos superaban a todos los otros. Era vencedor en todas las lides y ganaba el galardón de todos los torneos, al punto de que los caballeros más viejos no tenían ánimo de batirse con él y los jóvenes se negaban a luchar alegando desdeñosas razones.