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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantástico, #Histórico, #Bélico

Los héroes (92 page)

BOOK: Los héroes
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Calder alzó las cejas y se acarició cuidadosamente los puntos de la barbilla con la punta de un dedo, como si él tampoco pudiera acabar de creérselo.

—Bueno, sigo con vida y Dow está muerto, así que… sí. Ha sido una mañana extraña. Les ha dado por llamarme Calder el Negro.

—No me jodas.

—No te preocupes, sólo es un apodo. Soy un abanderado de la paz —añadió, si bien Gorst imaginó que los Caris alineados en la amplia ladera tenían otras intenciones en mente—. Esta batalla era cosa de Dow y, para el resto, sólo era un modo de malgastar el tiempo, el dinero y las vidas de todos los implicados, al menos en lo que a mí respecta. En mi opinión, la paz es la mejor parte de cualquier guerra.

—Estoy completamente de acuerdo —dijo Bayaz, puede que Mitterick llevase un nuevo uniforme y ostentase un nuevo cargo, pero era el Mago quien llevaba la voz cantante—. El acuerdo que propongo es sencillo.

—Mi padre siempre decía que las cosas más sencillas son las que mejor funcionan. ¿Se acuerda de mi padre?

El Mago dudó durante un mínimo instante.

—Por supuesto —al instante, chasqueó los dedos y su sirviente se acercó a la mesa y desenrolló el mapa con impecable destreza. Bayaz señaló el trazado de un río—. El Torrente Blanco seguirá siendo la frontera norte de Angland. La frontera norte de la Unión, como lleva siéndolo desde hace cientos de años.

—Las cosas cambian —afirmó Calder.

—Ésta no —el grueso dedo del Mago recorrió otro río, situado al norte del primero—. La comarca entre el Torrente Blanco y el Cusk, incluyendo la ciudad de Uffrith, estará gobernada por el Sabueso. Pasará a ser un protectorado de la Unión y contará con seis representantes en el Consejo Abierto.

—¿Hasta el Cusk? —Calder respiró hondo—. Son de las mejores tierras del Norte —aseveró, mirando incisivamente al Sabueso—. Además, contará con representación en el Consejo Abierto y estará protegido por la Unión, ¿eh? ¿Qué habría dicho de eso Skarling el Desencapuchado? ¿Qué cree que habría dicho mi padre?

—¿A quién le importa una mierda lo que podrían haber dicho los muertos? —el Sabueso le devolvió la mirada—. Las cosas cambian.

—¡Oh, me has apuñalado con mi propio cuchillo! ¡Has utilizado mi propio argumento contra mí! —Calder se llevó una mano al pecho y, después, se encogió resignadamente de hombros—. Pero el Norte necesita la paz. Me siento satisfecho con la propuesta.

—Bien —Bayaz hizo un gesto en dirección a su sirviente—. Entonces, podemos firmar los artículos del…

—Creo que no me ha entendido —se produjo una tensa pausa mientras Calder se echaba hacia delante en la silla, como si todos los interlocutores sentados a la mesa fueran amigos suyos y el verdadero enemigo estuviera a sus espaldas, intentando escuchar sus planes—. Yo estoy satisfecho, pero no soy el único con voz y voto en este asunto. Los Jefes Guerreros de Dow son… un grupito bastante persistente —Calder soltó una risa teñida de impotencia—. Y son los que mandan sobre los guerreros. No puedo limitarme a decir que sí por las buenas porque si no… —en ese instante, se pasó un dedo por la magullada garganta a la vez que chasqueaba con la lengua—. La próxima vez que quieran hablar, podrían encontrarse con un tozudo belicoso como Cairm Cabeza de Hierro o con un vanidoso intratable como Glama Dorado sentados en esta silla. Y les deseo toda la suerte del mundo a la hora de intentar llegar a un acuerdo con ellos —entonces, golpeó el mapa con la punta de un dedo—. Por mi parte, estoy completamente a favor de esto. Completamente. Pero permítanme que intente convencer a mis hoscos amigos de que nos conviene aceptar su propuesta y ya volveremos a reunimos para firmar lo que sea.

Bayaz esbozó una expresión avinagrada en su semblante y frunció el ceño hacia los hombres del Norte que aguardaban junto al contorno interior de los Niños.

—Entonces, mañana nos vemos.

—Pasado mañana sería mejor.

—No abuse de mi paciencia, Calder.

Calder era el vivo retrato de la impotencia y la ofensa.

—¡Nada más lejos de mi intención! Pero yo no soy Dow el Negro. Soy más un… portavoz que un tirano.

—Portavoz —masculló el Sabueso, como si esa palabra supiera a orina—. No es suficiente.

Pero la sonrisa de Calder parecía forjada de acero. Todos los esfuerzos de Bayaz parecían rebotar en ella.

—Si tan sólo supieran cuánto me he esforzado por obtener la paz durante todo este tiempo. Los riesgos que he corrido por ello —Calder se llevó la mano herida hacia el corazón—. ¡Ayúdenme! ¡Ayúdenme a ayudarnos a todos! —
Ayúdenme a ayudarme, más bien.

Calder se puso en pie y tendió la mano por encima del mapa para ofrecérsela al Sabueso.

—Sé que llevamos mucho tiempo en bandos opuestos, de una manera u otra, pero, si vamos a ser vecinos, no debería haber mala sangre entre nosotros.

—Sí, hemos luchado en bandos opuestos. Pero eso son cosas que pasan. Cuando llega el momento adecuado, hay que saber enterrar el hacha de guerra —el Sabueso se levantó sin apartar los ojos de Calder en ningún momento—. Pero mataste a Forley el Flojo. Un muchacho que jamás le hizo mal alguno a nadie. Acudió a ti para advertirte y lo mataste por ello.

La sonrisa de Calder se torció por primera vez.

—Y no hay día que no lo lamente.

—Te voy a decir otra cosa —el Sabueso se inclinó hacia delante, se llevó el dedo índice a la nariz, se tapó uno de los orificios con ella y, acto seguido, tiró un moco directamente sobre la palma abierta de Calder—. Pon un pie al sur del Cusk y te grabaré la cruz de sangre en el cuerpo. Y, entonces, ya no habrá más mala sangre entre nosotros.

Una vez dicho esto, sorbió sus mocos despreciativamente, pasó junto a Gorst y se marchó. Mitterick se aclaró nerviosamente la garganta.

—Entonces, ¿volveremos a reunimos en breve? —preguntó mirando a Bayaz en busca de un apoyo que no llegó.

—Por supuesto —Calder recuperó la mayor parte de su sonrisa mientras se limpiaba el moco del Sabueso con el canto de la mesa—. Dentro de tres días.

A continuación, se dio la vuelta para ir a hablar con el hombre del ojo metálico. Con el tal Escalofríos.

—Ese tal Calder parece un cabrón bastante escurridizo —le susurró Mitterick a Bayaz mientras dejaban la mesa—. Habría preferido tratar con Dow el Negro. Al menos, con él uno sabía a qué atenerse.

Gorst apenas los escuchaba. Estaba demasiado concentrado observando a Calder y a su desfigurado sicario.
Lo conozco. Conozco esa cara. Pero ¿de qué? ¿Dónde lo he visto antes?

—Dow era un guerrero —estaba murmurando Bayaz—. Calder es un político. Sabe que estamos deseando marcharnos y que, en cuanto las tropas vuelvan a casa, no tendremos nada con lo que negociar. Sabe que puede ganar mucho más esperando sentado sin hacer nada y sonriendo de lo que Dow consiguió jamás pese a contar con todo el apoyo del acero y la furia del Norte.

Mientras hablaba con Calder, Escalofríos volvió la parte destrozada de su rostro y el sol iluminó su perfil intacto. Entonces, Gorst experimentó un cosquilleo en la piel al reconocerle y se quedó boquiabierto.

En Sipani.

Había visto aquel rostro, entre el humo, antes de que lo enviaran rodando escaleras abajo. Sí, era
ese rostro
. ¿Cómo podía ser el mismo hombre? Y, sin embargo, estaba casi seguro de que era él.

La voz de Bayaz se fue apagando tras él mientras Gorst rodeaba la mesa, apretando con fuerza la mandíbula, y se dirigía hacia el lado de los Niños donde se hallaban los hombres del Norte. Uno de los viejos acompañantes de Calder gruñó cuando Gorst lo apartó de su camino empujándolo con el hombro. Probablemente, ese gesto era un paso en falso terrible, cuando no potencialmente fatal, en unas negociaciones de paz.
Pero me importa un carajo
. Calder alzó la mirada y dio un paso atrás. Escalofríos se volvió para mirar. No parecía enfadado. Ni asustado.

—¡Coronel Gorst! —gritó alguien, pero Gorst lo ignoró y cerró una mano en torno al brazo de Escalofríos, al que acercó hacia sí. Los Jefes Guerreros reunidos junto al lindero de los Niños fruncieron el ceño. El gigante dio un enorme paso hacia adelante. El hombre de la armadura dorada se volvió para convocar a los Caris. Otro de ellos tenía ya la mano sobre la empuñadura de su espada.

—¡Tranquilos! —exclamó Calder en norteño, alzando una mano para pedirles que se contuvieran—. ¡Quietos! —pero parecía nervioso.
Y más le vale estarlo. Pues todas nuestras vidas se hallan en el filo de la navaja. Y me importa un carajo.

A Escalofríos tampoco parecía importarle demasiado. Bajó la mirada hacia la mano de Gorst, luego volvió a clavarla en su rostro y arqueó la ceja que se hallaba sobre su ojo bueno.

—¿En qué puedo ayudarte? —su voz era totalmente opuesta a la de Gorst. Era un susurro grave, duro como el rodar de unas ruedas de molino. Gorst lo miró. Lo miró de verdad. Como si pudiera horadar su cabeza con sus ojos. Sólo había vislumbrado aquel rostro, entre el humo, por un momento; además, llevaba una máscara entonces y sin la cicatriz.
Pero, aun así
. Desde entonces, todas las noches veía ese rostro en sus sueños, al despertar y en el retorcido espacio de tiempo que había entre medias, hasta el último detalle de esa cara se hallaba grabado a fuego su memoria.
Estoy casi seguro de que es él.

Oyó movimiento a sus espaldas y unas voces henchidas de emoción. Se trataba de los oficiales y hombres del Decimosegundo Regimiento de Su Majestad. Probablemente, molestos por haberse perdido la batalla.
Probablemente, arden en deseos de participar en un nuevo capítulo de la misma tanto como yo mismo.

—¡Coronel Gorst! —oyó exclamar a Bayaz a modo de advertencia.

Gorst lo ignoró.

—¿Alguna vez has estado… —inquirió susurrando— en Estiria? —hasta el último resquicio de su cuerpo sentía el deseo de dejarse llevar por la violencia.

—¿Estiria?

—Sí —gruñó Gorst, apretando con más fuerza aún si cabe su brazo. Entretanto, los dos ancianos que acompañaban a Calder estaban retrocediendo para prepararse para luchar—. En Sipani.

—¿Sipani?

—Sí —el gigante había dado otro paso inmenso y se alzaba ya más alto que el más alto de los Niños.
Y me importa un carajo
—. En la Casa del Ocio de Cardotti.

—¿Cardotti? —el ojo bueno de Escalofríos se entornó y estudió el rostro de Gorst. El tiempo se ralentizó. Alrededor de ellos dos, los hombres se relamían nerviosamente los labios y sus manos aguardaban dispuestas a enviar sus señales fatales mientras las puntas de sus dedos acariciaban los pomos de sus espadas. Entonces, Escalofríos se echó hacia delante. Tan cerca que Gorst podría haberlo besado incluso. Más cerca de lo que habían estado el uno del otro hacía cuatro años, entre el humo.

Si es que lo habían estado.

—Nunca he oído hablar de esa casa.

Después, retiró el brazo de la lacia mano de Gorst y abandonó los Niños sin echar una sola mirada atrás. Calder lo siguió rápidamente, así como los dos ancianos y los Jefes Guerreros. Todos apartaron las manos de sus armas con cierto alivio o, en el caso del gigante, de manera tremendamente reticente.

Dejaron a Gorst allí en pie, delante de la mesa, solo. Frunciendo el ceño en dirección a los Héroes.

Estoy casi seguro.

Familia

En muchos aspectos, los Héroes no habían cambiado desde la noche anterior. Las viejas piedras seguían exactamente igual, cubiertas de líquenes; la hierba que crecía dentro del círculo seguía aplastada, embarrada y ensangrentada. Las hogueras no eran demasiado distintas, ni tampoco la oscuridad que se extendía más allá de ellas ni los hombres sentados a su alrededor. Pero, en el caso de Calder, los cambios habían sido descomunales.

En vez de arrastrarle avergonzado hacia su condena, ahora Caul Escalofríos lo seguía a una distancia respetuosa, para protegerlo. No se oían risas burlonas ni interjecciones de odio mientras paseaba entre las fogatas. Todo había cambiado en el momento en el que la cara de Dow el Negro se había hundido en el barro. Los grandes Jefes Guerreros, sus temibles Grandes Guerreros y sus Caris, que eran duros de corazón y obstinados, le sonreían como si fuese el mismo sol que se alzaba tras un invierno. Era curioso lo rápido que se habían acostumbrado a las nuevas circunstancias. Su padre siempre le había dicho que los hombres raras veces cambian, excepto en quién depositan su lealtad. Pueden cambiar de lealtades como si se desprendieran de un abrigo viejo siempre que les convenga.

A pesar de tener una mano rota y una cicatriz en la barbilla, ahora Calder no tenía que esforzarse mucho para esbozar una sonrisa. No tenía que esforzarse en absoluto. Puede que no fuese el hombre más alto que había allí, pero sí era el más grande del valle. Iba a ser el próximo Rey de los Hombres del Norte y, a partir de entonces, todo aquel al que le ordenase que se comiera su mierda lo haría con una sonrisa. Además, ya había decidido quién iba a comerse la primera ración.

La risa de Caul Reachey resonó en la noche. Se encontraba sentado sobre un tronco junto a una hoguera, con una pipa en la mano, tosiendo humo por algo que una mujer sentada junto a él acababa de decirle. La mujer giró la cara mientras Calder se acercaba y éste estuvo a punto de tropezarse él solo.

—Esposo mío —dijo ella levantándose torpemente debido al peso de su voluminoso vientre y, acto seguido, le tendió una mano.

Él la cogió con la suya y le pareció muy pequeña, suave y fuerte. Guió la mano de esa mujer hasta su hombro y la rodeó con sus brazos; apenas sintió dolor en sus castigadas costillas mientras se abrazaban muy, pero que muy fuerte. Por un momento, pareció como si no hubiese nadie más en los Héroes salvo ellos.

—Estás a salvo —susurró Calder.

—No gracias a ti —replicó ella restregando su mejilla contra la de él. Calder notó que se le iban a desbordar las lágrimas.

—He… he cometido algunos errores.

—Por supuesto. Todas tus buenas decisiones las tomo yo.

—Entonces, nunca vuelvas a dejarme solo.

—Creo que puedo asegurar que ésta ha sido la última vez que me quedo como rehén en tu lugar.

—Yo también te lo aseguro. Te lo prometo.

Esta vez no consiguió impedir que le aflorasen las lágrimas. Menudo gran hombre del valle estaba hecho, llorando delante de Reachey y de sus Grandes Guerreros. Se habría sentido ridículo si no se sintiera tan feliz de verla, tan feliz que ya era incapaz de sentir cualquier otra emoción. Se separó lo suficiente de ella como para poder contemplar su rostro, iluminado por un lado, envuelto en sombras por el otro, en cuyos ojos relucientes se reflejaba el fuego. Le sonreía. Se percató de que tenía dos pequeños lunares cerca de la comisura de los labios en los que nunca antes se había fijado. Lo único que pudo pensar fue en que no se merecía tanta dicha.

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