Los hombres de paja (17 page)

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Authors: Michael Marshall

Tags: #Intriga

BOOK: Los hombres de paja
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Bobby Nygard estaba sentado a una mesa contra una ventana.

—¿Qué coño significa esta mierda de Sacagawea? —fue lo primero que dijo.

Me senté enfrente.

—Sacagawea era el nombre de una doncella amerindia que anduvo con Lewis y Clark. Les ayudaba a hacer tratos con los locales, a que no les mataran, y esas cosas. La expedición pasó cerca de aquí, camino de las montañas Bitterroot.

—Gracias, profesor. Pero ¿todavía puede decirse doncella hoy en día? ¿No es sexista o algo así?

—Probablemente —dije—.Y, ¿sabes qué? Me importa un bledo. De todos modos es mejor que «piel roja».

—¿En serio? A lo mejor no. Quizá es algo parecido a «negrata». Asumido como un emblema digno de orgullo. Absorción de los términos usados por el opresor.

—Como sea, Bobby. Me alegra volver a verte.

Me guiñó el ojo y chocamos nuestros vasos. Bobby tenía el aspecto de siempre, aunque hacía dos años que no nos encontrábamos cara a cara. Un poco más bajo que yo, un poco más ancho. El pelo corto, la piel del rostro siempre un poco encarnada, y el aire de a quien no se inquietará demasiado ni que le enseñes un bate de béisbol con malas intenciones. Había estado en el ejército, y a veces parecía que no lo hubiera dejado, si bien el suyo no sería el ejército que se ve en las noticias.

Después de beber, Bobby dejó su vaso sobre la mesa y echó una mirada alrededor de la sala.

—Menudo lugar de mierda.

—Entonces, ¿qué haces aquí?

—El puto letrero luminoso que hay ahí fuera. Me atrapó en su radio de atracción. ¿Por qué? ¿Hay un hotel mejor en el pueblo?

—No, quiero decir que por qué viniste a Dyersburg.

—Ya llegaremos a eso. Mientras tanto, dime, ¿qué tal estás? Siento lo de tus padres, colega.

De repente, quizá porque estaba sentado con alguien a quien contaba entre mis amigos, la muerte de mis padres me dolió de nuevo. Me dolió mucho, y de una forma inesperada, supe que probablemente así sería por el resto de mis días, sin importar lo que hubieran hecho. Comencé a decir algo, pero me interrumpí. Me sentía demasiado cansado, confundido y triste. Bobby hizo resonar su vaso contra el mío una vez más, y bebimos. Dejó que el silencio se instalara entre nosotros por unos instantes y luego cambió de tema.

—Bueno. ¿Qué andas haciendo ahora? Nunca lo cuentas.

—No mucho —dije.

Él levantó una ceja.

—¿No mucho significa «mejor que no me preguntes»?

—No. Nada que valga la pena contar, solo eso. Debe de haber uno o dos empleos que todavía no haya probado, pero dudo que la cosa sea muy distinta. Al parecer me paso el tiempo mirando por la ventana, y los jefes siguen sin entender el papel clave que desempeña esa actividad en la economía moderna.

—Timidez y poca visión comercial —asintió mientras agitaba el brazo para pedir dos cervezas más—. No siempre es así.

Después de que la camarera joven y con cara de deprimida, nos hubiera servido nuestras bebidas, estuvimos charlando un rato. Aquel empleo anterior que he mencionado fue con la CIA. Tenía menos glamour de lo que se podría pensar. Trabajé para ellos durante siete años, y así es como conocí a Bobby. Congeniamos inmediatamente, a pesar de que él pertenecía al ala dura y yo era básicamente un mozo de oficina. Dejé de trabajar para la Agencia cuando instauraron una prueba anual en el detector de mentiras hace unos años. Mucha gente dejó el servicio entonces, indignados por la desconfianza que aquello suponía después de que se hubieran jugado el pellejo por su país. En mi caso, me fui porque había hecho algunas cosas.

No eran terribles, debo añadir. Solo algunas de las cosas por las que esa gente te mete en la cárcel. Puede que la CIA no sea la organización más honesta del mundo, pero prefieren que la mayoría de sus empleados eviten cometer delitos graves tanto tiempo como sea posible. Yo había usado algunos contactos para hacer un poco de dinero, sacarle un poco de jugo al asunto. Eso era todo. Nada excepcional. Para ser sincero, nunca he hecho nada excepcional.

Aunque ahora vivía en Arizona, Bobby seguía trabajando esporádicamente para la Agencia, y mantenía el contacto con varios amigos comunes. Dos de ellos estaban infiltrados en grupos para-militares, y al oírlo me alegré de haber abandonado la empresa.

—Bien —dijo Bobby, armado con otra cerveza, ¿me vas a explicar ahora cómo es que estando perdido en la mismísima Conchinchina te asalta la necesidad de digitalizar cierto material fílmico?

—Tal vez —le dije, admirado por el modo en que me presionaba sin revelar lo que tenía en mente. Un truco del oficio, previsible y corriente ahora. Cuando nos conocimos, él pasaba un montón de tiempo en las salas de interrogatorios, con ciudadanos de países de Oriente Medio. Todos terminaban hablando. De ahí lo trasladaron a vigilancia, especializado en análisis de imágenes—. Puede que no. Y nunca antes de que tú me digas por qué te metiste en un avión y cruzaste tres estados para pagarme una cerveza.

—Está bien —dijo—, está bien. Pero déjame que te pregunte algo primero. ¿Dónde naciste?

—Bobby...

—Tú solo dímelo, Ward.

—Ya sabes dónde nací. En el Hospital del Condado, en Hunter's Rock, California.

El nombre del lugar se deslizaba tan fácilmente sobre mi lengua como el mío propio. Es una de las primeras cosas que uno prende.

—Efectivamente. Recuerdo que me lo contaste. Te quejabas de que ya nadie pone el apostrofe en Hunter's.

—Me pone enfermo.

—Correcto. Es un escándalo. Ahora bien, cuando hablé contigo antes, mencionaste a tus viejos y dijiste que el vídeo tenía relación con tu infancia. Así que ahí me tienes, una vez terminada nuestra conversación. No tenía nada que hacer. Estaba rodeado de ordenadores, harto de navegar por internet y ya me había hecho la paja del día.

—Hermoso relato —dije—. Espero que no fuera mientras hablábamos por teléfono.

—Sigue esperándolo —contestó con una maliciosa media sonrisa—. Entonces pensé, qué caray, ¿por qué no fisgoneo un poco en la vida de Ward?

Lo miré; sabía que era mi amigo y no hacía nada malo, pero aquello era una intromisión.

—Ya sé, ya sé —dijo alzando una mano apaciguadora—. Estaba aburrido, ¿qué quieres que te diga? Lo siento. Bueno, da igual, puse los ordenadores a trabajar y comprobé unas cuantas bases de datos. Debo aclarar que no encontré nada que no supiera ya. Arrestado para interrogarte sobre ciertos asuntos, bla, bla, bla, puesto en libertad por falta de pruebas. Más un testigo que se retractó. La redada antidroga de la Gran Manzana, en 1985, sobreseído cuando te aviniste a informar sobre cierto grupo de estudiantes de Columbia.

—Eran unos idiotas —dije a la defensiva—. Idiotas racistas. Y además uno de ellos se acostaba con mi novia.

—Vamos, hombre. Ya me lo habías contado y de todos modos me importa un bledo. Si no lo hubieras hecho, no te habrían fichado en la Agencia, y yo no te habría conocido, lo cual sería una mala cosa. Como decía, o bien no hay nada en los archivos que yo no sepa, o bien lo has escondido de maravilla. Realmente de maravilla. Eso es lo que querría saber, por pura curiosidad.

—No te lo voy a decir —repliqué—. Todo el mundo tiene sus secretos.

—Ya lo creo, Ward, y tú los tienes. Eso sí que te lo concedo.

—¿A qué te refieres?

—Al cabo de una hora, más o menos, me harté de no encontrar nada, así que decidí echar un vistazo al tema de Hunter s Rock, y lo digo con apostrofe. Encontré la dirección de la casa de tus padres, luego las fechas en que se instalaron y se mudaron de nuevo. Se establecieron allí el 9 de julio de 1954, que según creo era viernes. Pagaban sus impuestos, hacían sus cosas. Tu padre se ganaba el sueldo en Golson Realty, y tu madre trabajaba media jornada en una tienda. Unos diez años después naciste tú.

—Correcto —dije preguntándome adonde quería ir a parar. Él sacudió la cabeza.

—Incorrecto. El Hospital del Condado de Hunter's Rock no tiene constancia de ningún Ward Hopkins nacido ahí en aquella fecha.

Por un momento pareció que el mundo me daba esquinazo.

—¿Qué?

—Tampoco hay constancia en el Hospital General de Bonville ni en el James B. Nolan, ni en ningún hospital a doscientos kilómetros a la redonda.

—No puede ser. Nací en el Hospital del Condado. En Hunter's.

De nuevo sacudió la cabeza con convicción.

—No, no fue así.

—¿Estás seguro?

—No solo estoy seguro, sino que he comprobado los registros de cinco años antes y después, por si habías mentido acerca de tu edad, por la razón que fuera, vanidad o incapacidad matemática. No hay ningún Ward Hopkins. Ni ningún Hopkins con ningún otro nombre. No tengo ni idea de dónde naciste, colega, pero por supuesto que no fue en Hunter's Rock ni en sus alrededores.

Abrí la boca. La cerré de nuevo.

—A lo mejor no tiene importancia —dijo, y me miró con astucia—. Pero ¿tiene algo que ver con tus urgencias digitalizadoras?

—Ponlo otra vez —dijo él.

—Honestamente, Bobby, no creo que lo pueda soportar.

Me miró. Sentado en una de las dos sillas de la habitación del hotel, tenía la nariz pegada a la pantalla de mi portátil. Le acababa de pasar los archivos MPEG y para mí ya era bastante por ese día. Y quizá también para toda la vida.

—Créeme, con una vez ya lo has visto todo.

—De acuerdo. Entonces ponme el archivo de audio.

Me acerqué al teclado, navegué por los menús e hice doble clic en el archivo en cuestión.

Escuchó la versión filtrada unas cuantas veces. Cerró él mismo el archivo y sintió con la cabeza.

—Está bien, parece que diga «Los Hombres de Paja». ¿Y no tienes ni idea de qué puede significar?

—Lo dirá en el sentido de «testaferro», que no creo que nos lleve a ninguna parte. ¿Y tú?

Alargó el brazo y cogió su vaso. Nos habíamos hecho con media botella de Jack Daniel's.

—Lo único que se me ocurre es comprar paja.

Asentí y lo pensé. Se refería al proceso por el cual quienes no tendrían que poder comprar armas —sea porque son jóvenes, porque tienen antecedentes o porque no tienen licencia— las consiguen de todos modos. Lo que se hace es presentarse en la armería con un amigo que reúna las condiciones. Negocian con el vendedor y encuentran lo que buscan. Cuando llega el momento de pagar, el amigo —el comprador de paja— es el que en realidad suelta la pasta. Por supuesto, se supone que el vendedor no debe permitirlo, si sabe que es el otro quien se quedará con el arma, pero muchos lo hacen. Una venta es una venta. Y una vez fuera de la tienda, ¿qué le importa lo que hagan? Mientras no vayas y le pegues un tiro a su madre es poco probable que se preocupe por ti. Claro que hay mucha gente honesta que se dedica a vender armas. Pero también hay muchos otros profundamente convencidos de que todo americano, cada uno de nosotros, los hombres, y las señoritas también, debería recibir una arma de fuego nada más nacer. Que no les parece un problema que esos pequeños y pesados instrumentos mecánicos sean simples medios para terminar con la vida de alguien, que sostienen que las armas son moralmente neutras y que solo sus dueños pueden convertirlas en algo malo. Dueños de piel negra, sobre todo, o blancos malos, punks y drogadictos a los que de todos modos no servimos en esta tienda, de ningún modo.

—¿Crees que se trata de eso?

—No parece probable —admitió—.Aunque ha habido movida con este asunto en los últimos dos años. Los federales y unas cuantas ciudades se han propuesto terminar con eso, concentrándose en los vendedores que consienten con demasiado descaro que esa gente se salga con la suya. Un alto porcentaje de las armas que hay en las calles llegan de los suburbios así, a través de tipos que las compran en grandes cantidades y luego se las venden a los muchachos por las esquinas. Hay un par de causas pendientes, y creo que una de ellas ocurrió el año pasado. No recuerdo muy bien cómo fue. En cualquier caso, no veo la relación con tus viejos.

—Yo tampoco —reconocí—. Que yo sepa, mi padre nunca tuvo armas. Tampoco recuerdo que se mostrara muy en contra, pero los que están a favor suelen tener un armario bien provisto. Además no me encaja.

—¿Lo has comprobado?

—¿Comprobado dónde? ¿En
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?

Desvió la mirada.

—En internet, por supuesto.

—Por Dios, no.

Me gusta internet. De verdad. Siempre que necesito algún programa gratuito de mierda, o quiero saber qué tiempo hace en Bogotá, o ver una fotografía de una mujer con un mulo, soy el primero en sacarle punta al módem. Pero como fuente de información es una porquería. Solo aparecen un billón de datos que luchan por ser oídos, vistos o bajados, y lo que quiero saber queda enterrado bajo la multitud. No sé por qué, siempre que busco algo en particular llego directo a una página de error 404.

—Eres un jodido luddita, Ward.

Enchufaba ya la conexión telefónica. Dejé que siguiera adelante con todo aquello, mientras pensaba que ojalá no hubiera tirado; los cigarrillos a la basura aquella mañana.

Cinco minutos más tarde, negaba con la cabeza.

—No he encontrado nada en los sitios de búsqueda principales, ni en los secundarios, y tampoco en un puñado de rincones especializados que resulta que conozco, entre ellos algunos que te piden buenas autorizaciones de seguridad.

—Eso es la red. El oráculo sordo y ciego con amnesia. —No hice ningún esfuerzo para decirlo como si fuera la primera vez.

—No significa que no haya nada, sino que, si los términos aparecen en algún lugar, soy yo quien no sabe cómo buscar.

—Bobby, no hay razones para creer que haya algo. Es solo una frase. Cuatro palabras. Sueltas a unos cuantos monos el tiempo suficiente, uno de ellos terminará por teclearlo bastante antes de que pueda escribir Macbeth de cabo a rabo. Pero eso no significa que vaya a incluirlo en un archivo HTLM, ni que lo cuelgue en un servidor con unos cuantos anuncios y un contador de visitas. Y aunque fuera así, ¿por qué iba a tener alguna relación con lo que se oye en la cinta?

—¿Se te ocurre algo mejor?

—Sí —repuse con firmeza—. La botella está casi vacía, estoy cansado y necesito beber mucho más.

—Eso lo haremos después.

—¿Después de qué?

Bobby golpeó la mesa con las uñas unos instantes, observando las cortinas con los ojos entrecerrados. Casi se oía como rumiaba su cerebro. Yo estaba aburrido y el whisky me había dejado la cabeza densa y fría. El exceso de información de los últimos dos días me daba ganas de olvidar todo lo que sabía.

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