Los hombres de paja (19 page)

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Authors: Michael Marshall

Tags: #Intriga

BOOK: Los hombres de paja
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—¿Dónde exactamente? ¿En Anchorage?

Él hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Solo eso. Alaska. Luego París. Después Alemania. Luego California.

—¿De qué hablas?

—Se movía. Rebotaba de un lado a otro, y no creo que se encuentre realmente en ninguno de esos lugares. Estaba como embrujada. Aunque no soy un jodido Rey de los Piratas Informáticos, sé lo que me hago, y te aseguro que jamás había visto algo así. Tengo un par de amigos que lo están comprobando, pero sin duda hay algo raro.

—No, mierda.

—No lo digo solo por lo que te ocurre a ti. Este tipo de cosas son parte de mi trabajo. Tengo que saber cómo lo hacen. Y quiénes son. —Le dio un buen trago a su vaso y luego me miró, serio—. ¿Y tú qué? ¿Qué vas a hacer ahora? A parte de seguir bebiendo.

—En la cinta hay tres secuencias. No puedo hacer nada con la última, no puedo hacer nada por encontrar a... al otro niño. —Estuve a punto de decir «a mi hermano gemelo», pero en el último momento aquellas palabras me asustaron—. No sé qué ciudad es la que aparece y de todos modos habrán pasado más de treinta años. Él o ella puede estar en cualquier parte del mundo. O muerto. La segunda secuencia no parece llevar a ningún lado. Así que me dedicaré a buscar el lugar de las montañas.

—Es razonable —dijo—.Te ayudaré.

—Bobby...

Sacudió la cabeza.

—No seas idiota, Ward. Tus padres no murieron en un accidente. Y tú lo sabes.

Supongo que sí, que lo sabía, o al menos lo supe por un instante, porque en realidad no había permitido que ese pensamiento se asentara en mi mente, y era incapaz de formularlo con palabras.

Bobby lo hizo por mí.

—Les asesinaron —dijo.

12

Nina estaba sentada en el porche junto a Zoë Becker. La noche era fría, y deseó haber aceptado el té que le habían ofrecido antes sin demasiado interés. Zandt ya había hablado con la mujer y examinado la habitación de su hija, y ahora estaba adentro con el marido. Los Becker no se sorprendieron al encontrarse con dos investigadores en la puerta de su casa, aunque fuera de noche, tan tarde. Sus vidas se habían alejado demasiado de lo que estaban preparados para aceptar como realidad. Las dos mujeres hablaron entrecortadamente durante un rato, pero pronto se sumieron en el silencio. Zoë observaba su pie, que se movía arriba y abajo al final de su pierna, cru2ada sobre la otra. Al menos esa era la dirección que seguían sus ojos. Nina dudaba que viera algo y pensaba que más bien flotaba en un vacío donde el movimiento del pie era un acontecimiento tan significativo como cualquier otro. No le molestaba el silencio, porque sabía cuál era el único asunto del que la otra mujer querría hablar. ¿Seguía con vida su hija? ¿Creía Nina que volverían a verla alguna vez? ¿O acaso en esa casa, que a Zoë le costaba tanto tiempo mantener tal como estaba, habría siempre una habitación cuyo vacío y silencio se oscurecerían hasta convertirse en un cristal negro fijado en el centro mismo de sus vidas? En la pared de la habitación colgaba el poster de una banda que los demás miembros de la familia jamás habían escuchado, salvo sin querer. Entonces, ¿qué sentido tenía ahora?

Nina no podía responder esas preguntas ni otras semejantes, y cuando le pareció que la mujer iba a empezar a hablar alzó la vista, temerosa. Pero lo que vio fue que Zoë estaba llorando, lágrimas exhaustas que no indicaban ni el principio ni el final de nada. Nina no hizo ningún gesto para acercarse a ella. Hay gente que acepta el consuelo de los desconocidos y gente que no. La señora Becker pertenecía al segundo grupo.

Por tanto, se recostó en su silla y miró hacia el salón a través de la puerta acristalada. Michael Becker estaba sentado en el borde de una butaca; Zandt, de pie detrás del sofá. Nina había pasado el día con Zandt y no le había oído pronunciar más de
cinco
frases que no guardaran relación con el caso. Habían estado en el lugar de la desaparición, muy temprano, antes de que se agolparan allí las hordas descontroladas de consumidores. Habían visitado la escuela de Sarah Becker, para que Zandt pudiera ver cómo encajaba aquello con el caso. Observó las visuales y los puntos de acceso, los lugares donde alguien podría haber estado esperando, en busca de otra persona a quien amar. Le dedicó un buen rato al asunto, como si pensara que hallaría una nueva perspectiva que le permitiría vislumbrar la sombra de un hombre en pleno día. Cuando se fueron estaba de mal humor.

No visitaron a ninguno de los familiares de las anteriores víctimas del Hombre de Pie. Tenían la documentación de los interrogatorios originales, y era poco probable que descubrieran algo nuevo. Además Nina sabía que Zandt conservaba aquellos interrogatorios grabados en su memoria, y que incluso podría contarles a las familias cosas que habían olvidado ya. Hablar con ellos solo traería más confusión. Para sus adentros creía que si Zandt conseguía ponerlos tras la pista del asesino, no sería gracias a nuevas informaciones sobre el caso, sino más bien a la intuición.

Nina tenía otra razón para mantener a Zandt alejado de los familiares de las víctimas. No quería que ninguno de ellos se pusiera tan nervioso que llamara a la policía o al FBI para preguntar cómo iba la investigación. Nadie sabía que ella había vuelto a meter a John Zandt en el caso. De hecho, si alguien lo descubría, se abriría la mismísima caja de los truenos. Y esta vez no significaría solo una mancha más en su expediente, sino el final de su carrera. Que hablara con los Becker era un riesgo que debía asumir. Los padres habían visto a tanta gente de la policía y el FBI que era improbable que se acordaran de alguien en particular, o que lo mencionaran más tarde. Al menos eso esperaba. También esperaba que hablaran de lo que hablaran aquellos dos hombres, la conversación despertara algo en la mente de Zandt. Y que él se lo contara.

—Puedo repetírselo si quiere.

Michael Becker ya le había contado dos veces cuáles fueron sus movimientos aquella noche, había respondido con rapidez y concisión. Zandt era consciente de que el hombre no sabía nada que valiera la pena. También había deducido que durante las semanas previas a la desaparición, Becker estuvo tan absorto en su trabajo que habría advertido bien pocas cosas del mundo exterior. Meneó la cabeza.

Con gesto abrupto, Becker bajó la mirada al suelo y se llevó las manos a la cabeza.

—¿No tiene nada más que preguntar? Tiene que haber algo más. Tiene que haber algo.

—No hay ninguna pregunta mágica. O si la hay, no se me ocurre cuál podría ser.

Becker alzó los ojos. Los otros polis no habían hablado de este modo.

—¿Cree que está viva aún?

—Sí —respondió Zandt.

A Becker le sorprendió la seguridad que vio en la cara del policía.

—Los demás actúan como si estuviera muerta —afirmó—. No lo dicen, pero lo piensan.

—Se equivocan, por ahora.

—¿Por qué? —La voz del hombre era seca, la respiración, entrecortada, el sonido de un hombre atrapado en la voluntad de creer.

—Cuando un asesino de este tipo se deshace de una víctima, en general esconde el cuerpo y hace cuanto puede por ocultar la identidad del cadáver. En parte para ponerle las cosas más difíciles a la policía. Pero también porque muchos de ellos intentan esconderse sus actividades a sí mismos. Las tres anteriores víctimas fueron halladas a campo abierto, con los restos de su propia ropa y sus efectos personales. Este tipo no se esconde de nadie. Quería que supiéramos quiénes eran y que había sido él quien acabó con sus vidas. Y «acabar» implica un tiempo durante el que se requiere que estén vivas.

—Se requiere...

—Solo una de las víctimas anteriores sufrió abusos sexuales. Salvo por pequeñas heridas en la cabeza, las demás no mostraban signos de violencia, excepto que les habían rapado la cabeza.

—Y que las habían asesinado, claro.

Zandt negó con la cabeza.

—El asesinato no se considera abuso en este tipo de situaciones. El asesinato es lo que termina con el abuso. Los forenses solo pueden aproximarse, pero todo sugiere que las chicas siguieron con vida al menos durante una semana después de su secuestro.

—Una semana —dijo el hombre con voz sombría—.Ya han pasado cinco días.

Zandt hizo una pausa antes de responder. Durante la entrevista, sus ojos habían escudriñado casi todos los rincones de la habitación, pero ahora había visto algo que antes no había advertido. Un pequeño montón de libros de texto encima de la mesa. Eran de un nivel demasiado avanzado para ser de la hermana menor. Se dio cuenta de que el otro hombre lo observaba.

—Lo sé muy bien.

—Lo dice como si tuviera otros argumentos.

—Sencillamente, no creo que ya la haya matado.

Becker soltó una risa áspera.

—Conque no lo cree, ¿eh? ¿Es eso? Oh, de acuerdo. Me deja usted muy tranquilo.

—Mi trabajo no es tranquilizarle.

—No —dijo Becker, con rostro inexpresivo—. Supongo que no. —Hubo unos instantes de silencio, luego añadió—: Estas cosas pasan de verdad, ¿no?

Zandt sabía lo que aquel hombre quería decir. Que ciertos hechos, sobre los que la mayoría de la gente no llega más que a leer o escuchar lo que se dice, en realidad ocurren. Cosas como la muerte súbita, el divorcio o las lesiones de columna; como el suicidio, la adicción a las drogas o que un día te encuentres rodeado de los pies de un grupo de gente gris y difusa que te mira mientras susurra: «El conductor no paró». Ocurren. Son tan reales como la felicidad, el matrimonio o el calor del sol en la espalda, y se desvanecen más lentamente. Puede incluso que tu vida no vuelva a ser la de antes. Puede que no seas de los afortunados. Puede que las cosas sigan así, y sigan, y sigan.

—Sí, así es —dijo.

Sin que el otro tipo le viera, tocó la cubierta de uno de los libros. Pasó los dedos por encima de la superficie rugosa.

—¿Qué posibilidades cree que tenemos de volver a verla?

La pregunta había sido formulada con sencillez y voz queda, y Zandt admiró al hombre por ello. Se alejó de la mesa.

—Debe aceptar que no tienen ninguna en absoluto.

Becker acusó visiblemente el golpe, e intentó decir algo. No oyó nada.

—Cada año mueren cien personas a manos de tipos así —dijo Zandt—. Probablemente más. Solo en este país. Casi jamás se atrapa a los asesinos. Armamos mucho ruido cuando detenemos a uno, como si hubiéramos mandado al tigre de vuelta a su jaula. Pero las cosas no son tan sencillas. Todos los meses nace otro. Detenemos a algunos que no han tenido suerte, que son estúpidos o han llegado a un punto en el que empiezan a cometer errores. A la mayoría no los detenemos nunca. Esos hombres no son seres aberrantes. Son parte de lo que somos. Como cualquier otra cosa. La supervivencia del más apto. Del más inteligente.

—¿El Repartidor es inteligente?

—No se llama así.

—Los periódicos lo llamaban así. Y la poli.

—Se llama el Hombre de Pie. Se bautizó él mismo. Y sí, es inteligente. Puede que por eso termine cayendo. Tiene mucho interés en que le admiremos. Por otro lado...

—Puede que no lo atrapen, y a menos que ustedes lo encuentren, no volveremos a ver a Sarah.

—Verla de nuevo —dijo Zandt mientras se guardaba la libreta de notas y el lápiz en el bolsillo— sería un regalo de los dioses. Ninguno de ustedes volverá a ser el mismo. Eso no tiene por qué ser necesariamente malo. Pero es la verdad.

Becker se puso en pie. Zandt pensó que jamás había visto a un hombre que pareciera a la vez tan cansado y tan incapaz de dormir. Y sin que Zandt lo supiera, Michael Becker estaba pensando lo mismo de él.

—Pero ¿lo intentará?

—Haré todo lo que pueda —dijo—. Si puedo encontrarle, lo haré.

—Entonces ¿por qué me pide que asuma lo peor?

Pero su esposa acaba de cruzar la puerta acristalada, con la agente del FBI justo detrás, y el policía no dijo nada más.

Nina les agradeció su atención a los Becker y prometió que les mantendría informados. También se las arregló para dar a atender que su visita había sido una formalidad sin relación directa con el curso de la investigación.

Michael Becker les observó mientras desandaban el camino del jardín. No cerró la puerta cuando les perdió de vista, sino que se quedó un momento ahí, contemplando la noche. Detrás, escuchó a Zoë que subía las escaleras para ver cómo estaba Melanie. No creía que su segunda hija estuviera durmiendo. Las pesadillas de hacía un año habían vuelto a aparecer, y su padre no se lo reprochaba. Además, lo poco que lograba dormir era una tortura para él. Sabía que ella seguía usando el conjuro que él mismo le había escrito para evitar los malos sueños, y eso le horrorizaba. La ironía no era ninguna protección, por mucho que él y Sarah y los directores de películas de terror contemporáneos lo pudieran pensar. En una tierra de sangre y huesos, la ironía no sirve de nada. Recordó las conversaciones sobre miedos nocturnos que había mantenido con Sarah varios años atrás. Ella fue siempre una niña muy inquisitiva, y se preguntaba por qué la gente teme a la oscuridad. Él le contó que se trataba de un vestigio de cuando éramos más primitivos y dormíamos al aire libre o en cuevas, y los animales salvajes podían matarnos de noche.

Sarah le miró dudosa.

—Pero eso pasaba hace una cantidad de tiempo terrible —dijo. Lo meditó durante unos instantes y, con la perfecta seguridad de una niña de diez años, añadió—: No. Lo que nos asusta tiene que ser otra cosa.

Ahora Michael pensaba que la muchacha tenía razón. No tenemos a los monstruos. Los monstruos solo son una fantasía reconfortante. A quien tememos es a nosotros mismos.

Finalmente cerró la puerta y fue hacia la cocina. Preparó una jarra de café, un gesto que se había convertido el un ritual de aquella hora de la noche. La llevaría al salón en una bandeja, con dos tazas y una jarrita de leche caliente. Quizá una o dos galletas, lo único que al parecer Zoë tenía ganas de comer. Se sentarían frente a lo que dieran por televisión, y dejarían pasar el tiempo. Las películas antiguas eran lo mejor. Algo de otra época, de cuando Sarah aún no había nacido y nada de todo eso podía ser cierto. A veces hablaban un poco. Normalmente no. Zoë tendría siempre el teléfono cerca.

Mientras cogía un par de tazas del armario nuevo —pino viejo, importado de Inglaterra tras su reciente viaje—, Michael pensó otra vez en lo que le había dicho el policía, y se concentró en cada una de sus frases. Advirtió que, por primera vez desde la desaparición de su hija, sentía en su interior un finísimo hilo que solo podía ser de esperanza. Por la mañana habría desaparecido, pero de todos modos agradeció el momento de descanso. Lo sentía porque creía haber leído algo entre líneas: lo que había dicho aquel policía era menos importante que lo que se había callado.

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