Los hombres de paja (8 page)

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Authors: Michael Marshall

Tags: #Intriga

BOOK: Los hombres de paja
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Cuando Zandt volvió, ella desenroscó el tapón de la botella y sirvió dos tragos. Él permaneció todavía un momento de pie, como si aún no quisiera establecer el compromiso de unirse con ella, pero luego acercó la otra silla. Lentamente, la habitación comenzó a calentarse.

Nina levantó el vaso de cepillarse los dientes, se lo acercó a los labios con ambas manos y le miró a través del vidrio.

—Así pues, John, ¿qué tal te va?

Zandt se sentó, con la vista fija al frente, sin mirar a la mujer.

—Dímelo tú —contestó.

Tres días antes una chica llamada Sarah Becker estaba sentada en un banco del paseo de la calle Tercera, en Santa Mónica, California. Escuchaba un minidisc en un reproductor que había recibido como regalo por su decimocuarto cumpleaños. Había imprimido una pulcra etiquetita con el ordenador de su casa, de modo que su nombre y dirección estaban pegados en la parte trasera del reproductor con cinta invisible para evitar que la tinta se emborronara. Aunque odiaba la idea de estropear el lustroso cromado del aparato, la posibilidad de perderlo aún le gustaba menos. Cuando lo encontraron, se supo que el álbum que había estado escuchando era
Generation Terrorists
, de un grupo británico llamado Manic Street Preachers; aunque Sarah sabía que también les llamaban The Maníes. El grupo no era muy famoso en su escuela, razón de más para escucharlo. Los demás chicos se estupidizaban con las princesas guerreras del pop y las insípidas bandas de jovencitos, o sacudían la cabeza al ritmo de lo que algún rapero palurdo bramaba en el slang del año pasado al son de alguna tonada ajena desde la seguridad de un complejo residencial rodeado de muros en Malibú. Sarah prefería música que sonara como si al otro lado del hilo hubiera alguien que quisiera decir algo. Suponía que era cosa de su edad. A los catorce ya no eres un niño. No en estos tiempos, ni mucho menos. No en L.A. No allí, en 2002. A sus padres les costaba un poco hacerse a la idea, pero incluso ellos sabían que la cosa era así. A su modo, se estaban acostumbrando a ello, como los neandertales que observaron con cautela al primer cromañón que apareció silbando por encima de la colina.

En el extremo donde ella estaba sentada, junto a la fuente que había trente al Barnes and Noble, la Promenade estaba casi vacía a esa hora del anochecer. Algunos clientes entraban y salían de la librería, y se veía a otros a través del ventanal del segundo piso hojeando libros y revistas concentrados, absortos ante las especificaciones de los ordenadores o en busca de alguna palabra mágica perdida entre los manuales para escribir guiones. El año anterior había pasado dos semanas de vacaciones en Londres con su familia, y a ella las librerías inglesas la habían dejado perpleja. Eran muy extrañas. Solo tenían libros. Ni café, ni revistas, ni siquiera lavabos. Solo hileras e hileras de libros. La gente cogía uno, lo compraba y luego se iba. A su madre le pareció que aquello tenía cierta gracia, pero para Sarah fue una de las pocas cosas que vio en Inglaterra y que consideró una porquería. Finalmente encontraron un Borders grande y nuevo, ella se precipitó hacia dentro. Fue allí donde descubrió a los Manic, en un punto de escucha. Los grupos británicos eran guays. Y los Manic, especialmente. En general, Londres era guay. Eso era todo.

Ella estaba sentada, asintiendo con la cabeza al tiempo que el cantante proclamaba a gritos su condición de «perro condenado» y contemplando la Promenade. Al otro extremo de las tres travesías peatonales había sobre todo restaurantes. Su padre la había dejado ahí hacía veinte minutos y volvería a recogerla a las nueve en punto, como hacían una vez al mes. Se suponía que ella iba a encontrarse con su amiga Sian en el Broadway Deli. Eran señoritas que iban a cenar. El club de las cenas había sido una ocurrencia de la madre de Sian, que procuraba adaptarse a la adolescencia de su hija abriéndole todas las puertas posibles, por miedo a dejar cerrada la equivocada y arruinar así la relación tan especial que tenían. La mamá de Sarah secundó la propuesta muy rápidamente: en parte porque todo el mundo tenía tendencia a secundar a Monica Williams, pero también porque Zoë Becker recordaba lo suficiente su yo juvenil para saber lo mucho que le habría gustado hacer lo mismo a la edad de Sarah. Su padre tenía ocasional derecho a veto, y durante un largo y penoso momento Sarah creyó que iba a ejercerlo. Pocos meses antes había habido una ola de asesinatos entre bandas rivales, parte de la resaca periódica que provoca la reestructuración corporativa de la industria del crack. Pero al fin, después de proponer y acordar una batería de medidas de seguridad —entre ellas dejarla y recogerla en horas y lugares bien definidos, asegurarse de que tenía el móvil completamente cargado y recitar las claves de sentido común para evitar la caótica intromisión del destino en la propia vida—, estuvo de acuerdo. Ahora era parte de su calendario social.

El problema fue que cuando se detuvieron, Sian no les estaba esperando en la esquina convenida. Michael Becker estiró el cuello, escrutando la calle arriba y abajo.

—Y bien, ¿dónde está la legendaria señorita Williams? —murmuró mientras martilleaba el volante con los dedos.

Había un punto jodido en las series que estaba desarrollando para la Warner y andaba muy estresado: calma tensa salpicada de momentos de agitación. Sarah no estaba segura de cuál era el problema exactamente, pero conocía el credo de su padre, según el cual había infinitas posibilidades de que las cosas salieran mal en El Negocio, y solo una de que salieran bien. Ella había visto propuestas y esbozos de los episodios piloto de aquellas series, su padre incluso le había calentado bastante la cabeza sobre ciertos detalles, considerando que su reacción era representativa de una parte de la audiencia potencial. En realidad, y para su sorpresa, Sarah encontró que las series eran bastante guays. Mejores que
Buffy
o
Ángel
, de hecho. Personalmente creía que el personaje de Buffy era un horror, y que el viejo inglés no hablaba como Hugh Grant, ni mucho menos. Tampoco se le parecía. La heroína de
Dark Shift
era más contenida, menos fanfarrona y con menor tendencia al lloriqueo. Además, aunque Sarah no se diera cuenta, estaba ligeramente inspirada en la hija de Michael Becker.

—Ahí está —dijo Sarah señalando hacia la calle.

Su padre frunció la mirada.

—No la veo.

—Sí, mira. Ahí, debajo de la farola, enfrente de Henessy and Ingels.

En aquel momento algún imbécil hizo sonar su bocina detrás de ellos, y su padre volvió la cabeza para mirar con irritación a través del parabrisas trasero. Casi nunca se enfadaba cuando estaba en familia, pero a veces se permitía desfogarse con el mundo exterior. Sarah sabía, pues acababa de darlo en la escuela, que aquello era una cuestión de orden social, de la jerarquía que se crea en la jungla de asfalto, pero íntimamente temía que algún día su padre eligiera afirmar su posición con el simio bruto equivocado. Parecía no darse cuenta de que los padres también podían tener que hacer frente al destino, y que la edad importaba poco en el reparto de sus recompensas.

Ella abrió la puerta y bajó de un salto.

—Me voy corriendo —dijo.

—Está bien.

Michael Becker observaba con los labios apretados como el tipo impaciente que conducía el LeBaron le pasaba por el lado.

Entonces se dio la vuelta y su cara cambió. Por un instante los arguméntales y las estadísticas de población dejaron de desfilar por detrás de sus ojos, como si contemplara el mundo a través de una parrilla de listas de éxitos y subproductos extranjeros. Solo parecía cansado, con ganas de un poco de cafeína caliente y aspecto de padre.

—Nos vemos luego —dijo Sarah con un guiño—. Que te dé un buen ataque al corazón en el camino de vuelta.

Él miró su reloj.

—No voy a tener tiempo. Quizá lo cambie por ligeros problemas de próstata. ¿A las nueve?

—En punto. Yo siempre estoy antes. Eres tú el que llega tarde.

—Lo que tu digas. Nokkon, señorita.

—Nokkon, papá.

Cerró la puerta y vio como su padre volvía a sumergirse en el tráfico. Le despidió con la mano, un pequeño saludo, y pronto había desaparecido, engullido por un mundo interior, a merced de gente que compra palabras a peso y nunca sabe lo que quiere hasta que ya se ha publicado. Mientras lo contemplaba desaparecer, Sarah se convenció de una cosa: El Negocio no la iba a tener a ella por novia.

Por supuesto, Sian no estaba debajo de la farola. Sarah lo había inventado para que su padre pudiera volver a casa y ponerse de nuevo a trabajar. Pasaron diez minutos y entonces el teléfono de Sarah sonó.

Era Sian. Estaba de pie junto al coche de su madre en Sunset y tan enfadada que rabiaba. Sarah podía oír a la madre de Sian al fondo, echándole pestes imperiosamente a un desventurado mecánico que probablemente, al ver la angustia de madre e hija, habría imaginado una escena de su vida real convertida en película porno. Sarah esperaba que ahora el tipo se diera cuenta no solo de que aquello no iba a suceder, sino de que o arreglaba el coche, y deprisa, o era hombre muerto.

De cualquier forma, Sian no podría ir. Lo cual dejaba a Sarah en un dilema. Su padre aún no habría llegado a casa y en cuanto hubiera entrado de nuevo en el tráfico se habría convertido en un remolino de ideas y giros arguméntales, incluso quizá estuviera ya al teléfono con su colega, Charles Wang, buscando fórmulas para templar la situación del producto. Había cierto importantísimo desayuno de negocios con la gente del estudio a la mañana siguiente, un encuentro a todo o nada entre cafés descafeinados y tortillas sin colesterol. Ella sabía que su padre temía aquel tipo de reuniones por encima de todo, porque nunca desayunaba y detestaba tener que fingir que sí lo hacía, jugueteando con las tostadas para evitar juguetear con los cubiertos. No quería que su padre se estresara más, y su hermana menor, Melanie, ya haría bastante ruido de fondo ella sola.

Así pues, se convenció de que no debía llamar para nada. En un par de horas su padre estaría de vuelta. La Promenade estaba repleta de oportunidades, la mayoría aún dentro de su horario comercial. Podía comprarse un Frappucino y pasear. Darse una vuelta por Anthropologie, en busca de alguna idea para un regalo. Repasar los puestos de escucha de B&N, por si acaso se les había ocurrido pinchar algo nuevo. O incluso sentarse en el Deli y pedir una ensalada Cobb para ella sola. Básicamente, se trataba de llegar al lugar indicado a la hora indicada y luego —dependiendo del humor con que encontrara a su padre— o bien confesarle que Sian no había aparecido, o bien fingir que todo había ido como de costumbre.

Marcó el número de Sian para asegurarse de que la señora Williams no le boicoteaba el plan llamando a su madre. No pudo contactar, lo cual probablemente significaba que el coche ya estaba arreglado, de nuevo en marcha y fuera de cobertura, avanzando por algún desfiladero. Sarah estaba segura de que si su madre se hubiera enterado, ella lo sabría. Habría helicópteros sobrevolándole la cabeza, y Bruce Willis se descolgaría por una cuerda hasta ella.

Le dejó un mensaje a Sian, luego echó a andar y entró en un Starbucks. Se le ocurrió que si iba al Deli podría pedir lo que le viniera en gana, en lugar de la ensalada Cobb de siempre para cuidar la línea veinte años antes de necesitarlo. Podría escoger, entre todo lo que había, una hamburguesa. Una hamburguesa enorme, excepcional, con queso. Y con patatas fritas.

Pensó que aquello tal vez fuera como ser adulto, y que quizá resultara bastante interesante.

Se había terminado ya el Frappucino, y los Manic habían concluido su último tema por esta vez, cuando vio a un tipo alto que salía de una librería. Caminó tranquilamente unos cuantos metros, luego se detuvo y alzó su mirada hacia el cielo. Todavía no había oscurecido, aunque el crepúsculo tocaba a su fin. Se puso la mano en el bolsillo, sacó un paquete de cigarrillos y batalló para extraer uno mientras sostenía en equilibrio lo que evidentemente era una pesada bolsa con libros. Aquello duró un buen rato, sin que el hombre advirtiera la divertida atención que le dedicaba Sarah. Pensaba ella que, en su lugar, habría dejado la bolsa en el suelo, pero era obvio que a él no se le había ocurrido.

Finalmente, desesperado, se acercó a la fuente y puso la bolsa en el borde. Con el cigarrillo ya encendido, se puso la mano en la cintura, observando el camino, antes de mirarla a ella.

—Hola —le dijo. Su voz era suave y alegre.

Ahora que lo tenía más cerca Sarah pensó que rondaría los cuarenta, tal vez un poco menos. No estaba muy segura de cómo lo había sabido, pues su cabeza quedaba justo frente a una farola y era un poco difícil distinguirle los rasgos. Pero tenía ese aire de los tipos mayores.

—Dilo otra vez.

El dijo:

—Eh... ¿Hola?

Ella asintió con gesto sabio.

—Eres inglés.

—Dios mío. ¿Es tan evidente?

—Bueno, tienes acento inglés.

—Oh. Por supuesto. —Le dio otra calada a su cigarrillo, y luego miró hacia el banco—. ¿Te importa si me siento a tu lado?

Sarah se encogió de hombros. Encogerse de hombros estaba bien. No era un sí; no era un no. Lo que fuera. El banco era ancho de sobras. Ella estaría pegada a su ensalada dentro de pocos segundos. O pegada a su hamburguesa. Aún no lo había decidido.

El hombre se sentó. Llevaba unos pantalones de pana que no parecían especialmente nuevos, pero la chaqueta clara se veía bien cortada. Tenía manos grandes. Su hermoso cabello era rubio —teñido, pero en una peluquería cara— y cuidado, y su cara era bastante resultona. Como un profe de ciencias guay, o quizá de sociales. De los que probablemente no se acostarían con una alumna, pero que podrían hacerlo si quisieran.

—Entonces, ¿eres actor o algo así?

—Oh, no. Nada tan importante. Solo un turista.

—¿Cuánto tiempo vas a quedarte?

—Un par de semanas. —Se puso la mano en el bolsillo y sacó un objeto pequeño de cromo brillante. Hizo deslizarse la parte superior y resultó que se trataba de un cenicero portátil.

Sarah lo observó con gran interés.

—Los ingleses fuman mucho, ¿verdad?

—Sí —dijo el tipo, que no era inglés. Apagó el cigarrillo y volvió a meterse el cenicero en el bolsillo—. No tenemos miedo.

Charlaron durante un rato. El hombre le hizo la lista de los lugares de L.A. que había visitado, una colección de trampas habituales para turistas. No reveló que la bolsa de Barnes and Noble que andaba carreteando estaba llena de libros que hacía años que tenía, ni que se había pasado una hora entera en la librería, sentado en la sección de política y economía, escondiendo el rostro a los otros clientes, observando por la ventana y esperando a que llegase Sarah. En cambio, le pidió que le recomendara qué más podía ver en la ciudad.

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