Los hombres de paja (40 page)

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Authors: Michael Marshall

Tags: #Intriga

BOOK: Los hombres de paja
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—Bueno —dijo Bobby al fin, señalando al otro lado de la calle—. Sujeto larguirucho, pelirrojo. ¿Es el tipo que buscamos?

Aguardamos a que Chip entrase en su oficina y salimos del coche. Dejé las puertas sin cerrar. La calle era casi un desierto. El tiempo no estaba para ir de compras y no había otros motivos para que el tráfico se acumulase en ese punto de la ciudad.

Abrí de par en par la puerta de Farling Realty y entré, Bobby venía detrás. Chip había desaparecido por una puerta al fondo. En la habitación principal había cuatro escritorios. Los dos de la derecha estaban vacíos. Los dos de la izquierda los ocupaban un par de cuarentonas bien peinadas, con sus trajecitos impecables, uno verde y otro rojo. Ambas alzaron la vista expectantes, dispuestas y deseosas de vendernos nuestro sueño.

—Buscamos a Chip —dije.

Una de las mujeres se levantó.

—El señor Farling enseguida estará con ustedes —gorjeó—. ¿Puedo ofrecerles un café mientras esperan?

—No creo que el señor Hopkins se quede demasiado.

Chip estaba de pie en la puerta de su despacho. Tenía un leve moratón en la mejilla y otro en la frente.

—De hecho, me parece que se irá enseguida.

—Eso es ni más ni menos lo que teníamos en mente, Chip. Pero tú vendrás con nosotros. Vamos a Los Salones, y necesitamos a alguien que nos abra las puertas. En calidad de único agente inmobiliario que trabaja con ellos, eres el primero de la lista. Puedes acompañarnos de buena gana, si no te llevaremos a rastras, tirándote del pescuezo.

—No lo creo —dijo con expresión irritada.

Se oyó el ruido de una campanilla cuando la puerta de la oficina se abrió detrás de nosotros. Me giré y vi a dos polis. Uno alto y de pelo oscuro. El otro más pequeño y rubio. Fue este último el que habló.

—Buenos días, señor Hopkins —saludó.

—¿Le conozco?

—Hablamos por teléfono.

—No recuerdo en qué circunstancias.

—Llamó a la comisaría. Hablamos sobre la muerte de sus padres.

Detrás de mí advertí el crujido que produjo la mano de Bobby al introducirse en el bolsillo de su chaqueta.

—Oficial Spurling —dije.

—Está aquí porque le he llamado —explicó Chip—. Os he visto a ti y a tu amigo sentados ahí fuera. Ya he denunciado tu agresión.

—Yo hablaría más bien de ligeras diferencias de opinión —repuse—. Tras las cuales sufriste un extraño espasmo corporal.

—Yo no lo vi de ese modo. Y la policía tampoco.

—Esto no son más que gilipolleces, Ward —terció Bobby.

Chip se volvió hacia las dos mujeres, que contemplaban el intercambio verbal como un par de gatos curiosos.

—Doreen, Julia, ¿os importaría ir un momento al despacho de atrás?

—Hemos venido a por ti, Chip —dije—. No hace falta que se mueva nadie más.

—Ya —contestó Chip dedicándoles una severa mirada a las mujeres.

Ambas se pusieron en pie y desfilaron por delante de él hasta la otra habitación. Chip acompañó la puerta y la cerró tras ellas.

—Sería mucho mejor si nos acompañara a comisaría —dijo Spurling. Mantenía las formas, tranquilo y muy razonable—. No sé si lo sabe, pero la vivienda de sus padres ha sufrido ciertos daños, y ha habido un incendio en un hotel que parece guardar cierta relación con lo anterior. El oficial McGregor y yo quisiéramos serle de ayuda.

—¿Sabe qué ocurre? La cosa es que no me lo creo —respondí.

—¿Qué le pasa a tu colega? —le preguntó Bobby a Spurling—. No es muy hablador, ¿verdad?

El segundo poli miró a Bobby, pero no dijo una palabra. Entonces empecé a ponerme nervioso. Si un tipo mira a Bobby a los ojos durante mucho rato con cualquier cosa menos respeto, es que es estúpido o extremadamente peligroso.

—División del trabajo —dije, confiando en que la situación, tal como estaba, todavía podía salvarse—. A lo mejor McGregor, aquí donde le ves, es un primor llenando formularios.

—Eres un gilipollas, Hopkins —soltó Chip—. Está claro que lo tuyo es genético.

Spurling le ignoró.

—Señor Hopkins, ¿va a venir con nosotros?

—No —dijo Bobby. Chip sonrió. McGregor sacó su revólver.

—¡Eh, con calma! —exclamé, ya muy nervioso.

El oficial Spurling parecía aún más sorprendido que yo. Sus ojos quedaron fijos en el arma que sostenían las manos de su compañero.

—Eh... George... —empezó. Pero McGregor se puso a disparar.

Nos movimos al tiempo que el rostro de Chip se arrugaba con su sonrisa de suficiencia, sin embargo, no fuimos lo bastante rápidos. No había por donde huir de aquella oficina. Y esconderse no iba detener las cosas.

Bobby ya tenía el revólver en la mano y disparaba contra McGregor. El policía recibió el impacto de las balas en la boca del estómago. Pero el segundo tiro no hizo el ruido que debería y comprendí que llevaba un chaleco antibalas. Aun así, el hombre salió disparado por encima del escritorio que tenía detrás, aunque pronto intentó levantarse de nuevo. Mientras tanto, Spurling permaneció quieto como un palo y con la boca abierta.

Yo iba diez centímetros por delante de las balas de McGregor, dando volteretas por el suelo. Me protegí detrás del escritorio de Doreen y devolví el disparo; le di en el hombro. Algo pasó zumbando por encima de mi cabeza, y entonces me di cuenta de que Chip también tenía un pequeño revólver en la mano. La verdad es que no me acuerdo de gran cosa más. Vacié el revólver contra lo que se me puso por delante. En un tiroteo en mitad de un llano abierto, tal vez hay tiempo para reflexionar, tomar nota de cada disparo, pensar. Pero si malgastas tiempo en pensar encerrado en una habitación con dos tipos disparándote lo más probable es que jamás termines tu pensamiento.

Diez segundos más tarde el tiroteo se detuvo. Yo estaba acurrucado detrás del escritorio de Julia y sentía un punzante dolor en la mejilla y la frente, pues me había cortado con algo. No había sido una bala, creía que no. Algo que recibió un impacto y explotó. Me sorprendía mucho no estar peor. El contenido de la cabeza de Chip se hallaba esparcido por la pared posterior. McGregor se había ido, y la puerta de la oficina había quedado abierta.

Spurling estaba herido, tumbado en un escritorio. Se movía, pero sin mucha energía. Su cabeza seguía en su lugar. Y así se la dejé.

Bobby estaba apoyado contra la pared cerca de la puerta, con una mano se atenazaba el brazo, y la sangre se filtraba entre sus dedos. Corrí y lo arrastré conmigo.

Salimos a trompicones, cruzamos la carretera, abrí la puerta de Bobby y le metí dentro. Pasó una pareja, vestidos los dos con ropa de esquí naranja brillante, y se quedaron mirando con la boca muy abierta a un lado y a otro, hacia nosotros y hacia la agencia inmobiliaria hecha añicos.

—Es una película —dijo uno de ellos—.Tiene que ser eso.

—Estoy bien —susurró Bobby mientras yo subía al asiento del conductor y arrancaba el motor. Salté sobre el acelerador y salimos disparados calle abajo—. No es nada.

—Te han disparado, capullo.

—Frena. —Había una señal de stop justo enfrente y unos cuantos vehículos que sortear. Solté un poco el pedal y por suerte logré colarme entre los coches y meterme en el carril rápido—. ¿Adónde vamos?

—Al hospital, Bobby.

—No podemos ir —dijo—. Ahora no.

—Spurling nos apoyará.

—Lo único que sabe es que ha habido un montón de disparos. Que los dos están heridos y que ha muerto un civil.

—También sabe que ha sido McGregor quien ha empezado. Y además podemos meternos en la autopista hasta otro hospital fuera de la ciudad.

—De todos modos tendrán que hacer un informe, y nosotros todavía habremos disparado a dos polis.

—Bobby, te han disparado. No quiero tener que volver a explicártelo.

Mientras yo seguía concentrado avanzando en dirección oeste, desrizándome entre las hileras de coches, él apartó con cautela la mano del brazo. Lo miré de reojo. Un borbotón de sangre fresca se derramó sobre su ropa, pero no tanta como me hubiera esperado. Con un gesto de dolor apartó la tela alrededor del agujero y escrutó el interior.

—Falta un pedazo —admitió—, lo cual no es lo mejor. Pero sobreviviré. Y tenemos una necesidad más urgente que la asistencia médica.

—¿Y cuál dirías que es?

—Armas —dijo dejándose caer hacia atrás—. Armas jodidamente grandes.

Bobby se quedó en el coche mientras yo corría hacia la tienda. Llovía mucho y las nubes eran cada vez más oscuras. Antes de empujar la puerta, me paré un momento para rehacerme. A muchos comerciantes les gusta cultivar la idea de que las máquinas que venden solo son armas teóricamente. Uno no puede entrar en una armería con aspecto de querer usar la mercancía de inmediato.

Adentro, un espacio largo y estrecho. Un mostrador de vidrio donde se exhibían los revólveres como si fueran joyas y, al fondo, filas y filas de rifles colgados de la pared. Ni clientes ni cristal reforzado. Solo un tipo gordo y canoso con una camisa azul oscuro, de pie, esperando las ventas.

—¿Qué desea?

El hombre apoyó dos grandes manos sobre el mostrador. En la pared que tenía detrás había dos carteles con las caras de dos conocidísimos terroristas de Oriente Próximo. «Se buscan muertos», rezaba la leyenda. Habían tachado «o vivos».

—Quiero comprar unas cuantas pistolas —dije.

—Aquí solo vendemos helados de yogur. Siempre me olvido de sacar ese maldito cartel de ahí fuera.

Me reí con ganas. Él también se rio. Todo era muy relajado. Nos lo estábamos pasando la mar de bien.

—Bueno, ¿qué es lo que buscas exactamente?

—Dos rifles con ochocientas balas, cuarenta cargadores del calibre cuarentaicinco, no me importa de qué tipo, los más baratos. Dos chalecos, caros, uno grande y otro mediano.

—¡Uau! —dijo aún de buen humor—.Vas a comenzar una guerra.

—No, tío, pero tenemos algunos problemillas con los roedores. —Su sonrisa se desvaneció y súbitamente advertí que me miraba la mejilla. Me la froté y al apartar la mano vi que la tenía manchada de sangre—.Ya ves que se nos ha ido completamente de las manos.

En esta ocasión no hubo risas.

—No sé si puedo venderte todo eso.

Saqué mi American Express Oro y pronto recuperó la sonrisa. Sumó los precios a mano y me hizo un descuento en la munición. Si las compras al por mayor, el coste por unidad de ochocientas muertes potenciales resulta muy razonable.

Me dijo el total y yo le indiqué que despachara con la mano, ansioso por terminar de una vez. Miré a Bobby por la ventana. Se había quitado la chaqueta y se estaba vendando la herida. Había comprado la venda en una tienda de suministros veterinarios por la que pasamos al cruzar la ciudad, además de unos cuantos imperdibles y mercromina. Hacía gestos de dolor. Me giré justo a tiempo.

—No lo hagas —dije sacando la pistola y apuntando al tipo en el pecho.

Se quedó helado, con los ojos fijos en mí. La mano a pocos centímetros del teléfono.

—No me digas. Hace un par de días pasó un poli por aquí y te dijo que no le vendieras nada a un hombre llamado Ward Hopkins.

—Exacto.

—Pero lo vas hacer de todos modos, ¿verdad?

—No, señor, no lo haré.

Me acerqué un paso y levanté la pistola para apuntar a su cabeza. Estaba cansado y tenía miedo. Negó con la cabeza y alargó la mano de nuevo hacia el teléfono.

—No voy a venderte nada.

El aparato era de un modelo antiguo, e hizo un ruido extraordinario cuando la bala lo perforó. El tipo saltó hacia atrás, muy asustado.

—Sí lo harás —le expliqué—. Porque si no te dispararé y cogeré lo que necesite, y no puedes quejarte porque el revólver que tengo entre las manos lo compré aquí mismo. ¿Sabes qué? Así es como se usa.

El tipo se quedó quieto un momento, meditando qué camino tomar. Yo esperaba de todo corazón que hiciera lo que le había pedido, porque no iba a dispararle y probablemente él ya lo sabía.

Entonces parpadeó. Me volví y vi que un hombre joven se acercaba a la tienda. Traía una bolsa de sándwiches consigo y la misma camisa que llevaba el gordo.

Maldije, me abalancé sobre el mostrador y cogí tantas cajas como pude cargar.

—No me has sido de ninguna ayuda —le solté, y salí corriendo por la puerta, derecho contra el tipo más joven, al que estampé contra un charco.

Me metí en el coche de un salto y arrojé las cajas de munición sobre las rodillas de Bobby.

—No ha ido bien.

—Ya lo veo —dijo Bobby mientras observaba al hombre gordo, que salía de la tienda con un enorme rifle.

Clavé el pie contra el pedal y giré a toda velocidad alejándome del edificio justo cuando el primer disparo pasaba por encima del coche. El hombre joven se levantó y entró en la tienda, apartando al otro tipo. Pisé el freno, hice derrapar el coche, encaré la carretera y salí a toda pastilla, sin tiempo para evitar que una bala impactara en una ventanilla trasera.

—Colega, en la tienda tenían mi nombre en una lista. —Giré con brusquedad a la derecha. No iba a ningún lugar en particular. Solo me alejaba del centro de la ciudad—. Al menos eso contesta una pregunta. Cómo lograron los Hombres de Paja llegar tan deprisa a la casa de mis padres después de que le diera un par de bofetones a Chip. No les hacía falta llegar. Ya tenían a McGregor en la ciudad.

—Encaja.

—Y hay algo más que también encaja: McGregor y Spurling fueron los polis que acudieron al lugar del accidente de mis padres. Aunque quizá McGregor llegó un poco antes.

—Y ahora estará de vuelta en la comisaría de Dyersburg manchando el suelo de sangre y cantando nuestros nombres. Estamos muy jodidos, Ward... Muy, muy jodidos. ¿Qué vamos a hacer?

Solo se me ocurría una persona en la ciudad que a lo mejor quisiera ayudarme. Dije su nombre.

—Buena idea —Bobby asintió con gesto de dolor mientras se reacomodaba en su asiento—.Tal y como van las cosas, un abogado nos irá la mar de bien.

Según la tarjeta que me dio tras el funeral, la casa de Harold Davids quedaba justo al otro lado del pueblo. A diferencia del lugar donde vivieron mis padres, con sus colinas y sus callecitas tortuosas, las casas aquí estaban dispuestas siguiendo un trazado regular, si bien formado por grandes casillas con hermosas casas en su interior.

Cuando aparcamos enfrente vimos que estaban encendidas la luz del porche y otra muy al fondo de la casa. Había un coche muy parecido al que había visto que conducía Davids aparcado un poco más lejos en esa misma calle. Nos quedamos un momento sentados para comprobar que no nos hubieran seguido, y luego salimos.

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