Los hombres de paja (44 page)

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Authors: Michael Marshall

Tags: #Intriga

BOOK: Los hombres de paja
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—Bajad la cabeza —dijo Bobby.

Nina y Zandt obedecieron. Bobby se agarró del respaldo de su asiento y de la puerta, pistola en mano. Un segundo después el coche reventaba el vallado y las astillas que salían volando impactaban contra el parabrisas y proyectaban una lluvia de cristales rotos hacia la zona donde estaba Nina. El vehículo aterrizó en la hierba y resbaló. Ward luchó con la tracción y consiguió hacerlo avanzar.

Relajó el acelerador hasta que lo tuvo de nuevo bajo control, luego se encaminó hacia la arboleda, acelerando. Pasó por encima de un bache y por un instante Nina sintió que volaba. Apenas había conseguido aterrizar que ya estaba de nuevo por los aires. Escuchó un gruñido procedente de la parte trasera en el momento en que Zandt sufría el mismo destino. Ward y Bobby parecían clavados a sus asientos.

Hubo un nuevo socavón, más hondo y abrupto, y luego de repente el suelo se aplanó bajo las ruedas.

Ward pasó a toda velocidad junto a los árboles, con gesto compungido.

—¿Ves a alguien?

—No —dijo Bobby—. Pero no frenes.

Al cabo de unos cien metros, la carretera giraba bruscamente a la derecha, y el coche embocó una pendiente que se hacía cada vez más empinada. Los ojos de Bobby miraban escrutadores a uno y otro lado, al tiempo que Ward empujaba el coche giro tras giro, pero no vieron a nadie. No hubo disparos. De todos modos, cuando Bobby vio que Zandt levantaba lentamente la cabeza, todavía alargó un brazo y lo empujó para que se agachara. Le dolía el hombro herido, pero la sensación le parecía lejana e irrelevante. De momento.

—¿Dónde están? —preguntó Ward.

—Probablemente arriba de todo, formados en fila.

—Eres un jodido gracioso. Pero me alegro de que estés aquí.

—A eso se le llama amistad, me parece —dijo Bobby—.Aunque si esto sale mal, regresaré de la tumba y no te dejaré tranquilo.

—Ya lo haces ahora —repuso Ward—. Llevo años queriendo librarme de ti.

Se deslizaron sobre la última curva y el inmenso portalón de Los Salones surgió vagamente en la cima.

—Todavía solos —dijo Ward mientras reducía la velocidad.

—¿Y ahora qué?

—Al otro lado de la puerta la carretera se desvía hacia la izquierda. Hay un par de edificios grandes. Uno a modo de entrada y el otro parecido a un almacén. Un muro rodea todo el valle. Las casas están al otro lado.

Los otros dos alzaron la cabeza con cautela.

—¿Y bien?

—La puerta de entrada —dijo Bobby—. No hay modo de atravesar ese muro.

—La entrada es el lugar donde estarán esperándonos.

—No tenemos elección.

El coche pasó por debajo del arco de piedra y descendió hasta el grupo de edificios. Un gran foco encendido en uno de ellos teñía el aparcamiento de un blanco lunar y enfermizo. En cuanto vio todo aquello, Ward soltó de nuevo el acelerador. El coche se deslizó hasta el centro del aparcamiento y se detuvo. Su rostro estaba mudo.

—¿Qué? —preguntó Nina.

El no la miró.

—No hay ningún coche. Cuando vine estaba lleno de coches.

Los demás miraron. La parcela estaba completamente vacía. Ward apagó el motor, dejó las llaves en el contacto.

Zandt abrió la puerta y salió sin esperar instrucciones. Bobby maldijo y bajó del coche por el otro lado, con el revólver a punto. La luz los convertía en blancos fáciles, pero también mostraba que no había nadie en el tejado del edificio. Nadie esperando. Solo dos grandes construcciones de madera, y un muro en medio. Los otros dos salieron del coche con precaución. En las manos de Nina, su pistola parecía grande y torpe.

—Esa es la entrada —dijo Ward indicando con la cabeza el edificio de la derecha.

Los demás le siguieron y se reunieron a ambos lados de las puertas de cristal. Bobby asomó la cabeza y escrutó el interior.

—No hay nadie en el mostrador de recepción —informó.

—¿Entramos?

—Supongo que sí. Después de ti.

Ward se inclinó hacia delante y empujó suavemente una de las puertas. No saltó ninguna alarma. Nadie le disparó. Abrió la puerta y entró con mucha prudencia, los demás tras él.

El vestíbulo estaba en silencio. No había música de fondo ni fuego en la chimenea de piedras de río. La gran pintura que de detrás del mostrador de recepción había desaparecido. El lugar entero parecía haber sido embalado y guardado entre bolas de naftalina.

—Mierda —dijo Ward—. Se han ido.

—Tonterías —replicó Bobby—. Solo ha pasado una hora. Es imposible que hayan podido despejarlo todo tan rápido.

—Han tenido un poco más de tiempo —dijo Zandt—. Cuando dejamos a Wang tardó tal vez cinco o diez minutos en dispararse. Podría haberles avisado por teléfono.

—Aun así sigue sin ser tiempo suficiente. No para empaquetarlo todo.

—Entonces tal vez ya estaban en ello —dijo Nina—. Le descubriste el pastel a su agente inmobiliario. Puede que ese mensaje les bastara para marcharse, eso les habría dado un par de días. No importa. De todos modos vamos a ver que hay ahí afuera.

Fue a grandes pasos hacia la puerta del fondo, la que daba acceso a la zona interior de Los Salones. La embargaba una furia culpable, el horror de que pudieran haber llegado demasiado tarde, de que el fantasma que habían perseguido hasta que se convirtió en la única luz al final del túnel hubiera huido de nuevo. Los otros tres permanecieron en silencio. Le daba igual si la seguían o no. Tenía que salir ahí fuera. Tenía que verlo.

No oyó el disparo.

Cuando el sonido alcanzó sus oídos ya estaba cayendo, arrojada brutalmente a un lado hasta dar contra una de las mesas bajas. Sintió un calor terrible y angustiante en el pecho. Su boca se abrió para gritar, pero no salió nada. Vio que Zandt corría hacia ella.

Ward se volvió velozmente y descubrió a un hombre en la puerta. McGregor. Bobby, en cambio, vio a una mujer detrás del mostrador de recepción y a un joven musculoso que salía por una puerta disimulada que había tras ella, una puerta que se camuflaba para encajar en los paneles de madera.

Los tres tenían armas. Y todos les estaban disparando.

El más joven murió el primero. No estaba acostumbrado a las pistolas, y su técnica era pura televisión: sostenía el revólver de perfil, al estilo pistolero. Bobby lo tumbó de un solo tiro.

Ward se deslizó detrás de uno de los pilares, justo hacia al otro lado, y acertó a McGregor primero en el muslo y luego en el pecho. Estuvo a punto de recibir un disparo en la cabeza, sintió el zumbido de la bala al pasar rozándole el pelo. Se arrodilló y salió corriendo hacia un rincón del mostrador de recepción, rezando para que la mujer no le hubiera visto. Cargó de nuevo, se le cayeron la mitad de las balas.

Zandt se arrodilló junto a Nina, que yacía encogida y jadeante, con una mano temblorosa sobre el agujero del pecho, justo por debajo de la clavícula derecha.

—Oh, Nina —exclamó olvidando los estallidos y silbidos que cruzaban el aire sobre su cabeza. Ella tosió con el rostro atrapado entre la sorpresa y la negación.

—Duele —dijo.

McGregor todavía disparaba. La mujer de detrás del mostrador casi dejó a Bobby fuera de combate justo antes de que Ward tomara aire, se levantara y descargara la mitad de sus balas sobre ella. Hasta que no se desplomó encima del musculoso no se dio cuenta Ward de que era la mujer que le había explicado los falsos requisitos de admisión. Todavía no sabía cómo se llamaba.

Bobby estaba ya sobre McGregor, con una bota encima de su muñeca. Había una pistola en el suelo, a varios pies de distancia.

—¿Adónde han ido? —le preguntaba—. ¿Cuánto hace? Cuéntame todo lo que sepas o se cierra el telón.

—Que te jodan —dijo el poli.

—Muy bien —murmuró Bobby, y lo remató.

Mientras Bobby examinaba los demás cadáveres, para asegurarse de que ninguno fuera a despertarse y empezara a disparar de nuevo, Ward corrió hacia Nina. Zandt presionaba con firmeza la mano de la mujer sobre la herida. Aun así, la sangre manaba por entre sus dedos.

—Larguémonos de aquí —dijo Ward.

—No —replicó Nina. Tenía una voz sorprendentemente fuerte. Intentó incorporarse.

—Nina, estás muy jodida. Tenemos que llevarte a un hospital o te desangrarás.

Ella se agarró a una pata de la mesa con una mano. La otra apresaba su propia muñeca.

—Hacedlo rápido. Pero id a ver.

Ward dudaba. Trató de encontrar apoyo en Zandt, pero los ojos de la agente tenían cautivo al ex policía.

Bobby llegó tras él.

—Oh, mierda, Nina.

—Yo me quedo aquí y vosotros seguís adelante —dijo ella dirigiéndose solo a Zandt. Sentía un mareo muy extraño. Deseó haber tenido tiempo para explicarle por qué era tan importante.

—Por favor, John. Haz que vayan. Id todos. Por favor, ved si está ahí. Tenéis que ir a ver. Luego nos vamos al hospital.

Zandt esperó aún un momento, luego se inclinó hacia ella y le dio un fugaz beso en la frente. Se incorporó.

—Voy a hacer lo que dice.

Ward negaba con la cabeza, pero recargó la pistola.

—Bobby, quédate aquí —dijo. Su amigo inició una objeción, pero Ward siguió hablando—. Puede que haya otros como esos tres. Procura parar la hemorragia y encárgate de cualquiera que no sea uno de nosotros. Tú le resultarás más útil que nosotros.

Bobby se acuclilló junto a la mujer.

—Ten cuidado, colega.

Ward y Zandt se encaminaron con paso apresurado hacia la puerta del fondo.

—Pase lo que pase —dijo Ward—, mantengámonos juntos. ¿De acuerdo?

Zandt asintió y abrió la puerta. Afuera había un sendero. Una luz blanca que procedía de sus espaldas lo iluminaba con claridad durante un buen trecho, y bastaba para que se vislumbraran las siluetas de unas casas enormes a media distancia. En ninguna de ellas había luz. Echaron a correr.

34

—Tendríamos que haber traído una linterna.

—Tendríamos que haber traído muchas cosas —dijo Ward—. Armas más grandes, más gente, alguna idea sobre lo que estamos haciendo.

Habían llegado al primer cruce del sendero. Parecía la calle principal de un pueblecito diminuto en el que nadie tuviera coche. A los lados, la hierba había sido cortada con pulcritud. El prado que encerraban las montañosas, un área de solo unas cuatro hectáreas, había sido esculpido para proporcionar a cada casa privacidad y un generoso paisaje abierto al mismo tiempo. Parecía muy poco probable que hubiera espacio para un campo de golf, lo cual significaba que incluso a su favorecido agente inmobiliario —el difunto Chip— le habían negado la entrada. A cada lado del sendero, bien apartadas, había dos casas. El camino se adentraba en la oscuridad y se bifurcaba hacia otras propiedades que todavía no quedaban a la vista.

—Tú ve por el de la izquierda.

—¿No has oído lo que te he dicho? No nos separemos.

—Ward, ¿cuántas casas hay? Nina está en apuros.

—Que nos maten no le servirá de nada. Si quieres registrar esto lo haremos juntos. ¿Por cuál empezamos?

Zandt tomó el camino de la derecha con paso acelerado. Conforme se aproximaban a la casa, Ward corroboraba lo que ya había visto en los planos. Se parecía a las de aquel barrio de Chicago —Oak Park— donde Wright había construido todos los edificios su período medio. Era una casa hermosa, y Ward le reprochó con odio a aquella gente la apropiación indebida del talento ajeno. Wright estaba a favor de la vida y la comunidad, no del individuo y la muerte.

Zandt se dejó impresionar menos por el diseño.

—¿Dónde está la puta puerta?

Ward le guió hacia una esquina, al otro lado de una terraza baja, donde un caminito de tierra serpenteaba hasta la izquierda del edificio, bajo un balcón. Un breve tramo de escaleras les hizo volver otra esquina y les dejó frente a una gran puerta de madera. Estaba entreabierta.

Los dos hombres se miraron.

—¿La puerta principal?

Ward asintió. Tomó aire y la empujó con el pie hasta que quedó bien abierta. No ocurrió nada.

Asintió hacia Zandt, que entró primero. Como policía, él tendría más experiencia en esas cosas, eso esperaba Ward.

Un breve pasillo. La escasa luz que se filtraba por una claraboya de vidrio esmerilado que había en el techo lo volvía frío y verde. Al fondo, un cristal tintado delimitaba la siguiente habitación.

Con mucha precaución, lo rodearon y descubrieron otra habitación baja y alargada. Más vidrios tintados, ventanas a modo de triforio, bien altas. A la izquierda, una chimenea. Estanterías y un rincón para sentarse. Los estantes estaban vacíos. Los muebles, en su sitio, pero faltaba el enmoquetado.

Ward y Zandt caminaron muy despacio por la habitación. La casa estaba en completo silencio. Ward levantó una mano y señalo, Zandt miró; vio la entrada a otra habitación, medio escondida tras un panel de madera. Asintió y retrocedió hasta ponerse a la altura de Ward. Se acercaron juntos, Zandt no dejaba de mirar hacia atrás de reojo.

La puerta conducía a una cocina. Era más oscura, sin ventanas altas. Tenía dos niveles, con una zona para el desayuno más baja y al fondo. Ward descendió con paso cauto. En la mesa había una sola taza, en el mismísimo centro. El interior estaba seco y el asa, rota. Abrió un armario, luego un cajón. Ambos vacíos.

—Está casa ya la han limpiado —dijo en voz muy baja. Zandt asintió.

—Puede que sí. Pero vamos a comprobarlo de todos modos. Ward alzó los ojos al cielo. Luego registraron el resto de la vivienda.

—Ahí afuera hay alguien —dijo Nina.

Bobby estaba en cuclillas a su lado, apoyado en una de las grandes sillas de piel. El vestíbulo estaba a oscuras. Eso le hacía dudar, pues creía que los habitantes del lugar habrían dejado las luces encendidas a propósito, y que si las apagaba advertiría de su presencia a cualquiera que merodeara por los alrededores. Sin embargo, era difícil de creer que un tal sujeto no hubiera oído el tremendo minuto de tiroteo que había habido antes, así que, al final, Bobby se había deslizado hasta detrás del mostrador y había apagado las luces una por una. Parecía más seguro, aunque no perfecto. La pared del fondo estaba vidriada solo en parte, y le pareció que allí estarían a salvo de ser vistos, aunque no por eso Bobby dejaba de sentirse como un patito de feria. El vestíbulo era grande, estaba a oscuras y había tres cadáveres en él.

—Hace un minuto oí algo —admitió—. Espero que sean ellos que ya regresan.

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