Los hombres de paja (46 page)

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Authors: Michael Marshall

Tags: #Intriga

BOOK: Los hombres de paja
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Se sentía estúpido, insignificante y mareado. Se sentía ignorante e ingenuo. Creía conocer la perversidad del mundo, que se había paseado por el lado salvaje con las peores maldades, que estaba más que curtido. Tener a Ward por amigo había ayudado a cultivar esa impresión: Aunque era bueno en cualquier pelea, Ward llevaba una vida muy tranquila comparada con la suya. Y percibía que le miraba desde abajo, que respetaba sus credenciales de tipo duro. Eso le ayudaba a reconciliarse consigo mismo, con el hecho de estar haciéndose mayor, y de haber dejado el lado salvaje del mundo. Mientras miraba la jaula, incapaz de apartar los ojos de ese pedazo de carne que se agitaba y se revolvía agonizante, Bobby se dio cuenta de que jamás había siquiera rozado la superficie de lo posible; de que las guerras y asesinatos que se retransmiten en las noticias eran poco más que eventos deportivos, la muerte convertida en espectáculo, un sistema perverso de honores físicos que variaba solo en la escala y en la cantidad de público que suscitaba; de que los terroristas a quienes había interrogado apenas habían chapoteado en las someras orillas de lo oscuro. Al menos ellos querían que la gente supiera lo que estaban haciendo, no lo hacían para ellos mismos. Bobby reparó en que aquello era de suma importancia, y también en que aunque fuéramos de la misma especie, nos quedaba poco que esperar, pues nada de lo que hiciéramos a plena luz del día podía eclipsar lo que algunos eran capaces de hacer por la noche. Ciertos aspectos del comportamiento humano eran inevitables, pero esos, sin duda, no. No verlo así era aceptar que nuestra capacidad para denigrarnos no tenía límites. Que fuéramos capaces de crear arte no significaba que lo que Bobby tenía delante pudiera ser rechazado como pura aberración, que pudiéramos tomar lo que admiramos y delimitarlo como lo humano, rechazando lo demás como monstruoso. En ambos casos obraban las mismas manos. El cerebro no había terminado con el salvajismo, sino que lo había hecho más refinados. Como especie, éramos responsables de todo ello por igual y en nuestro interior albergábamos a nuestro hermano oscuro.

Entonces oyó un nuevo ruido, detrás de él. No alzó la mirada inmediatamente. Con Ginny le bastaba. Estaba ya elucubrando dónde debería dispararle para sacarla de su miseria —o de la suya propia, tal vez— o si sobreviviría al viaje de vuelta a la civilización y qué se podría rescatar de su persona si lo hacía. No creía que pudiera afrontar otra decisión semejante.

Se entretuvo demasiado pensándolo. No había ningún chico detrás de él, sino Harold Davids, que le disparó en la parte posterior de la cabeza.

Las piernas de Ginny Wilkins siguieron moviéndose, sacudiéndose y girando, a mil kilómetros de su hogar y de los que la extrañaban, durante varios minutos después de que Robert Nygard hubiera muerto.

Zandt se había olvidado ya de la lluvia y había recorrido la última casa sin examinar ninguna de las habitaciones. Ahora tan solo seguía el rastro de huesos, y hacía cinco minutos que no decía una palabra. Ward corría detrás de él. Aquel rastro ya no jugaba con ellos, no les mostraba en qué clase de lugar se encontraban exactamente, sino que les condujo al centro del camino. Un pequeño cuadrado, delineado con metacarpianos y con una rótula en el centro. Una larga línea serpenteante de vértebras dispuestas con un intervalo de medio metro y en el orden correcto, según comprobó Ward. El Hombre de Pie debía de haber dispuesto la mayor parte del recorrido por adelantado, y solo añadió el primer montón de costillas en el último minuto, cuando supo que ya estaban ahí, dispuestos a dejarse guiar. El resto requería tiempo, lo habían preparado con esmero. El asesino no los había hecho salir de la casa de Davids por el bien de los cuatro, sino por el suyo propio: ya tenía el encuentro listo y no quería que su obra se echara a perder. De un modo o de otro, había estado dirigiendo los pasos de sus perseguidores desde mucho antes.

Al final, un par de clavículas, dispuestas en forma de V invertida, con un segundo fémur para convertirlo en una flecha. Una flecha que señalaba hacia la última bifurcación del camino, hacia una casa que se encontraba a unos treinta metros de distancia.

Ward alcanzó a Zandt y lo cogió por el hombro.

—No vamos a entrar ahí —dijo.

El otro hombre le ignoró, se sacó su mano de encima y avanzó a grandes zancadas por los escalones que llevaban a la terraza de la vivienda.

Ward le agarró del brazo.

—Nos estará esperando, John... ya lo sabes. Ya ha matado a la chica, nos matará a nosotros, y luego irá a buscar a los otros y les matará también. Sé que te preocupas por esa chica, pero no te voy a permitir...

Zandt se volvió y le dio un puñetazo en la cara.

Ward cayó de espaldas sobre el camino empapado, más confundido que dolorido, y comenzó a preguntarse si había algo que no sabía. Zandt lo había mirado como si no lo viera, como si no tuviera la menor idea de quién era.

Ward resbaló, luego se puso en pie y arrancó a correr tras él.

Zandt subía los escalones con paso firme. A diferencia de las otras casas, esta tenía una puerta justo en medio de la elevación central. Los escalones de la terraza llevaban derechos hacia ella, como si lo vertieran a uno por un largo y oscuro embudo. En esos momentos, la mandíbula de Zandt parecía querer retroceder hasta incrustarse en el cuello, solo los espasmos de su cara y su piel la mantenían en su lugar.

Había algo en el suelo, al final de los escalones.

Zandt oyó que Ward corría detrás de él. En esa ocasión, sin embargo, Hopkins no intentó agarrarle, sino que se puso a su lado, acompañándole. Estaba solo a un paso de distancia cuando Zandt encontró la última pieza del recorrido.

Un jersey de chica, empapado por la lluvia. Pero muy bien doblado, y con un nombre bordado en la parte delantera. El jersey era de color melocotón. El nombre, Karen Zandt.

35

Algo le indicó a Nina que no debía decir nada. Que no debía hacer ningún ruido cuando oyó que la puerta del vestíbulo se abría con suavidad. El pecho le dolía de un modo inimaginable, y además el dolor se había extendido por todo el cuerpo, tenaz y desgarrador, desde el estómago hacia el brazo derecho, con el que sostenía su revólver.

La puerta se cerró con un silbido. Un par de pasos, y aún nadie la había llamado por su nombre. Supo que Bobby había muerto. No podía mirar hacia esa parte de la habitación sin levantarse un poco y volver la cabeza, un movimiento que habría sido tan mortificante como fatalmente revelador. Trató de hundirse en la enorme y blanda butaca. El ruido de pasos prosiguió, junto a otro sonido, como de algo desenrollándose. Luego dejaron alguna cosa en el suelo. Hubo un momento de silencio.

—Sé que estás ahí —dijo alguien.

A Nina se le encogió el estómago y estuvo a punto de hablar. Casi confesó. Casi admitió que sí, que ahí estaba, como si por un instante hubiera vuelto a ser una chiquilla. Pero hacía mucho tiempo que no lo era, y sus labios permanecieron firmemente cerrados y apretó la pistola tan fuerte como pudo. Su mano no le respondía tan bien como hubiera querido.

—No habrían dejado a Bobby aquí —dijo la voz— a menos que tuviera que cuidar de alguien.

Pasos. Exploratorios. Aunque aquel hombre ignoraba dónde se encontraba ella, sabía que estaba allí y haría lo que le habían dicho.

Normalmente lo hacía. Si bien parecía un hombre fuerte, capaz, un líder, en realidad había ido siempre a remolque. Se había sentido culpable y reo tanto tiempo que a aquellas alturas casi nada tenía sentido. Fue el padre de Hopkins quien le había hecho todo eso. Había convertido una vida tranquila y razonable en un desastre.

—Puede que ya estés muerto, pero no lo creo. En cualquier caso, tengo que comprobarlo.

Nina trató de acurrucarse, pero le dolía demasiado. Y cualquier movimiento que hiciera para tratar de esconderse habría hecho crujir el cuero.

—Bobby está muerto —dijo el hombre. Su voz parecía la de un anciano, pero segura—.Y pronto lo estarán los otros. Podríamos dejarte. Pero ataremos los cabos sueltos, ese es mi trabajo.

El ruido de pasos fue sustituido ahora por el rumor de algo que se arrastraba, como si el hombre avanzara con cautela, de centímetro en centímetro, ocultando la dirección de sus pasos. Nina tenía tanto miedo que se echó a llorar, una reacción involuntaria que procedía de algo muy profundo y remoto, una reacción de la que ni siquiera era consciente.

Lentamente, llevó su brazo izquierdo hasta detrás de su cuerpo y se agarró a un lado de la butaca. Encogió los pies hacia dentro, milímetro a milímetro. Le temblaba la mano y sentía los nervios del brazo como si fueran de fuego.

—Una noche propicia para morir —continuó el hombre con voz queda. Se lo oía un poco más cerca—. Esto no es el final. Es un nuevo comienzo. Un mundo nuevo y reluciente que se inicia con una explosión. —Soltó una breve carcajada—. De hecho está bastante bien.

El ruido de pies arrastrándose cesó.

Nina se impulsó con todas sus fuerzas. Su cuerpo salió proyectado desde la butaca. Tenía el cuerpo entumecido, alzó la vista, se desplomó hacia delante y rompió la mesa de vidrio que le quedaba enfrente. Sabía que lo había echado todo a perder, pero ahora podía ver la sombra que tenía a su derecha.

Davids asintió.

—Ah. Conque estás ahí.

Ella levantó el brazo con gran esfuerzo y apretó el gatillo. Una, dos, tres veces.

Solo le respondió un disparo, y no la hirió.

Esperó un instante que fue eterno, esperó el segundo disparo. No se produjo. Proyectó una rodilla hacia delante, se impulsó hacia arriba y se giró.

En el suelo, a metro y medio de distancia, había un cuerpo. Ahora que Nina había conseguido moverse le parecía casi posible avanzar un poco más, aunque bañada en la hiriente luz blanca del dolor.

Se puso en pie y avanzó tambaleándose.

En el suelo yacía un hombre mayor de pelo entrecano. Aún no estaba muerto. Nina llegó a su lado, doblada por la cintura. Harold Davids le devolvió la mirada.

—No significas nada —dijo, y luego calló.

Nina no le escuchaba. Miraba algo que había en el suelo cerca del mostrador de recepción. No podía adivinar qué era, así que se acercó unos cuantos pasos.

Era un pequeño cubo conectado a un cable, que a su vez estaba enchufado a un dispositivo de conexiones montado sobre el mostrador, y que desde allí salía afuera.

El comienzo de un nuevo mundo.

Se inclinó sobre el mostrador y miró detrás, pero no había nada que pudiera funcionar como disparador. Tenían que activarlo desde otro sitio.

Sabía que no sería capaz de llevar todo aquello fuera de Los Salones a pie. Logró alejarlo hasta el aparcamiento antes de que le fallara una pierna y se cayera pesadamente sobre el asfalto.

El nuevo dolor, junto a las gotas de fría lluvia que le rebotaban en el rostro, le bastó para salir de su confusión. Empezó a arrastrarse hacia el coche.

Ward impidió con un empujón que Zandt entrara por la puerta delantera. Era casi imposible persuadir a aquel tipo, pero Ward sabía que no debían entrar en la casa de ese modo. Ya le había impedido que retrocediera a recoger alguno de los huesos, tuvo que agarrarle la cara y gritar el nombre de Sarah Becker para recordarle que todavía debían encontrarla. No importaba si estaba muerta, a esas alturas ya no. Simplemente era una persona a quien tenían que encontrar. Ward también había cambiado de opinión. Entrarían en la casa. Pasara lo que pasara. Si el hombre estaba allí, mejor que mejor, pero llegarían al final del camino.

Empujó a Zandt hacia un lado de la casa. Allí vieron otra puerta. Estaba cerrada. Ward deseó que Bobby estuviera allí, él habría sabido abrirla sin hacer ruido. Ward no tenía esa habilidad, así que avisó a Zandt con un gesto de la mano y la abrió de una patada.

Entraron corriendo en la casa. No había nadie esperándoles. Codo con codo dejaron atrás un breve tramo de escaleras y se dirigieron hacia la parte delantera de la vivienda, donde quizá alguien les aguardara tras la puerta principal. No vieron a nadie en la habitación. Solo una vieja silla de espaldas a la puerta y una curiosa mesa de despacho. Corrieron cubriéndose el uno al otro por una distribución que ya les resultaba familiar. Dudaron en la parte trasera del vestíbulo. Oscura, fría y silenciosa. Aunque no completamente silenciosa.

De arriba les llegó un sonido. Un sonido apagado. Un ruido sordo, ahogado y distante. Dieron la vuelta, atravesaron la cocina y se dirigieron a la escalera principal.

El piso de arriba. Cuatro dormitorios, alfombras en el suelo. Nada. Baños. Nada. Estudio. Nada. Pero aquel sonido seguía saliendo de alguna parte. Volvieron al primer dormitorio. El ruido era más fuerte, aunque ahora parecía venir del piso de abajo. Segundo dormitorio: el sonido más flojo, también procedente del piso de abajo. Ward giró sobre sí mismo, blandiendo la pistola hacia delante, consciente de que en cualquier momento aparecería alguien entre las sombras, de que nadie habría organizado una trampa como aquella sin querer estar presente cuando cayeran en ella.

Zandt volvió corriendo al primer dormitorio y se arrodilló en el suelo.

—Viene de aquí abajo.

—Estamos en el segundo piso —susurró Ward, pero entonces oyó de nuevo el ruido y supo que el hombre tenía razón.

Apartaron la alfombra. Apareció un suelo de tablas. Zandt se hizo sangre en los dedos intentando levantar una trampilla.

Debajo, el rostro de una muchacha. Pálida, macilenta. Su frente estaba levemente amoratada de golpearla contra el suelo que le quedaba encima, durante sabe Dios cuánto tiempo. Estaba viva.

Sarah parpadeó. En lo profundo de su mente se sentía como si alguien le hubiera levantado la cabeza lo suficiente para que el agua dejara de llegarle a la nariz. Su boca se movió.

Zandt metió la mano en la trampilla y le acarició el rostro. Dijo de nuevo su nombre y ella asintió, apenas capaz de mover la cabeza. Tenía los ojos rojos e hinchados. Zandt se inclinó. La muchacha intentó hablar de nuevo, Ward solo oyó un ronco susurro.

—¿Qué dice?

—Cuidado con el Nokkon Wud.

Zandt se inclinó aún más y apretó su frente contra la de ella, como si quisiera verterle calor. La chica se puso a llorar. Ward encajó las manos bajo las tablas que quedaban a la altura del cuello de la muchacha y tiró de ellas. Al principio no se movieron.

—Las ha clavado —dijo—. Dios santo. Ayúdame, Zandt.

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