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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Los hombres lloran solos (23 page)

BOOK: Los hombres lloran solos
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«La Voz de Alerta» y Carlota decidieron reemprender al día siguiente el regreso a Gerona. De ahí que prolongaran su charla hasta bien entrada la noche. Don Anselmo Ichaso, con su barriga prepotente —mucho más que la de Gorki— había conseguido meter baza en la construcción del Valle de los Caídos, a través de su empresa constructora Duarte y Cía. Le bastaron un par de viajes a Madrid y extender algunos cheques nominales para meter la mano en aquel proyecto faraónico. «Confieso una vez más, ahora que he visto la maqueta, que se trata de una idea genial, digna de Franco, el vencedor. Y me emociona pensar que los restos de mi hijo Germán, muerto en el frente, reposarán allí. El detalle de la cruz —ciento veinte metros— es único. Ello no presupone que pueda parangonarse con El Escorial, dicho sea con perdón del arquitecto Muguruza, amigo mío de la infancia».

Hablaron de la División Azul. Se mostraron favorables a su gesta, porque «Rusia era culpable». Hablaron de las «Ventanas al mundo» que escribía «La Voz de Alerta» en
Amanecer
. La última iba precisamente en contra de los «privilegios» que se le suponían a su esposa, condesa de Rubí. Según «La Voz de Alerta», el color azul de la sangre de los príncipes era una figura verbal generada por la ignorancia. En algún tiempo los nobles creían efectivamente que tenían sangre distinta y eligieron el color azul, por resonancias celestes. «Como los nobles tomaban mucha sombra, estaban generalmente pálidos; y se les transparentaban las venas a través de su piel poco curtida, lo que dio lugar al error que se ha perpetuado hasta nuestros días». Luego se mofaron de la República, que ni siquiera en el exilio lograba ponerse de acuerdo. Don Anselmo sentenció: «Lo que hizo la República fue quitar a todo el mundo el sombrero como previa formalidad para después cortarle a todo el mundo la cabeza».

Javier fue el protagonista del último tramo de la reunión. Estaba obsesionado con su novela, que a su entender sobreviviría al equívoco de la sangre azul, a los ataques al general Varela y a los dislates de la República.

—Llevo doscientos folios y estoy contento. Será una novela voluminosa, como lo son
Guerra y Paz
,
La montaña mágica
y, con perdón,
El Quijote…

«La Voz de Alerta» arrugó el entrecejo.

—Tu ambición es mucha… Ojalá consigas el objetivo.

—Quiero viviseccionar el alma de España.

—¡Y dale con el sambenito! —exclamó don Anselmo—. ¡Venga a darle vueltas a nuestra piel de toro…! Al cabo de los siglos todavía no sabemos si España es vertebrada o invertebrada…

—Por ahí van los tiros —dijo Javier—. Quiero hablar de la mezcolanza de razas que han configurado nuestra ambigua identidad. ¿Por qué a nosotros, navarros, nos gustan los sanfermines y a nuestros amigos les parecen una salvajada? ¿Por qué ellos lloran al oír una sardana y nosotros nos quedamos tan frescos? La mezcla de razas no ha dado, aquí, buen resultado. Íberos, romanos, visigodos, árabes, judíos, cristianos, etc. Yo creo que lo árabe nos marcó para siempre, mucho más que lo griego y lo romano. A Franco, por supuesto. No hay más que echarle un vistazo a su escolta personal, la guardia mora. Zaragüelles, fajas carmesí, ceñidores de charol y sus
resá
blancos, impresionantes. Su uniforme de gala es más propio de un califa almohade que de un caballero que gana los jubileos en Santiago de Compostela…

Carlota intervino:

—¿Y nuestra agresividad?

—Cruce de razas, ya lo dije. Incompatibilidad entre la tierra adentro y el mar.

—¿Y nuestro catolicismo?

—Pura superstición. Por Andalucía se dice que los claveles no agarran bien si no se siembran el día de la Ascensión, al repicar las campanas, a las diez de la mañana…

—¿Somos racionales o lo contrario?

—Somos irracionales. Predominio de los instintos. La famosa improvisación. Despreciamos a los ancianos, sobre cuyos rostros han pasado los ojos de los años y por cuyos oídos vibraron diferentes voces de la vida…

—¿Quién es tu líder preferido?

Javier se mordió el labio inferior.

—Tolstói… No sólo por su inmensa humanidad, por sus increíbles pecados, sino porque en cierta ocasión escribió: «Confiad en aquel a quien la sonrisa embellece el rostro, desconfiad de aquel a quien la sonrisa le afea el rostro…»

Carlota, sin darse cuenta, sonrió.

—¡Tu rostro se ha embellecido! —exclamó «La Voz de Alerta»—. Aprobado… ¿O no es así, Javier?

—Más que aprobado… Sobresaliente.

Carlota hizo un mohín coqueto. Aquellas palabras sonaron bien a sus oídos. Empezó a sentir afecto por Javier, precisamente porque entrevió que el muchacho no era de una sola pieza. Seguro que sufriría mucho. ¿Y por qué no? La vida había que apurarla gota a gota, como los enfermos el suero intravenoso.

Augusto dormía como un bendito. Era el momento de acostarse. Se saludaron una y otra vez y se retiraron a descansar. A «La Voz de Alerta» y a Carlota les correspondió una sola cama, siendo así que en Gerona dormían separados. Aquello terminó por excitarles. Olvidaron por completo los sucesos de Begoña y entre besos y caricias terminaron por correr el riesgo de encargar otro Augusto.

* * *

La reacción pública de don Juan, pronosticada por don Anselmo Ichaso, no se hizo esperar. Don Juan pronunció en Roma las siguientes palabras: «Hoy como antaño la Corona está por encima de los intereses de partido o de clase. Porque no debe su poder a la elección, no necesita la institución monárquica contemporizar con nadie ni halagar a ningún sector social determinado. En nuestro Movimiento Nacional puede darse la paradoja de que el impulso juvenil que quiere una España nueva y vigorosa —a cuya cabeza me sitúo lleno de entusiasmo— encuentre en gran parte su realización implantando modalidades e instituciones de nuestro pasado».

Don Anselmo se enteró también, e hizo saberlo a «La Voz de Alerta», de que Serrano Súñer le había dicho poco antes a don Juan, remedando a Macbeth: «Tú serás rey». Si bien el jefe del Alto Estado Mayor, general Vigón, medianero por aquel entonces entre Franco y don Juan le había dicho a éste que no perdiese la esperanza, que confiase en Franco «como en un padre», y que entretanto pasase el tiempo en aficiones como la numismática o la filatelia, del mismo modo que el príncipe de Mónaco se había dedicado a la oceanografía.

Capítulo XI

LA TERTULIA DEL CAFÉ NACIONAL se enriqueció de pronto con la incorporación del librero Jaime, cuyo negocio iba viento en popa. Jaime había conseguido incluso adquirir en una masía del Alto Ampurdán un incunable impreso en Gerona —la tradición impresora de Gerona era antiquísima—, por el que mosén Alberto le pagó sus buenos dineros. El incunable fue inmediatamente expuesto en el museo y desfilaron muchas personas para poderlo hojear. Manuel Alvear vigilaba atentamente aquella joya y al quedarse solo se emocionaba viendo los dibujos miniados que la ilustraban. Por cierto, que Manuel entraría pronto en el seminario, puesto que su vocación se había definido en forma inequívoca y Paz, rondada por la Torre de Babel —éste a punto de cobrar la pieza—, se había limitado a pegar varios gritos de protesta y a verter algunas lágrimas. «Anda, sí, hazte cura. Nuestro padre, enterrado en Burgos, estará muy contento y nuestra madre saldrá del nicho para estar presente el día que cantes misa».

En la primera semana de septiembre, Jaime se presentó en el café dispuesto a pagar la cuota de anecdotario nacional que constaba en el reglamento. Trajo tres opúsculos publicados últimamente en Madrid, con la sana intención de simular que todo funcionaba a buen ritmo. Los títulos eran: «El regaliz y la economía nacional». «La harina de pescado y sus grandes aplicaciones». «La ballena y su importancia para la autarquía».

Se dedicó un aplauso especial a Jaime, sobre todo por el título de la ballena. Marcos, que continuaba sospechando que Adela, su mujer, tenía otros amores, comentó:

—A lo mejor el yate Azor, en el que viaja el Caudillo, se dedica a pescar ballenas y nosotros sin enterarnos…

Matías dijo a su vez que noticias de ese calibre eran malas para la hipertensión y que hablaría con Moncho para que lo inmunizara en la medida de lo posible.

Galindo aportó también su cuota particular. Según los periódicos y la radio, de un tiempo a esta parte se comunicaba al pueblo que gran parte de los inventos conocidos habían tenido un precursor español. Un mecánico de Toledo estaba ultimando la puesta a punto de un coche muy barato cuya fabricación en serie provocaría en el mercado una gran convulsión. Por otra parte, en Murcia, el doctor Muñoz Calero, en magnífica operación quirúrgica, había colocado medio cráneo de Pessy-Glas a un enfermo desahuciado. Y por último, el rey del ronquido era español. Se trataba de Ramón Rodríguez, soldado americano de padres españoles. «Señores, el caso de los ronquidos de Ramón Rodríguez está siendo estudiado por eminentes médicos».

Carlos Grote puso sobre la mesa un chascarrillo que circulaba por Madrid. Al parecer se preguntaba a los divisionarios que habían vuelto de Rusia: «¿Cómo encuentras la nueva España?». Y el divisionario contestaba: «Cuando la haya encontrado te lo diré».

Matías, que también traía algo en el caletre, ante esta alusión de Grote se calló. Recordó a Mateo; y a Pilar…

—Señores —dijo—, tengo la impresión de que el cupo de este sábado está sobradamente cubierto y, en consecuencia, propondría empezar nuestra partida de dominó.

El camarero Ramón se llevó un disgusto. Nunca se perdía palabra de las que pronunciaban aquellos clientes de postín. Sólo intervino para decir que envidiaba a los ayudantes de Churchill porque viajaban mucho. «Tengo entendido que ahora preparan una estancia en Teherán».

* * *

La salud de don Emilio Santos empeoró. Apenas si salía de casa. Dificultades respiratorias y el corazón débil. Le asistían el doctor Chaos y Moncho, quienes hacían lo imposible para parchear sus dolencias y prolongarle la vida. Mateo estaba consternado, al igual que Pilar. Mateo, que tantas muertes presenció, había llegado a creer que su padre sería eterno. Don Emilio Santos tenía muchos momentos de lucidez, durante los cuales su cabeza funcionaba al mismo ritmo que las del profesor Civil y el notario Noguer, que eran sus más asiduos visitantes. Mateo, intentando alegrar la situación, les llamaba «el trío de la bencina» y profetizaba que su padre se curaría y que los tres vivirían una vejez feliz.

En el caso de don Emilio Santos la profecía estaba lejos de cumplirse. Apenas si podía sostener en brazos al pequeño César y se levantaba justo para almorzar, hasta el caer de la tarde. El resto se lo pasaba en la cama, rodeado de periódicos y con la radio a su cabecera. La radio era indispensable para él. Gracias a su Telefunken se enteró de que los Estados Unidos e Inglaterra habían inventado el radar, que les proporcionaría enormes ventajas en la navegación marítima y en el pilotaje de los aviones.

Sufría mucho y a menudo se ponía la mano en el corazón. «¿Por qué es tan importante el corazón?», le preguntaba a Moncho. Éste, que mediante los análisis le calculaba a don Emilio Santos un máximo de dos meses de vida, le contestaba: «Es más importante el cerebro. Cuando el cerebro deja de irrigarse, entonces es cuando hablamos de la muerte». Eva había visitado también al padre de Mateo, al que sólo le achacaba que se hubiera pasado la vida distribuyendo tabaco.

El notario Noguer no era el hombre adecuado para levantar la moral de don Emilio Santos. También flacucho de salud —era diabético—, apenas si cumplía con su cargo de presidente de la Diputación. El camarada Montaraz le echó un cable asignándole un secretario llamado Lucas, que se las ingeniaba para que el notario Noguer sólo tuviera que firmar, lo mismo en la Diputación que en su despacho particular. Manolo, que estaba en contacto permanente con él, le acusaba de ser excesivamente meticuloso en su trabajo. El notario Noguer le contestaba: «A mi edad, no se tiene prisa. La eternidad está cerca». Ahí estaba. Siempre había un tono melancólico en sus palabras, que contagiaban fácilmente a don Emilio Santos. Hablando de la guerra siempre decía: «Las guerras son injustas. Mueren precisamente los jóvenes. Si esta guerra dura mucho, los viejos nos veremos obligados a volver a empezar». En el fondo no aceptaba envejecer, la limitación de facultades. Se acordaba de cuando era niño y hacía excursiones por Montjuich, las Pedreras, las murallas, el valle de San Daniel. Siempre corría por las calles. Ahora debía apoyarse en un bastón y la diabetes le obligaba a dos pinchazos diarios y a no comer dulces. También había notado una progresiva pérdida de la visión.

—Mi querido don Emilio, todos tenemos nuestros achaques… Y es inútil rebelarse. Cuando veo en la Rambla a las parejas jóvenes pisando firme y comiéndose el mundo peco de envidia. Lo confieso. Peco de envidia… ¿Le preocupa a usted mucho la muerte, don Emilio?

Don Emilio, en la cama, la cabeza recostada en dos almohadones, le contestaba:

—Pues sí, me preocupa. Procuro no pensar en ella, pero leo la sentencia en los ojos del doctor Chaos, de Moncho, de Mateo y de Pilar… ¡Y sobre todo, del pequeño César! A veces me lo traen y me llena de besos como si se despidiera de mí… —don Emilio aspiraba el aire con todas sus fuerzas—. Sí, amigo Noguer. Yo creí que me conformaría con el cupo de vida que Dios me otorgara; pero ahora que se acerca el final me dedico insensatamente a protestar… Me hubiera gustado vivir unos años aún, para ver el triunfo de Mateo, para presenciar su reconciliación con Pilar y para tener otros dos o tres nietecitos… En vez de esto, me conformo con que el padre Forteza me dé una y otra vez la absolución. ¡Y pensar que cuando estaba en la checa la muerte no me daba miedo! Imposible entender el corazón humano, aunque se trate de un corazón pachucho como el que me sostiene en estos momentos…

El notario Noguer no encontraba las palabras adecuadas para distraer a don Emilio Santos. Mientras se limpiaba los cristales de las gafas proseguía:

—Tal vez lo peor no sea la muerte, don Emilio, sino este pasillo intermedio que es la vejez. ¿Se ha fijado usted en el profesor Civil? Su mujer enferma y él empieza a andarle a la zaga… No es el mismo de antes. Antes daba gusto oírle hablar. Hacía saltos mortales con las palabras. Ahora se esfuerza, pero a mí no puede engañarme… Y es curioso que el doctor Chaos nos haya recetado a los tres casi las mismas cosas, con sólo algunas variantes…

El profesor Civil, pese a la opinión del notario Noguer, era otro cantar. Cada visita a don Emilio la planeaba como si se tratara de un combate. Hacía acopio de noticias que no tenían nada que ver con la vejez y las soltaba una tras otra, mientras Pilar le preparaba un tazón de chocolate, que le sabía a gloria. Cierto que también había perdido facultades; pero su labor en Auxilio Social le llenaba el alma. Todavía llevaba larga la uña del pulgar, como algunos taponeros, porque le recordaba las cruces que con ella había trazado en la pared de la cárcel. Todavía repetía, hablando del futuro: «El gallo ha de cantar, pero la mañana es de Dios». De pronto miraba el reloj y gritaba: «¡Pilar!, que es la hora de las píldoras amarillas…» Y Pilar acudía solícita. Y les besaba en la frente a los dos y se volvía de puntillas al comedor.

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