Los hombres lloran solos (25 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Los hombres lloran solos
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Mateo sacó su mechero de yesca —su ex librís— y dio lumbre al cigarrillo de Esther. Ésta preguntó:

—¿Es cierto lo del estoicismo de los rusos?

—Ciertísimo. Nadie lo niega. Fueron siempre esclavos y lo serán hasta el fin de los siglos.

—¿Y su brutalidad? —preguntó Moncho—. ¿Crees que son más brutos que los demás? En mi opinión, todos los pueblos son idénticos cuando son idénticas las circunstancias…

—Nada de eso… —impugnó Mateo—. Depende de las costumbres, del clima, de la tradición. Y lo que no querría es generalizar. La Rusia norteña que yo conocí nada tiene que ver con la de Ucrania, con la del mar Negro. Un esquimal no puede ser igual que un negro del Congo.

Ignacio preguntó a su vez, mientras apuraban el consomé:

—¿Qué es lo que te daría más miedo si los rusos, vamos a suponer, avanzaran hacia el Oeste?

Mateo dejó la taza en el plato.

—Que ya no se retirarían nunca más. Y las violaciones… —Se hizo un silencio y Mateo prosiguió—: Ante una mujer desconocida, distinta de las suyas, se comportan brutalmente y son capaces de preñar a los mismísimos demonios.

Ignacio intervino de nuevo.

—Eso queda claro leyendo a sus novelistas, que de un tiempo a esta parte han sido mi obsesión, dejando a un lado el tema de las religiones orientales… Gogol llega a decir que el alma rusa se comerá el alma de los demás pueblos y que sólo entonces se podrá hablar de revolución universal.

Mateo movió la cabeza negativamente.

—Ésa es otra cuestión… No tengo más remedio que afirmar que Hitler acabará con los sueños de Gogol y de todos sus correligionarios.

Pilar tuvo un gesto de desencanto. Ella había confiado en que el diálogo tomaría otro cariz. Todos lo advirtieron y se produjo un silencio, que Moncho, el analista del grupo, rompió, aprovechando que en la mesa se había servido el segundo plato.

—Ignacio, ¿qué te pasa a ti con Oriente? ¿Te has hecho budista, o qué? ¿No le temes al señor obispo?

Hubo un titubeo. A Mateo le hubiera gustado seguir hablando de Rusia, de sus tics temperamentales, y a Manolo y a Esther también. En cambio, Eva, que por fin parecía haber aprendido a vestirse, se interesó vivamente por la invitación hecha a Ignacio.

Éste tomó la palabra, a sabiendas de que Pilar se lo agradecería. Las religiones orientales, que precedían de siglos al cristianismo, eran un universo que Occidente se empeñaba en olvidar, como en España se olvidaba la influencia del islam.

—Si os pregunto qué son
el Yin
y
el Yang
ninguno de vosotros sabrá a qué me refiero.

Moncho levantó el brazo indicando stop.

—Perdone usted, orientalista, pero yo sé de qué se trata, porque he estudiado y practicado, lo mismo que Eva, la acupuntura y no simplemente para anestesiar.
El Yin
y
el Yang
son los dos principios básicos de este arte de curar, de estos polos de energía, que a Esther le irían de perlas para esas molestias que le dan la lata a su columna vertebral…

Esther se interesó al máximo.

—¡Adelante con la acupuntura! Pongo mi cuerpo, con permiso de Manolo, a vuestra disposición.

Manolo sonrió.

—Con tal de que te curen, estoy incluso dispuesto a pagarles sus buenos honorarios.

—Hablaremos de eso —terció Moncho—. Es más serio de lo que vosotros os figuráis…

—Por supuesto —admitió Mateo—. Por eso hay que estar al tanto de lo que van a hacer los japoneses… Según mi amigo Núñez Maza, forman una raza aparte, que caerá sobre el Imperio británico, que ha caído ya, como si el volcán Fujiyama se pusiera en erupción…

Era evidente que Mateo no daba su brazo a torcer. Desde cualquier ángulo, él revertía los temas al de la guerra en curso. Claro que olvidarla era también un pecado de inhibición.

Ignacio no se inmutó. Él había penetrado en Oriente de la mano de las biografías y los textos de Gandhi que el librero Jaime le había proporcionado. ¡El hinduismo!

—Si los aquí presentes fuéramos hindúes, esta cena se nos antojaría un despilfarro y nos pasaríamos el rato juntando las manos en actitud de plegaria…

—Psé, psé… —replicó Moncho—. Me has defraudado. Esto es puro folklore, como lo de las vacas. Esto lo sabe hasta tu ahijado Eloy.

—¡Pues claro! —exclamó Ignacio—. ¿Qué te creías? ¿Que iba a daros aquí, entre salsas y solomillo, una lección sobre Buda y sobre Confucio? Hoy no me da la gana, para que veáis. Hoy vengo aquí a brindar por Mateo y Pilar, para que me den todos los sobrinos que les apetezcan…

La distensión fue total. Se terminó la cena, llegó la hora del café —Esther alardeó de sus facultades de ama de casa—, y luego se presentaron sus hijos, Jacinto y Clara, a dar las buenas noches.

La presencia de los dos hijos de Manolo y Esther alegraron la reunión, sobre todo porque llevaban dos vistosos e idénticos pijamas.

—¿Verdad que no parecen rusos? —apuntó Esther, atrayéndolos hacia sí.

—En absoluto —dijo Mateo—. Si lo fueran, les habríais tatuado una estrella roja en mitad de la frente.

Se oyeron las doce campanadas en el reloj de la catedral. Y entonces empezó el desfile. La despedida fue breve, pues, en un sitio como Gerona, todos volverían a verse con asiduidad.

Moncho y Eva, a los que gustaba andar de noche, bajo las estrellas, se fueron a pie. Rambla arriba. También, un poco más tarde, se marchó Ignacio. Por fin, salieron Mateo y Pilar: el coche oficial, con Hernando al volante, les esperaba fuera, ya que Mateo, se cansaba todavía mucho al caminar.

Gerona estaba tranquila a aquella hora. Era un remanso de paz. Sólo en el casino de los señores estaban reunidos los jugadores de póquer, entre los que figuraban el capitán Sánchez Bravo y el bibliotecario Ricardo Montero.

Al llegar al piso de la plaza de la Estación, Mateo y Pilar se abrazaron.

—¿Eres feliz? —preguntó Mateo.

—Estoy a punto de serlo… —dijo Pilar.

Y ambos se fueron a la cuna en la que dormía César y, cogidos de la mano, le contemplaron hasta que el niño se movió como si fuera a despertarse.

Capítulo XII

EN EFECTO, empezó la batalla de El-Alamein, mientras en España se rebajaban los cupos de racionamiento y de luz eléctrica, hasta el punto de que apareció el Petromax, que despedía una luz temblorosa y macilenta. Con pocos días de diferencia, los Alvear vieron instalado en su piso el teléfono —gestión de Mateo, celebrada por todo lo alto—, y también el Petromax, que Matías definió como un sucedáneo deprimente.

El-Alamein significaba «dos mundos». Y era muy cierto que dos mundos se enfrentaban entre las dunas del desierto africano, muy cerca de la depresión de Qattara: el mundo del mariscal Montgomery, hijo del obispo de Tasmania, y el mundo del mariscal Rommel, el «zorro del desierto», el ídolo de
Cacerola
, Era la primera vez que Inglaterra y Alemania combatían en tierra frente a frente, con la excepción de Dunkerque.

Todos los pronósticos eran favorables a Rommel, cuya toma de Tobruk, gran baluarte, había tenido repercusión mundial. Se perfilaba allá abajo la toma de Alejandría y la llegada a El Cairo y al canal de Suez. Tal vez el caballo blanco de Mussolini pudiera efectuar su prevista entrada en la capital de Egipto.

Pero los hechos desmintieron tales profecías. La verdad era que las tropas de Rommel estaban desgastadas. Escasez de hombres, de material y, sobre todo, de combustible. La situación podía ser peligrosa para el Eje si la victoria no se producía con rapidez. Y pronto hubo que descartar semejante posibilidad. En consecuencia, se reunieron, en Salzburgo, Hitler y Mussolini para tomar una decisión. Mussolini, destrozado por sus dolores de estómago, viviendo de leche con azúcar, aplastado, encogido. Hitler, más espantoso aún, con la espalda encorvada, los ojos cavernosos y la mirada vidriosa. Se engañaron mutuamente asegurándose que harían de Túnez el
Mame
de África.

Era preciso no olvidar que Mussolini hablaba alemán. El padre Forteza hacía hincapié en este hecho, porque la fuerza de Hitler —y de ello tomó buena nota el doctor Andújar— radicaba en las palabras. Hablando en alemán, Mussolini llevaba las de perder. Hitler convencía a diplomáticos, a periodistas, a generales, a gentes de todas clases con su elocuencia en alemán. Si Mussolini hubiera necesitado de intérprete no hubiera sucumbido hasta tal punto a la elocuencia de Hitler.

Resumiendo, no se produjo el
Mame
de África. El mariscal Montgomery atacó con fuerzas superiores. La batalla de la artillería y de los tanques. A Rommel sólo le quedaban treinta y dos tanques. Quería retirarse, pero una orden de Hitler se lo impidió, e impidió también la retirada de las tropas italianas. Montgomery no persiguió al enemigo debido a las lluvias que se desencadenaron y a una cierta superstición por el nombre de Rommel. Pero muchos generales se rindieron sin oponer resistencia, mientras Hitler seguía insistiendo en la defensa hasta la muerte. Nada que hacer. El Eje había perdido 25.000 hombres, entre muertos y heridos, además de 30.000 prisioneros, de los cuales 10.000 eran alemanes. Veteranos guerreros esperaban tranquilamente el cautiverio sentados como turistas en las terrazas de los cafés. El Afrika Korps depuso las armas. Montgomery telefoneó a Churchill: «Haga tocar las campanas». Y las campanas de Londres, las que quedaban, y que no repicaban desde 1940, y que sólo estaban preparadas para tocar a rebato anunciando la invasión, ahora repicaron por El-Alamein.

Simultáneamente, llegaron rumores de que los aliados preparaban un desembarco a las espaldas de Rommel, en Argel y que previamente estaban dispuestos a ocupar las islas Canarias. Franco declaró que en ese caso se defendería y abriría los puertos a los alemanes para que pudieran ocupar el Marruecos francés. Al mismo tiempo, dijo: «Si Hitler no respeta nuestra neutralidad, instantáneamente pondré todos los puertos españoles a disposición de los aliados».

El general Sánchez Bravo admiró a Franco todavía más y, al corriente de los sucesos, se pasaba el día ante el mapamundi mientras su fiel Nebulosa vigilaba la entrada para que nadie le estorbara. Entretanto, el 8 de noviembre, y en el momento en que doña Cecilia le decía al general: «Con tanta banderita te volverás loco», la más poderosa flota de desembarco de toda la historia, a las órdenes de Eisenhower, ocupaba el litoral mediterráneo de Argelia y el Marruecos francés, entre Bina y Agadir, sin encontrar entre las tropas dependientes de Pétain, en Vichy, más que apoyo. Era el cambio de signo de la guerra mundial.

En este momento el embajador de los Estados Unidos en España, míster Hayes, pidió una entrevista con el Caudillo para entregarle un mensaje personal. Franco se encerró en su capilla, donde pasó casi toda la noche. A las nueve de la mañana, Franco recibió de míster Hayes una carta de Eisenhower, en la que éste, después de encabezar con un «Querido general Franco», le daba plena seguridad de que el movimiento o desembarco no iba dirigido en forma alguna ni contra el gobierno o pueblo español ni contra Marruecos u otros territorios españoles, ya fueran metropolitanos o de ultramar. «Creo también que el gobierno español y su pueblo desean conservar la neutralidad y permanecer al margen de la guerra. España no tiene nada que temer de los aliados».

El general Franco temía una reacción alemana en los Pirineos y no andaba descaminado. El 11 de noviembre el ejército alemán ocupó en doce horas la hasta entonces «zona libre» de Francia controlada por Pétain desde Vichy, mientras por primera vez, ante el estupor del camarada Montaraz y Mateo, un editorial del periódico de Falange,
Arriba
, admitía la posibilidad de una victoria aliada.

Por si fuera poco, el gobierno español colaboró con los aliados en el rescate de aviadores y, sobre todo, en el tránsito de voluntarios franceses hacia el norte de África. El embajador, míster Hayes, declaró que España les había devuelto por lo menos mil aviadores americanos derribados en Francia o en el mar, así como también unos doce mil franceses.

Entretanto, la flota francesa de Tolón se suicidó, antes de que los alemanes alcanzaran a ocupar la capital. La orden fue dada desde el acorazado
Strasbourg
. Dos acorazados, ocho cruceros, veintinueve destructores, doce submarinos, en total más de cien barcos de un tonelaje global de doscientas treinta mil toneladas. Era la flota más poderosa que había poseído Francia desde Luis XIV. La orden la dio el almirante conde de Laborde y constituía la prueba fehaciente de que aún los medios franceses más hostiles a Inglaterra no eran cómplices de Alemania.

El general Sánchez Bravo encendió su pipa. Él, un simple militar español destinado en una minúscula ciudad en el mapa ibérico, había previsto lo que no previo Hitler, cuando al tomar París, desarticuladas las fuerzas enemigas, no tomó toda Francia, no se quedó con la flota y no ocupó el Marruecos francés. No supo qué opinar. Llamó a su hijo, el capitán:

—¿Qué opinas de todo esto? Franco no hubiera cometido este pecado de imprevisión.

El capitán Sánchez Bravo le dio su versión.

—Lamento hablarle así, padre, pero nunca he creído que Hitler fuera un genio militar. Estoy seguro de que si les hubiese hecho caso a sus generales no se hubiera embarcado en la campaña de Rusia, que significaba la apertura de dos frentes. Y por supuesto, hubiera ocupado toda Francia, la flota y el Marruecos francés.

Por si fuera poco, las noticias que llegaban de Stalingrado no eran tampoco excesivamente optimistas. La resistencia rusa era feroz. Hitler quería, además, ocupar el Caucase con sus recursos petrolíferos, sin los cuales su situación se convertiría en precaria. Pero las distancias eran tan enormes que necesitaría el triple de fuerzas de las que disponía y el triple de material. El Volga fascinaba a Hitler, pese a que el invierno había llegado otra vez, como el año anterior. Los generales que no obedecían sus órdenes eran destituidos en el acto. «La Pasionaria» y Cosme Vila, desde Ufa, continuaban dando partes de guerra y su voz era cada vez más fuerte. «Aquí, Radio Moscú…» Moscú parecía a salvo, por lo menos de momento. Y también Leningrado. Por cierto, que en el hospital de Riga había ingresado el camarada Salazar, herido en una mano, y María Victoria, ex novia de José Luis Martínez de Soria, le atendía con el mismo cariño con que Sólita había atendido a Mateo y a Núñez Maza.

A caballo de estos hechos, de los que la población española se enteraba sólo a medias, don Anselmo Ichaso, desde Pamplona, telefoneó a «La Voz de Alerta» y a Carlota para darles un notición: don Juan de Borbón había hecho en el
Journal de Généve
unas declaraciones en las que decía literalmente: «No soy el jefe de ninguna conspiración. Soy el depositario de un tesoro político secular: la Monarquía española».

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