Los hombres lloran solos (39 page)

Read Los hombres lloran solos Online

Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Los hombres lloran solos
12.97Mb size Format: txt, pdf, ePub

Trabajaba mucho, demasiado, en opinión de su sirvienta, Dolores. Él creía que era precisamente el trabajar lo que le mantenía en forma. El trabajar y el café-café. La única cosa que compraba en el mercado negro era el café-café y se lo procuraba el barman Rogelio. Fue uno de los primeros que advirtió que estaban en guerra los cinco continentes y ahora entendía que José Luis Martínez de Soria no andaba descaminado al afirmar que el Maligno tenía mucho poder en la tierra y una cierta libertad de acción. No lograba acostumbrarse a las cifras de muertos que daban las emisoras de radio y los periódicos; para él, el hombre era individual, único e irrepetible, y de ahí que, por lo común, impresionase más la muerte de un bebé que el descubrimiento de las fosas de Katyn.

Cada día se interesaba más por la historia, fuente, según él, de toda enseñanza. «Si Hitler hubiera sido historiador, se hubiera dado cuenta de que era insensato atacar en dos frentes a la vez». Continuaba teniendo en la mesa del despacho la calavera que le había regalado el comisario de excavaciones. Dicha calavera a veces le turbaba, a veces, no. En cualquier caso, era una lección de humildad. Por suerte, creía en la resurrección de la carne y en un tipo de inmortalidad que nada tenía en común con el preconizado por el doctor Chaos. No pocas veces había sentido la presencia muy cercana del Ángel de la Guarda, patrono, precisamente, del cuerpo de policía; sobre todo cuando, antes de la guerra civil, presumía de bien afeitado, de sotana sin mancha y de que la tonsura le otorgaba cierta superioridad sobre los demás. Sí, en efecto, a mosén Alberto la guerra lo había humanizado, paradoja que, a juicio del doctor Andújar, era mucho más frecuente de lo que la
vox populi
podía sospechar.

Estaba a punto de publicar, con Ángel, la monografía del arte románico en la provincia de Gerona. Habían reunido doscientas fotografías, fruto de excursiones domingueras que empezaban al amanecer. Apreciaba mucho a Ángel aunque no fuera el de la Guarda. Lo veía noble, sin doble intención. Excelente arquitecto, había descubierto que a la catedral de Gerona le faltaba un campanario que hiciera
pendant
con el ya existente; pero entendía que la bóveda, una de las más anchas de la cristiandad, tal vez no hubiera resistido el peso. Un tema concreto provocaba discusión permanente entre el sacerdote y el muchacho: la arquitectura moderna. Para Ángel, el futuro, los Estados Unidos; para mosén Alberto, lo clásico, Grecia y Roma, el gótico de Burgos, de Reims y de Colonia. Mosén Alberto entendía que la arquitectura moderna era esquizoide, que destrozaba el entorno, el paisaje y que llevaba camino de masificar a la gente. «Las grandes urbes sacrificarán al ser humano». Él era partidario de la vida rural, siempre y cuando se tecnificara y se higienizara. «De los Estados Unidos yo no me traería Nueva York o Chicago, sino las granjas». No podía olvidar que había nacido en un pueblo de apenas mil habitantes, Cistella, en pleno Ampurdán.

Lamentaba mucho que el gobernador, el padre de Ángel, fuera poco religioso, porque «la jerarquía debía dar ejemplo». También lamentaba que María Fernanda anduviera por ahí contando chismes del Vaticano, como, por ejemplo, que entre los guardas suizos abundaban los homosexuales. Ángel le decía: «Mi querido mosén Alberto, me parece que por ahí lleva las de perder. Mis padres tienen sus ideas y no creo que las cambien; y lo que es peor es que me han influido a mí».

Mosén Alberto, al oír esto último, sonreía. Estaba convencido de que Ángel un día u otro «volvería al redil».

—Si lo que os ha asustado es la basílica de San Pedro y las riquezas de la Iglesia, borradlas con el pensamiento y quedaos con el Cristo desnudo en la cruz o andando por Galilea con las sandalias desgastadas.

Ángel le impugnaba:

—¿Y cómo establecer esa dicotomía? A ese Cristo yo no le he visto más que en los templos y en su Museo Diocesano; en cambio, el Papa actual ha aceptado la palabra Cruzada aplicada a la guerra española y ahora está jugando papel doble en la guerra mundial…

Por lo demás, María Fernanda le tenía viva simpatía al sacerdote y devoraba en
Amanecer
sus «Alabanzas al Creador». Decía de él que era un hombre culto y que había que cuidarlo y mimarlo con sumo cuidado. María Fernanda había visitado en varias ocasiones el museo, en compañía de Esther; el camarada Montaraz, nunca. Lo que le reprochaba María Fernanda a mosén Alberto era su exceso de catalanismo. Ahora mismo estaba entusiasmado porque se había publicado el primer libro en catalán desde la guerra civil:
Rosa mística
, del reverendo Camil Geis. «Debería conocer usted mejor España, mosén Alberto. Da sorpresas… Seguro que cuando oye usted el nombre de Albacete en lo único que piensa es en las navajas cabriteras. ¡Dése un garbeo por allá, por la provincia y ya me dirá!». Mosén Alberto asentía. «Le doy la razón. Y me arrepiento de ello. Me doy cuenta de que mi catalanismo es alicorto, bajo de techo y que probablemente me impide tener de España una visión más realista; pero no puedo luchar contra esto. Cataluña, para mí, es el café-café. Me basta y me sobra para llenar mi vida, aparte, claro está, mi labor sacerdotal».

Mosén Alberto estaba contento porque acababan de nombrarle presidente de la Comisión de Monumentos Históricos de la provincia. «Estoy harto de que sólo se hable de Ampurias». Dolores le decía: «La calavera es de allí, ¿verdad?». «Sí, claro, de Ampurias… Pero también se ha muerto gente en otros lugares». Mosén Alberto no pararía hasta disponer de una calavera de la antigua Rodas, ilocalizable por el momento, y del poblado ibérico de Ullastret.

Continuaba ejerciendo de abogado del diablo en el proceso de beatificación de César, en dura pugna con el padre Forteza, que hacía de vicepostulador. Había momentos en que mosén Alberto se daba por vencido. No encontraba en el «místico» César ningún fallo. Ni un acto de vanidad, ni una mentira, ni una omisión. Y por si algo faltaba, Dolores le contaba que muchas veces había encontrado a César en el museo, brazos en cruz y que se dio cuenta de que las propinas que le daban los visitantes iba a depositarlas en los cepillos de la iglesia. Por cierto, que Carmen Elgazu, a este respecto, no le dejaba en paz. Sobre todo desde que los Alvear tenían teléfono, Carmen Elgazu le llamaba un día sí y otro también. «¿Qué? ¿Ya le ha encontrado algún pecadillo a mi hijo?». Mosén Alberto sonreía. «De momento, no. Pero todo se andará». Carmen Elgazu bombardeaba igualmente al padre Forteza. «¿Qué? ¿Ya se ha enterado usted de que mi hijo iba al hospital a dar sangre? ¡Pues pregunte y verá!».

Las monjas adoratrices no querían más sacerdote que mosén Alberto. Lo preferían al padre Forteza, no sabían por qué. Las confesaba, les decía misa y se ocupaba de que tuvieran lo necesario para dedicarse sin más a la vida contemplativa. Mosén Alberto era hombre de acción y admiraba a aquellas mujercitas que se pasaban la vida ante el crucifijo y el Santísimo Sacramento, turnándose día y noche.

Por otro lado, seguía con atención el estudio antropométrico del Santo Sudario de Jesucristo, que tenía lugar en Turín, a cargo del profesor Viola, de la Universidad de Bolonia. Mosén Alberto era más bien escéptico en cuanto a los resultados. También ponía en cuarentena que san Pedro de Mezonzo, gallego, obispo de Iria Flavia en tiempos de Almanzor, compusiera la Salve. Él estaba convencido de que la compuso san Agustín.

Un fallo en su haber: mosén Falcó le destrozaba los nervios.

Su fanatismo iba más allá de toda medida. «Es la viva encarnación del nacional-catolicismo de muchos obispos españoles, que puede compararse a una epidemia». Y al decir esto se acordaba de que el obispo doctor Gregorio Lascasas había ordenado preces a santa Teresa, patrona de Intendencia, para acabar con la escasez de alimentos; de que en Ciudad Rodrigo acababan de encontrar, dentro de una arqueta, nada menos que un eslabón de la cadena de san Pedro; y que cinco prelados acababan de prestar juramento de fidelidad a Franco: los de Salamanca, Barcelona, Jaén, Urgel y Ciudad Real…

En cambio, aplaudió la iniciativa del padre Forteza de inaugurar en la Biblioteca Municipal una exposición de fotografías de los Santos Lugares, cedidas por los franciscanos. Puede decirse que desfiló toda la población, incluidos los seminaristas, pelados al rape: la Vía Dolorosa, el Santo Sepulcro, Getsemaní, el Tabor, Nazaret, etc., se hicieron carne viva en Gerona. Incluso María Fernanda se emocionó y entonces mosén Alberto le dijo a Ángel: «¿Te das cuenta?». «¡Claro! —contestó Ángel—. Si existe alguna verdad, cosa que ignoro, no está en Roma, ni en el palacio episcopal de Gerona: está en Jerusalén».

* * *

La guerra en Italia parecía decidida a favor de los aliados. Montgomery había cruzado el estrecho de Messina sin encontrar resistencia. Poco después, los americanos y los ingleses ocuparon Nápoles. La situación de la ciudad era espantosa. Los alemanes, antes de huir, habían saboteado el puerto, incendiado los barrios bajos, haciendo saltar las canalizaciones de agua y electricidad, destruyendo hasta las fábricas de
spaghetti
.

Entonces se produjo la reacción de los napolitanos, siempre imprevisibles. Especialmente los jóvenes, recibieron a los aliados como a «liberadores», se olvidaron de cantar
Giovinezza
y vitorearon a las tropas, que les repartían cuanto llevaban. Aquello era un jolgorio, una fiesta. Mediante toda suerte de argucias los chavales robaban cuanto podían y, sobre todo a los ingenuos soldados norteamericanos, les desvalijaban o les armaban un lío tremendo con los cambios de moneda. Cada combatiente aliado tenía cuatro rapaces napolitanos alrededor. Empezaron a venderles reliquias, antigüedades. Uno de ellos, a un sargento negro gigantón le vendió las tibias de san Pedro; otro, una imagen de la Virgen de cuatro siglos antes de Cristo.

El día 3 de septiembre los generales Castellano y Zanuzzí habían obtenido la autorización para capitular, cuatro años después, casi día por día, del primer toque de guerra. La noticia, de momento, permaneció en secreto. En Roma, el gobierno real había vivido con inmensa angustia el extraño período de la capitulación secreta, lo mismo que Badoglio. Ya no les quedaba a los autores de ese golpe de escena más que salvar la pelleja. El rey, la reina, la familia real y el mariscal Badoglio y ministros y millonarios abandonaron precipitadamente sus palacios. El destino de la monarquía de Saboya era sombrío. El rey no tenía más que el uniforme que llevaba puesto y la reina estaba privada de cualquier bebida fresca.

Simultáneamente, continuaban los bombardeos sobre Roma. El Papa, rodeado y seguido por una fervorosa multitud, visitaba los lugares siniestrados y de rodillas en el suelo rezaba el Padrenuestro y el
De Profundis
. Hasta que, confirmándose los temores de Carmen Elgazu, una bomba cayó sobre el propio Vaticano, causando daños en el taller de mosaicos, en el jardín, en la estación de radio y en algunas vidrieras de la basílica. La emisora se dedicaba a dar referencias de los prisioneros de uno y otro lado. ¡Válgame Dios! Otra vez incontables telegramas del mundo entero, entre ellos uno del Caudillo al cardenal Segura: «Besóle la Sagrada Púrpura», que el camarada Montaraz no supo cómo interpretar.

El día 9 de septiembre, Italia capituló incondicionalmente. Eisenhower y Badoglio firmaron el armisticio. Se constituyó en la frontera alemana, donde se encontraba Mussolini, un «Gobierno Nacional Fascista» que proseguiría la lucha al lado de Alemania. Nadie se tomó en serio esta tentativa y Manolo comentó: «Son los últimos coletazos».

Todo aquello repercutió en Gerona de una manera directa. Mosén Alberto, en el fondo, respiró. En un momento determinado temió que toda Italia, con sus innumerables obras de arte y arqueológicas, fuera destrozada, que no quedara piedra sobre piedra. Si la rendición era un hecho real y Mussolini no se empeñaba en hostigar al enemigo, podían salvarse Bernini, Miguel Ángel, Leonardo da Vinci y tantos y tantos genios. Al padre Forteza le hubiera dolido especialmente Venecia. Estimaba que Venecia era la alegría de vivir, lo romántico a flor de piel, muestra única de la fantasía de los hombres. El padre Forteza continuaba fiel a su temperamento. Por eso no le gustaba
Camino
, el librito del Opus Dei, y así se lo decía a Sebastián Estrada:

«
Camino
es un libro apocalíptico y a mi juicio la religión debe de ser alegre».

Los pro aliados, en Gerona, no podían ocultar su satisfacción y el camarada Montaraz se sentía impotente. «No puedo arrestar a la gente porque sonrían al saludarse». Mala racha la del gobernador y muchas preocupaciones en Madrid, corroboradas por el ministro Girón. «El cachalote monárquico se mueve más que nunca». Era verdad. Veintiséis procuradores, encabezados por el duque de Alba, escribieron al Caudillo exigiendo la restauración monárquica. Franco los destituyó de manera fulminante. Poco después, la misma petición fue formulada por varias de las máximas jerarquías castrenses y esto parecía todavía más serio: los generales Varela, Ponte, Orgaz, Kindelán, Monasterio, Dávila, Solchaga y Saliquet… Es decir, casi los mismos que dieron a Franco el mando político en el aeródromo de Salamanca en septiembre de 1936. ¿Qué ocurriría? No ocurrió absolutamente nada. Franco fue llamándolos uno por uno y convenciéndoles de que no era todavía el momento adecuado para una sustitución en la cumbre. «Cuando el momento llegue llevaré a cabo la restauración».

El camarada Montaraz había roto docenas de cacahuetes discutiendo con su propia esposa, María Fernanda, con «La Voz de Alerta» y la condesa de Rubí, con Manolo y Esther, con el notario Noguer, con el profesor Civil… Lo malo era que a ninguno de ellos podía declararlos «desafectos». Simplemente, estuvieron al lado de Franco, incondicionalmente, mientras duró la guerra, pero entendían que ahora debía dejar paso a un sistema político que no se hubiera comprometido nunca con el Eje. El fantasma de la División Azul —los divisionarios de la segunda ola también estaban a punto de regresar—, continuaba flotando en las mentes de los jefes aliados, especialmente en la de Stalin, que se estaba perfilando como el amo del cotarro.

—Mateo, ¿tú te esperabas esto? ¡El Caudillo! ¿Quién es el guapo que se atreve a darle consejos?

—Pues, ya lo ves… Veintiséis procuradores, ocho, generales y buena parte de la población.

—Eso es una traición en toda regla —el camarada Montaraz se acariciaba la cicatriz del rostro—. Precisamente en el momento en que se conocen algunas cifras exactas: trece millones de rusos muertos o heridos, cinco millones de prisioneros, cuarenta mil cañones y treinta y cuatro mil carros blindados… Además, grandes obras en toda España e incluso la promesa de hacer navegable el Manzanares.

Other books

We Speak No Treason Vol 1 by Rosemary Hawley Jarman
Twin Guns by Wick Evans
Daryk Warrior by Denise A. Agnew
Sons of Fortune by Malcolm Macdonald
Waking Elizabeth by Eliza Dean
Fear Is the Rider by Kenneth Cook
And One Last Thing... by Molly Harper