Los hombres lloran solos (36 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Los hombres lloran solos
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Ana María se contagió del ambiente y gritó también: «¡Franco, Franco, Franco!». Ignacio se dio cuenta, pero se calló. También él había combatido por aquel hombre, a las órdenes de aquel hombre que ahora consideraba que España era su feudo personal. Así que, mutis y aguantarse. Lo que ocurría era que al verlo físicamente, tan pequeñito —¿sería verdad que de niño le llamaban Cerillita?—, Ignacio no acertaba a comprender que tantos millones de súbditos le pertenecieran. A su ver, cada día que pasaba era un milagro. «¡Bastaría dispararle con un revólver un tiro en la sien!». Y Franco, al Rastro definitivo, que no al Rastro de mentirijillas. ¿Qué estaba haciendo José Alvear, por las cercanías de la frontera y matando guardia civiles? ¿Qué hacían Cosme Vila y la Pasionaria en una emisora? ¿Y Julio? ¿Y David y Olga? Qué poca cosa, qué cosa más endeble era una vida humana. Acaso fuera verdad que el Caudillo era un semidiós inasequible.

Aquello duró cinco minutos, nada más. Se fueron los motoristas, se fueron los legionarios, los automóviles negros. Ana María agarró del brazo a Ignacio. «¡Ignacio… me he emocionado! He recordado que este hombre nos salvó cuando la guerra civil». Ignacio le acarició la cabeza. «Es verdad, Ana María… Es verdad». «¡Qué suerte hemos tenido!». «Sí, es cierto, este número no figuraba en el programa… Habíamos venido a Toledo para visitar la casa del Greco».

—Podríamos ir ahora…

—No me apetece. Estoy sudando a mares. Y la barriga me duele desde que, en el tren Barcelona-Madrid, fui al retrete porque tenía ganas de orinar…

* * *

Regresaron a Madrid y permanecieron cuarenta y ocho horas en el hotel Bristol. Acudió el médico, le recetó a Ignacio unas grageas y le ordenó que bebiera grandes cantidades de agua. «Una diarrea estival… Sin importancia. No coma nada hasta pasado mañana».

Ignacio tuvo uno de sus raptos de cólera. Se hubiera dado de cabeza contra la pared. Luna de miel, y diarrea estival… «¡Franco, danos grandes cantidades de agua!». Ana María le cuidó como si fuera un crío, como si fuera su primer hijo. Ni siquiera quiso ir al teatro o al cine. Le trajo periódicos y revistas. Los periódicos decían, en grandes titulares: «Franco en Toledo. Las campanas voltearon en su honor». Ignacio no oyó las campanas. Sería que ya le dolía la barriga… Ana María le trajo «La Codorniz» y aquello —sobre todo, don Venerando— fue un bálsamo tan milagroso como el
fungus
.

* * *

Una vez repuesto se fueron a la Ciudad Universitaria, donde más o menos Ignacio calculaba que, de la mano de José Alvear, se había pasado a la «España Nacional». No dio con el lugar. Todo había cambiado. Ya no había trincheras, ni túneles, ni morteros. La Ciudad Universitaria empezaba a florecer. «Vámonos… Pero aquí me jugué el pellejo».

Visitaron también Segovia y Ávila y se volvieron a Gerona. El calor les había aplastado, aparte de que Ignacio notaba la resaca y que se había acabado el presupuesto. Les sobró para hacer el viaje de retorno en avión. Ninguno de los dos había volado jamás. Recordaron el comentario de Eloy: «¡Ahí va! España es un desierto…» Efectivamente, lo era. Harían falta muchos embalses para reverdecer aquello, para que la tierra diera sus frutos como en tiempo de los árabes. «Lo que ocurre es que, según Jaime, construyen embalses donde no llueve nunca». «Eso es una bobada», replicó Ana María.

En Gerona fueron recibidos como reyes, sin que nadie se enterara de la diarrea estival. La ratita articulada se paseó por el comedor del piso de la Rambla, ante el entusiasmo de Eloy y las carcajadas de Matías. Entretanto, Carmen Elgazu miraba fijamente a Ana María y pensaba para sí: «Sí, no hay duda. Ana María es ya una mujer».

Capítulo XVI

LLEGARON DÍAS ACIAGOS para el general Sánchez Bravo, quien ante el mapamundi debía cambiar constantemente de sitio sus banderitas. Nebulosa le observaba en silencio y doña Cecilia, viendo tan serio su semblante, le preguntaba: «¿Ocurre algo malo?». Ocurría que en aquel verano de 1943 los generales alemanes se quedaron estupefactos al evaluar las fuerzas rusas, que calculaban en 513 divisiones de infantería, 41 divisiones de caballería, 209 brigadas mecanizadas o blindadas. Rusia se había desangrado terriblemente, y de ahí que Hitler considerara que estaba agotada; pero su capacidad de reacción era fabulosa. El propio Goebbels le confesó a Guderian que había que considerar que los rusos podían llegar a Berlín. «Nosotros debemos pensar en envenenar a nuestras mujeres y a nuestros hijos».

Por fortuna, el encargado de la fabricación de armamentos en Alemania era un genio, Albert Speer. Consiguió que trabajasen catorce millones de hombres, en artillería, carros de combate y aviación. Y sobre todo, en el «arma secreta», la V-I y la V-II, que sería seguramente decisiva.

En ese verano de 1943 Alemania sacó más fuerzas de flaqueza que en los momentos de mayor expansión. Sin embargo, los rusos hacían más aún. El doble que la producción alemana. Además, la lucha de los «partisanos», con sus escaramuzas en la retaguardia, era mortal. Comenzaba la gran retirada de Ucrania.

El 25 de septiembre los rusos alcanzaron el Dniepper. Momento conmovedor. Dos años antes, los soldados alemanes se habían sentido llenos de emoción, casi de vértigo, al abrazar con la mirada la inmensidad del río, y más allá la llanura infinita.

Un día antes habían recuperado Smolensko. La ocupación tenía su símbolo, puesto que significaba que Moscú estaba definitivamente salvado y era la primera vez que el cañón de la victoria sonaba en la capital.

A continuación, tomaron Kiev. Los oficiales alemanes se preguntaban por qué no se había construido una línea de defensa sólida. Hitler no quería oír hablar de eso. «Si se cuenta con una línea defensiva sólida, sólo se piensa en retroceder hasta esa línea y yo lo que quiero es avanzar».

Por otra parte, en el frente italiano la cosas andaban peor todavía. Aparte de que el desembarco en Sicilia fue un paseo militar, se había bombardeado, en efecto, Roma, ¡por dos veces consecutivas! En la primera, quinientos bombarderos volaron sobre la ciudad dejando caer toneladas de bombas sobre los barrios populares de San Lorenzo. La conmoción en el mundo —y en Gerona— fue tremenda. ¿Qué ocurriría con el Vaticano? De momento, estaba intacto. ¿Pero hasta cuándo? El Papa pidió a la cristiandad rogativas para la paz, cosa que, según Ángel, el hijo del gobernador, y los hermanos Costa, no había hecho mientras el Eje ganaba la guerra. Inmediatamente se movilizaron los fieles y enviaron al Vaticano millares de telegramas, entre los cuales había uno de Carmen Elgazu. Era el primer telegrama de su mujer que Matías cursaba desde que estaba en Telégrafos. Casi le emocionó. «Aquí en Gerona rezamos por la paz y por la salvación del Papa y de Roma». También enviaron telegramas «La Voz de Alerta» y el doctor Andújar y, ¡cómo no!, el obispo, doctor Gregorio Lascasas, quien le había confiado a Agustín Lago: «Las cosas andan mal. Presiento una catástrofe sin precedentes».

Mosén Alberto tuvo que consolar a Carmen Elgazu.

—No llores, mujer… Confía en la providencia. No sé lo que va a ocurrir, pero el Vaticano se salvará. Allí están las reliquias de san Pedro, que desviarán las manos destructoras.

Carmen Elgazu le rezaba a César para que interviniera, junto con las reliquias de san Pedro. Le parecía que a César lo tenía más a mano.

—Mosén Alberto, siempre lo he dicho y en casa se reían de mí. ¿Verdad que los que bombardean Roma son los protestantes?

Mosén Alberto titubeó.

—Pues, en cierto sentido, sí…

—Claro… Mi instinto no miente. Si lo sabré yo.

Las rogativas en Gerona llegaron incluso a organizar Vía Crucis, capitaneados por mosén Falcó, en las capillas que ascendían detrás de las murallas y que normalmente sólo eran utilizadas por Semana Santa. Carmen Elgazu movilizó a Matías, a Pilar, a Manuel Alvear —seminarista— y a Eloy; Mateo se excusó aludiendo a su cojera e Ignacio, simplemente, dijo: «Lo siento, mamá, pero tengo trabajo».

Si Carmen Elgazu hubiera recibido información del general Sánchez Bravo todavía hubiese llorado más. Mientras los ingleses se dirigían hacia Catania, el rey de Italia, el pequeño rey, Víctor Manuel III, proseguía sus intrigas cautelosas con el mariscal Badoglio y otros mussolinianos caídos en desgracia. Había dos corrientes: los que querían retirar a toda costa a Italia de la guerra y los que querían solidarizarse a vida o muerte con Alemania. Fanáticos fascistas recorrían las provincias de Italia proclamando que la patria estaba en peligro y lanzando la consigna:
o victoria o muerte
. Algunos aceptaban, otros rehusaban. Entre estos últimos se encontraba Ciano.

La desbandada de Sicilia había provocado las iras del Führer, quien pidió que se sometiera a acusación al almirante Leonardi, responsable de la defensa de la isla. Se enviaron refuerzos, pero en pequeña escala, pues se temía una traición. Hitler le preguntó a Rommel si conocía algún fascista capaz de ofrecer resistencia y de salvar la cooperación italogermana. Rommel contestó en el acto: «No existe tal italiano…»

Hitler y Mussolini se entrevistaron —ambos envejecidos hasta causar espanto—, e Hitler le repitió una vez más que el «arma secreta» tantas veces anunciada era una realidad; que, en efecto, se llamaría V-I y V-II; y que por sí sola daría el vuelco a la situación. «Lo que ocurre es que cada día que pasa es un día más y tenemos que esperar todavía unos meses para tenerla a punto».

Este plazo fue suficiente para condenar a Mussolini. El Gran Consejo Fascista, acaudillado por Ciano, Grandi y De Bono, le dijeron al Duce que dejara en manos del rey el gobierno de las fuerzas armadas. Ello significaba el desmoronamiento del régimen fascista. Se pasó a votación y la unanimidad en contra de Mussolini le asestó a éste el golpe de gracia. Disuelta la reunión, Mussolini se dirigió a ver al rey, para exponerle sus argumentos. El rey le replicó: «Usted es el hombre más detestado de Italia. Yo le quiero mucho. Se lo he probado defendiéndole en numerosas ocasiones. Pero esta vez tengo que pedirle su dimisión…»

A la salida, el coche de Mussolini ya no estaba. Le esperaba otro, una ambulancia, al mando de un capitán de carabineros, que condujo a Mussolini hasta el cuartel de Vía Legnano. Horas después, tres comunicados anunciaron al mundo la caída de Mussolini. El estremecimiento fue general. El camarada Montaraz, el general Sánchez Bravo, Mateo y Marta estaban desorientados. ¡Cómo se precipitaban los acontecimientos! Y Radio Londres martilleando sin cesar e informando de que los basureros de las calles romanas empujaban a las alcantarillas millares de insignias del Partido Nacional Fascista.

Hitler se enteró con furor de la noticia. «Ahora los italianos me van a decir que continúan en guerra. Naturalmente, será mentira. Van a negociar con los ingleses».

Entretanto, los bombardeos aliados proseguían implacablemente contra Alemania. Era la operación llamada «Pointblank». Sistemática destrucción de las ciudades enemigas. Berlín fue bombardeada por primera vez con bombas incendiarias. Dusseldorf quedó medio destruido. Hamburgo fue la gran víctima del verano. Las bombas de fósforo abrasaban el asfalto de las calles. Más de un millón de habitantes estaban sin refugio: la serie de fugitivos, muchos de ellos quemados, locos o ciegos, constituían un espectáculo impar. Simultáneamente eran bombardeadas ciudades italianas: Milán, Turín, Roma otra vez. Se presentía que Italia se rendiría sin condiciones y se pondría del lado de los aliados.

* * *

Aquellas noticias, dramáticas de por sí, al margen de las ideas o inclinaciones de cada cual, aguaron un poco la felicidad de Ignacio y Ana María, instalados ya en la avenida Padre Claret. Faltaba poco para que el piso estuviera al completo: la habitación-despacho de Ignacio, en la que éste se disponía a leer y a estudiar. Las reproducciones cubistas de Picasso parecían simbolizar la rotura que se producía en el mundo. Todo tenía varias caras o éstas podían ser vistas desde ángulos distintos. La propia Ana María no era la misma cuando decía «te quiero» que cuando decía: «Ya me explicarás con calma eso del budismo». Ana María hablaba así porque Ignacio continuaba en sus trece, alentado por Jaime, quien le proporcionaba bibliografía abundante: las religiones orientales le interesaban y de momento, y pese a que Gandhi acababa de ser detenido por los ingleses, estudiaba con ahínco el budismo, porque se notaba ambicioso en exceso y leyó que el budismo se basaba en «el bloqueo de las propias concupiscencias».

Ana María le objetaba que no hacía falta irse a Asia para descubrir aquello. Cristo legó para siempre el Sermón de la Montaña, en el que se decía: «Bienaventurados los pobres de espíritu…». «Bienaventurados los que sufren hambre y sed…», etc. Ignacio movía la cabeza. «No es lo mismo, pequeña, no es lo mismo. Ya te explicaré. Y para empezar, toma nota de que Buda les habló a sus discípulos más de cinco siglos antes que Cristo».

* * *

En el café Nacional la tertulia de siempre continuaba. Desde la boda de Ignacio, Matías debía soportar muchas bromas. «Que si tal vez cigüeña doble —alusión al embarazo de Pilar—, que si tal y que si cual». Matías encajaba como Paulino Uzcudun e informaba a sus colegas de que en Barcelona se había fundado, totalmente integrado por mujeres,
el Club de las Pocas Palabras
.

Anecdotario semanal: «Se declara de interés nacional la repoblación forestal de Las Hurdes». Ésta fue la aportación de Galindo. «Ha sido puesta de largo la unigénita hija del duque de Alba. Fiesta en el Palacio de las Dueñas. Cuerpo diplomático, nobleza, autoridades, jerarquías, etc. La gentilísima María del Rosario Cayetana Fitz-James Stuart Silva Falcó y Gutubay, heroína de la fiesta, es desde ayer la XI duquesa de Montoro. Vistió por primera vez galas de mujer. Los colonos obsequiaron a la nueva duquesa con mantones bordados a mano, mantillas y peinetas. Ella estrechó la mano uno a uno»: aportación de Carlos Grote. Inventos: «gafas de sol con espejo retrovisor, para estar al tanto de quién puede seguirnos»: aportación de Marcos, quien prometió comprarse tales gafas. Matías le dijo: «Pero, ¿quién te va a seguir a ti? Mejor que se las compres a Adela…» Jaime el librero informó de que aquel año era el centenario del nacimiento de Pérez Caldos, y que a raíz de ello sus novelas y
Episodios Nacionales
se vendían, naturalmente, bajo mano, como rosquillas.

Hablaron de las medicinas que tomaba cada cual. Matías tomaba ahora depurativo
Richelet
. Galindo dijo, señalando un anuncio de
Amanecer
: «¿Sufre usted de la orina? Jugos de plantas Bostón». Grote quiso deslumbrar a la concurrencia. «Contra las ladillas, aceite inglés. Parásito que toca, muerto es». Jaime, que tenía estrías en las manos —tal vez por el contacto con libros antiguos—, se aplicaba «pomada marca Moncho».

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