Los hombres lloran solos (63 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Los hombres lloran solos
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El día 28 trajo un nuevo desgarrón: un comunicado de la agencia Reuter reveló que Himmler había tratado de negociar, por mediación del conde de Bernadotte, la rendición del Reich a cambio de la sucesión de Hitler. Éste clamó: «¡Otro traidor!». Eva Braun no tuvo más que un suspiro: «¡Pobre Adolfo! ¡Todo el mundo le traiciona!».

El día 29 tuvo lugar la boda de Eva Braun e Hitler. Los testigos fueron Goebbels y Bormann. El funcionario del registro civil se llamaba Walter Wagner. La escasa corte, una decena de hombres, tres o cuatro mujeres, entre las cuales se encontraba la cocinera vegetariana de Hitler, Manzialy de nombre, desfilaron ante los recién casados. Éstos se retiraron luego para un desayuno nupcial y luego Hitler dejó a su mujer y se encerró con su secretaria, Frau Junge, en la celda que le servía de gabinete de trabajo. Dictó su doble testamento, el político y el privado, los cuales habían de serle muy útiles al doctor Andújar para sus carpetas sobre la personalidad del Führer.

El testamento político era un alegato y una maldición. Hitler se defendía de haber querido la guerra y hacía responsables de su pérdida a los oficiales cobardes y traidores. Estigmatizaba a Goering y a Himmler; designaba su sucesor: el almirante Dóenitz y se ocupaba de los principales puestos del Estado. Concluía con un grito de odio: el pueblo alemán debía mantener con todo su rigor las leyes raciales y de manera implacable «contra los envenenadores de todas las naciones, los judíos».

En su testamento privado, Hitler legaba todos sus bienes personales al Partido; si el Partido no existía, al Estado; si el Estado también era destruido, «toda disposición sería superflua». Pidió que las obras de arte que había reunido constituyesen un museo en Linz, su ciudad de origen. Explicó su matrimonio. Tras de muchos años de sincero afecto, Eva Braun había decidido libremente compartir su camino hasta el fin y él había querido llevarla consigo como su mujer a la gran partida. «Mi mujer y yo hemos decidido morir para evitar la vergüenza de una captura. Queremos que nuestros cuerpos sean inmediatamente quemados en el lugar donde, durante doce años, he cumplido la mayor parte de mi esfuerzo al servicio de mi pueblo».

Goebbels quiso seguir el ejemplo. Redactó lo que él llamó un apéndice al testamento político de Hitler. «En el torbellino de traiciones que rodea al Führer, debe haber al menos un hombre que siga a su lado, incondicionalmente fiel hasta su muerte. Pasaría el resto de mis días considerándome un traidor despreciable y vulgar si obrara de otro modo». Goebbels, pues, declaró que se quedaría en Berlín hasta el final, poniendo fin a su vida ya sin objeto. Su mujer compartió su decisión, en lo que la concernía y en lo que concernía a sus seis hijos, demasiado pequeños para poder pronunciarse por sí mismos. No era concebible para ellos ninguna existencia fuera del nacionalsocialismo; morirían con su muerte.

Hitler declinó toda proposición de posible huida, por lo demás harto inverosímil. No quedaba más que morir. Ya había dado orden de suprimir a su perra alsaciana, Blandí, signo indudable de su resignación.

Al comienzo de la noche, Hitler se despidió de sus secretarias, excusándoles de no darles como último recuerdo más que un poco de veneno y lamentando no haber tenido generales tan fieles como ellas. Fuera había oficiales y gentes de las SS que se levantaban la tapa de los sesos, algunos en medio de festines últimos con champán y mujeres.

Hitler todavía almorzó. Estaba en la mesa, en el paso central del bunker, mientras su chófer, Erck Kempka, ayudado por cuatro soldados, transportaba al jardín de la cancillería los 180 litros de gasolina que debían servir para poder carbonizar su cuerpo y el de Eva. Se reunió con su esposa en la celda donde ella se había quedado durante la comida, volvió a salir con ella y pasó ante Goebbels, Bormann, Kregs, Burgdorf, Naumann y algunos subalternos y secretarias. No hubo manifestaciones oratorias; sólo silenciosos apretones de manos. En ese momento los rusos no estaban ni a cien metros del bunker.

Adolfo Hitler y Eva Braun volvieron a su apartamento. Se oyó una detonación. Hitler se había disparado con un revólver en la boca. La señora Hitler había muerto silenciosamente con un sello de veneno. Sus cadáveres fueron incinerados. Pocos días después, el 7 de mayo, el general Jold, en representación del almirante Dóenitz, firmó con el general Eisenhower la capitulación de Alemania.

* * *

En Berlín cesó el estrépito de la batalla. Multitudes lívidas salieron de los refugios. Lo que vieron era espantoso. Las ruinas eran las más extensas que nunca hubiera acumulado el furor de los hombres. Los rusos, dueños de aquella situación, hicieron lo que les vino en gana. Las mujeres quedaron entregadas al ultraje del vencedor. Asimismo llegó la orden de transportar las fábricas berlinesas a la URSS. El desmontaje llegó cuando aún se luchaba.

Ahora bien, entregado Berlín y firmada la capitulación de Alemania, quedaban aún muchos ejércitos alemanes en pie de guerra. Ocupaban Noruega, Dinamarca, la mayor parte de Holanda, incluidas Amsterdam y Rotterdam. En Francia, grandes extensiones. En el Mediterráneo, posesiones tan lejanas como Rodas y Creta. Toda Checoslovaquia. Tres millones de soldados alemanes estaban aún en armas desde el cabo Norte hasta el mar Egeo. Los refugiados agravaban la situación. Sumaban, quizá, siete millones.

El mariscal Keitel firmó la rendición sin condiciones de todos los ejércitos del III Reich. Poco después, varios generales alemanes se suicidaron. Himmler acabó por entregarse a un puesto inglés, pero en el momento de iniciarse el cacheo masticó una pastilla de cianuro y cayó rígido. La guerra en Europa había terminado. Sólo continuaba en Asia, donde la situación del Japón seguía siendo impresionante.

* * *

En Gerona se vivieron aquellos acontecimientos —se tuvo noticia de ellos— poco a poco y con la natural confusión. Resultó curioso que, excepto los directamente afectados y los germanófilos a ultranza, que formaban legión, el resto continuó con sus labores habituales, como si nada ocurriera. La costumbre había puesto una coraza en muchos hogares y en muchos corazones. La gente sólo se preguntaba qué iba a ocurrir a partir de ese momento, pero sin exceso de curiosidad. Muchos barruntaban que se acercaban días peores —el bloqueo del Régimen español—, otros intuían, casi supersticiosamente, que Franco se saldría con la suya y se mantendría en el poder.

Mateo se pasaba el día yendo y viniendo de un lado para otro, con su cojera a cuestas. Coincidía con «La Voz de Alerta» en la redacción de
Amanecer
. Mateo copiaba muchas noticias del periódico
Arriba
, órgano oficial de Falange, según el cual —los militares habían hecho los debidos cálculos—, la ocupación de las zonas asiáticas en poder del Japón y la del Japón mismo, costaría a los aliados 500.000 muertos.

—No es profetizando cifras de muertos como tranquilizarás a la población —le decía «La Voz de Alerta» a Mateo.

—No se trata de tranquilizar a nadie, porque en España no va a pasar nada —replicaba Mateo—, pese a los pronósticos de Núñez Maza. Se trata de que vivan de realidades los que festejan la victoria, que en definitiva es la victoria de Rusia, no sólo por el tratado de Yalta, sino por haberles entregado Berlín.

Ésta era la clave de la cuestión, que el camarada Montaraz veía también con claridad. Rusia, la gran vencedora. Cien millones de europeos ofrecidos graciosamente a sus garras, que no iban a soltar un solo palmo de terreno.

—Churchill y Roosevelt subestimaron siempre el peligro comunista —argumentaba el gobernador—. Y ahora Truman otro tanto. Con el tiempo abrirán los ojos, pero ya será tarde. Da la impresión de que Churchill está cansado de tantos años de lucha. Cansancio de consecuencias incalculables, como la historia demostrará…

Por las calles no se notaba el menor cambio. Además, era primavera. La palabra mágica por excelencia. La Semana Santa quedaba atrás y la naturaleza festejaba la resurrección del Señor, según palabras del obispo, doctor Gregorio Lascasas. Alfonso Reyes estaba tranquilo. Sólita, en la consulta del doctor Andújar, también pese a que el número de «neuróticos» había aumentado de forma considerable, tal vez debido al vapuleo informativo. Lourdes, la mujer de
Cacerola
, dio a luz un hermoso varón, ¡sin la menor lesión en los ojos!
Cacerola
fue a San Félix y besó la urna del Cristo yacente y, luego, invitó a todos los clientes de la fonda Imperio a brindar con él. Santiago Estrada, alegre por temperamento, que, cumpliendo su promesa llevaba todavía la gorra de marino, tocó la guitarra. Tenía una alumna: Ana María. Ésta se había decidido por fin a aprender a tocar el instrumento, a la vez que Esther le daba clases de inglés y Eva de alemán. Ignacio sonreía. Sonreía feliz viendo que Ana María no había perdido un ápice de curiosidad y ganas de superarse. Todo aquello era la compensación de no existir en Gerona la posibilidad de estudiar para bibliotecaria.

Tal vez Eva fuera la mujer más feliz de Gerona, aunque lo disimulaba. De cuerpo enclenque, incluso se cambió de peinado —peluquería Charo— y se colocó pestañas postizas, que arrancaron de Moncho una sonora carcajada. Eva estaba contenta por el derrumbamiento de Hitler y de todo lo que él representaba. Por culpa del Führer ella se había quedado sin familia y habían muerto —y morirían aún— millones de seres humanos. Lástima no haberlo podido juzgar. Por lo visto una serie de grandes responsables, empezando por los mismísimos Goering y Bormann, habían caído prisioneros. El Führer se disparó en la boca, en aquella boca que había hipnotizado a todo un pueblo considerado culto, especialmente a la juventud, que se le entregó totalmente.

Hubiérase dicho que Eva había perdido la timidez, que se abría a un mundo nuevo y hablaba ya un castellano bastante correcto, si bien con un acento alemán que resultaba gracioso al oído. Ana María estaba encantada con ella. Eva le proporcionaba muchos datos. Por ejemplo, que Pétain había solicitado regresar a Francia para ser juzgado. Que en Madrid desfilaron gran número de personas por la embajada alemana a firmar en los pliegos de pésame por la muerte del Führer; que el gobierno de Portugal había decretado dos días de luto por dicha muerte y que De Valera, en Irlanda, había expresado públicamente su pesar. Que, por el contrario, en Nueva York la alegría era indescriptible, habiéndose iluminado la antorcha de la estatua de la Libertad y considerándose el 8 de mayo como el día de la victoria de las Naciones Unidas en Europa. Que Jorge VI había pronunciado un discurso emocionante dirigido a la Commonwealth y que en Gibraltar se celebraban grandes festejos. Asimismo, Franco recibía felicitaciones de todas las corporaciones oficiales de España «por haber librado al país de entrar en la guerra» y en la catedral de Toledo se había celebrado por la misma causa un
Te Deum
de acción de gracias.

Pero la noticia que mayormente impresionó a Ana María fue que, según Eva, a medida que se ocupaban los territorios del Reich se iba conociendo la existencia de «campos de exterminio», sobre todo contra los judíos. Al parecer, el de Dachau y el de Belsen eran una pesadilla fuera de toda concepción humana, así como el de Auschwitz, si bien era muy presumible que la población alemana, por lo menos en su gran mayoría, no sospechara siquiera que existían tales campos. «En Auschwitz, además de los judíos, han perecido miles de gitanos, lo que sin duda dolerá a José Luis y Gracia Andújar».

Ignacio, al enterarse de esto, casi lanzó un alarido. Por influencia de Eva y de Moncho —y, naturalmente, de Manolo y Esther—, el muchacho había ido acumulando rencores contra Hitler y sus secuaces. Pero lo de los «campos de exterminio» colmó su indignación. Discutió agriamente con Mateo y también con el camarada Montaraz, quienes negaban toda verosimilitud a tales noticias. «Ahora los aliados se inventarán lo que les parezca». Ignacio replicó: «A mí me basta con ver la facha del cónsul Paul Günther para creer a los nazis capaces de todo».

Paz Alvear se subía por las paredes. No estaba tan aburguesada como hubiera podido pensarse. Quería secuestrar a Paul Günther o algo así. O envenenar a sus perros. La Torre de Babel le acariciaba la barbilla. «Hala, tozuda. Lo máximo que te permito es que vayas a depositar una corona de flores a la tumba de tu primo, José Alvear, que si ahora estuviera en Berlín alcanzaría el éxtasis».

Jaime, el librero, vio ante sí un porvenir espléndido. Supuso que las jerarquías españolas no tendrían más remedio que autorizar la venta de muchos libros prohibidos durante años. Por de pronto, el 2 de mayo se había celebrado una conferencia, a cargo de mosén Alberto, por el aniversario del nacimiento de Verdaguer y había anunciado en
Amanecer
la venta de sus Obras completas. Para despistar había sacado una fotografía del ramo de flores depositado ante el palacio episcopal, en el lugar donde estalló el artefacto y, debidamente ampliada, la exhibió en el escaparate.

Ángel, que efectivamente miraba a Marta de un modo muy particular, se sentía incómodo en casa, donde su padre, el gobernador, continuaba defendiendo a ultranza al III Reich, «el único que se había enfrentado al comunismo». Ángel se refugiaba en su profesión de arquitecto y en su afición al ajedrez y a la fotografía. No sólo había ya publicado con mosén Alberto la monografía sobre el arte románico en la provincia —que estaba obteniendo una excelente acogida—, sino que ahora se dedicaba a retratar niños. De los viejos y los locos había pasado a retratar niños… y bebés. De acuerdo con el doctor Morell, fotografiaba bebés en el preciso momento en que salían del vientre de la madre. A Sara, la comadrona, aquello no le hacía pizca de gracia. «Es una especie de masoquismo —decía—, pues los Ángeles al nacer parecen ranas untadas y pegajosas». Pero a Ángel le servía de experimento y además le desvelaba una importante parcela del misterio de la vida. Por lo demás, también retrataba niños ya creciditos y ufanos. A Augusto, el hijo de «La Voz de Alerta» y Carlota, le sacó una fotografía deliciosa, en el momento en que el niño, con un babero, se llevaba a la boca una cucharada de papilla. A César le quitó el chupete, le colocó un cigarrillo entre los labios y disparó. Fue éste el gran regalo primaveral para la familia Alvear. Pilar le preguntó bromeando: «¿Cuánto te debo?». Y Ángel estampó en su mejilla un beso tan rotundo que arrancó de Mateo un comentario alarmado: «¿Eh, qué pasa aquí?». También el niño de
Cacerola
le salió muy «majo». Lourdes acarició la cartulina y preguntó: «¿De qué color tiene los ojos?». «Azules», contestó
Cacerola
. Y el niño, que se llamaba Eladio, como su padre, rompió a llorar.

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