Los hombres lloran solos (60 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Los hombres lloran solos
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Gracia Andújar estaba nerviosa. Todo aquello era excesivo para sus entendederas. La muerte de la madre de José Luis le había llenado de congoja el alma. Pero también estuvo de acuerdo en no amortajarse el corazón. Además, estaba enamorada. Su padre apenas conocía a José Luis. Éste era cariñoso, sensato, con cierta tendencia al pesimismo, por sus teorías sobre el Maligno, sobre Satanás, pero capaz también de soltar grandes carcajadas cuando la ocasión se lo merecía. «Tiene el corazón alegre, eso es». Mosén Higinio la felicitó. «Habrás tenido tiempo de pensártelo, digo». «¡Pues claro que sí!». «¡Entonces, mañana ha de ser un gran día, faltaría más!».

Y lo fue, por descontado, pese a que planeaba sobre los asistentes, casi los mismos que estuvieron presentes en el entierro, la sombra de la muerta. El rostro de ésta se embelleció con el traspaso definitivo. ¡Había sufrido tanto! Irradiaba una gran paz. Marta le cerró los ojos y cruzó sus manos sobre el pecho. Y en el último momento colocó en el féretro todas las condecoraciones obtenidas por su padre, el comandante Martínez de Soria.

Todos los hermanos de Gracia Andújar estuvieron presentes en la ceremonia. Y «La Voz de Alerta» y Carlota. Y Manolo y Esther. Y Sólita. Mosén Higinio dio con las palabras justas que las circunstancias requerían. Se refirió a la «ausente», pero sólo de pasada. Más bien hizo hincapié en que la pareja humana era una de las más admirables obras del Creador, lo mismo si daba frutos como si no. El amor era algo en sí mismo, al margen de la procreación. Ni que decir tiene que Carmen Elgazu se escandalizó al oír tales palabras. También se escandalizó Carlos Andújar, del Opus Dei, pues las enseñanzas de monseñor Escrivá iban en otra dirección.

No se celebró guateque alguno, ni hubo jolgorio ni baile, sólo una comida íntima en casa del doctor Andújar, quien no cesó un momento de observar a su yerno, el cual, sin saberlo, obtuvo una excelente calificación. Doña Elisa cuidó de todos los detalles del almuerzo, al que mosén Higinio, siempre hambriento, hizo los honores debidos. El momento del brindis fue particularmente dramático, porque Gracia Andújar estuvo a punto de echarse a llorar. José Luis la asió de la mano y la consoló. «Anda, mujer, que la vida sigue y mañana estaremos en Madrid».

Y en efecto, así fue. Al día siguiente estaban en Madrid, en el hotel Bristol, que les recomendaron Ignacio y Ana María. Visitaron el Prado y El Escorial y dieron un paseo montados en un faetón. Y vieron toda clase de uniformes y toda clase de vendedores ambulantes. «Franco ha prometido hacer navegable el Manzanares». «Ahí apuesto a su favor. En cambio, se muestra incapaz de facilitar alimento al pueblo, y creo que esto es prioritario».

Córdoba les encantó. Sobre todo la mezquita, una de las maravillas del Islam. Por cierto, que Ignacio hablaba siempre de las religiones orientales y no mencionaba para nada el Islam. «Debería visitar esta mezquita y tal vez se lo tomara más en serio». El Cristo de los Faroles lo visitaron de noche. Era una noche sin luna, lo cual les traicionó. Recorrieron a pie largos trechos, pareciéndoles que se sumergían en la Edad Media. José Luis era noctámbulo, Gracia Andújar, diurna. A él le atraía el misterio, a ella, la luz del sol. «Si no nos ponemos de acuerdo sólo podremos estar juntos al alba y al anochecer, y la gente nos tachará de crepusculares».

Granada les hipnotizó. Su guía y mentor fue mosén Higinio. Sacerdote del Albaicín, ¡del Sacromonte! Era su gran condecoración. Mosén Higinio era un admirador de lo árabe, los únicos que habían entendido el significado del agua. Su libro de cabecera era la Biblia, pero también el Corán. Los llevó a las «cavas», como él las llamaba, para que Gracia Andújar, directora de ballet, se extasiase con el flamenco, con las zambras, con las sevillanas y demás.

En aquel ambiente —horadadas las rocas, todo encalado—, la muchacha se entregó. Dejó de pensar en la muerte, pese a los «quejíos» y al texto de las canciones. No era lo mismo ver bailar a las «faraonas» en su salsa que, solitariamente, al Niño de Jaén. Aquello formaba parte de un todo, empezando por el fulgor de las estrellas y terminando en las vasijas de barro. Allí había muerto García Lorca, quien habló mejor que nadie de aquella tierra y de los calamares borrachos. Mosén Higinio tuteaba a aquellas gitanas, que no tenían nada que ver con las que habían emigrado a Gerona. Éstas vivían del arte y algún día, cuando desaparecieran las guerras, sus ritmos serían escuchados en todo el planeta.

Una gitana, a la que llamaban Rafaela, les leyó la buenaventura. Era una mujer gorda, que nunca tuvo hijos pero que siempre parecía estar encinta. Repitió por tres veces «ay, ay, ay…», sobre todo al leer las rayas de la mano de José Luis. Vio espadas a mitad de camino. Vio la vida corta. En cambio, la mano de Gracia Andújar hizo que pidiera a los gitanos que tocaran la guitarra y bailaran un zapateado. «Hija, que veo aquí mucho deleite y mucho amor…» Gracia Andújar se rió. «Deleite», ¿y dónde estaba el amor si la vida de José Luis fuera corta? Mosén Higinio le dijo: «Rafaela, anda, ahí tienes un duro, uno solamente, que me huele que hoy no estás en contacto con el más allá».

Estas palabras fueron claves para lo que aconteció después. De regreso a la casa del sacerdote, éste, achuchado por José Luis, se despachó a gusto sobre el tema del Maligno, de Satanás. José Luis veía su huella en todas partes, en la muerte y en la vida, en los reyes y en los gitanos, en las putas y en las mujeres que despiojaban a sus hijos en la calle de la Barca y en aquel barrio de Granada. Y, naturalmente, en la guerra. El propio Hitler había dicho: «Si mis enemigos fueran demonios, también los vencería». Satán, en hebreo, significaba el Adversario, el Enemigo; en griego, el Diablo, es decir, el Acusador, el Calumniador. ¿Le era lícito a un cristiano odiar al enemigo? ¿Les era lícito, a los hombres honestos, calumniar al calumniador? Cristo, ejemplar divino del cristiano, habló con Satanás durante cuarenta días y recibió el beso de aquel en quien Satanás se había encarnado para llevarlo a la muerte.

—A veces pienso, mosén Higinio, que las verdaderas causas de la rebelión de Lucifer no son las que comúnmente se cree y que las verdaderas relaciones entre Dios y el Diablo son mucho más cordiales de lo que suele imaginarse.

Gracia Andújar se llevó las manos a la cabeza, pero, ante su estupor, vio que mosén Higinio sonreía.

—Más de una vez he pensado en eso, José Luis… Por desgracia, sólo vivimos de palabras y de traducciones de traducciones. Yo también creo que el Maligno existe, incluso que lo llevamos dentro y que pulula por ahí, en la actitud de los ricos, de los terratenientes y también en la actitud de un pueblo cansado e indolente. Estoy de acuerdo contigo y no me siento capaz de discutir. Ni quiero hacerlo. Mañana he de decir misa, he de decir «éste es mi cuerpo», «ésta es mi sangre» y no quiero que mis pensamientos sean impuros…

—¿Quién lanzó la primera bomba, mosén Higinio? —continuó José Luis—. Satanás. ¿Quién ha lanzado, desde entonces, millones de bombas? Satanás. ¿Cómo es posible, si Dios todo lo puede, que no impida esa hecatombe? El Mal y el Bien coexisten y no aceptarlo es andar a tientas por el mundo…

Mosén Higinio asintió.

—Pero yo no quiero creer en el infierno, aun a sabiendas de que si me oye el cardenal Segura me va a excomulgar.

—Si admitimos que Satán es la sombra de Dios, el infierno desaparece —agregó José Luis—. Si Dios es el Todo y Satán es lo contrario, Satán sería la Nada. Pero puesto que actúa sobre los vivos y sobre los muertos, resulta que la Nada debe de ser también algo…

Llegados aquí, Gracia Andújar intervino. El tema la crispaba. No se sentía capaz de meter baza, pero intuía que aquello no era un problema dialéctico y que podía dársele vueltas y más vueltas sin parar. Además, no era una cuestión demasiado adecuada para una luna de miel. Sería mejor que mosén Higinio les hablara del pequeño, o grande, mundo de los gitanos…

El sacerdote y José Luis sonrieron. Admitieron que Gracia Andújar tenía razón. Entonces mosén Higinio se despachó nuevamente a su gusto. Dijo que los gitanos constituían una comunidad difícil, que tampoco podía despacharse en términos dialécticos. La sociedad los marginaba, pero también se marginaban ellos de la sociedad. En términos universitarios eran analfabetos, pero poseían una sabiduría antigua, sin duda milenaria, que se remontaba a los egipcios y posiblemente al norte de la India. Su lenguaje, el
caló
, era muy hermoso y evidenciaba un arte muy desarrollado para ganarse la voluntad de los demás, para convencerles. Eran capaces de llorar por fuera y reír por dentro. Claro que los había de muchas clases. En realidad, su razón de ser era el nomadismo, el vagabundeo, de modo que aquellos que, como Rafaela, tenían domicilio fijo, aunque fuera una cueva, en cierto modo eran desertores. El olor de los gitanos era distinto del olor del «payo», del hombre mediterráneo. Sus leyes nunca fueron escritas, se basaban en la fidelidad al clan, al jefe, al esposo, a la palabra dada a otro gitano… En sus creencias se advertían ciertas pervivencias de adivinación y culto a las divinidades femeninas, por lo que, los convertidos al cristianismo, veneraban sobre todo a la Virgen. Sus santuarios lo indicaban así, e incluso en Polonia existía la «Virgen del Rocío». Siempre fue un pueblo perseguido; y lo era ahora mismo, en la Alemania nazi. Hitler se había decidido a exterminarlos y Dios sabía lo que habría hecho con ellos en centroeuropa. De mentalidad impenetrable, el adulterio se castigaba con la pena de muerte. En fin, el tema daría también para hablar de él hasta el final de los tiempos…

Mosén Higinio concluyó:

—No me gusta tratar esto a la ligera, establecer síntesis, que siempre son erróneas si se confrontan con la realidad… Si verdaderamente el tema os interesa alquiláis un piso en Granada, os quedáis aquí un par de años y me acompañáis cada mañana al Albaicín. Yo hubiera querido convivir con ellos, pero el señor obispo me lo prohibió. Por lo visto la fruta no está madura todavía… La Iglesia debe procurar no contaminarse. De eso al suicidio hay un paso.

La pareja de recién casados agradeció a mosén Higinio la lección —«por Dios, eso lo encontráis en cualquier enciclopedia»—, y distendieron la charla hablando de la situación de Andalucía en general, región que por lo prolífera a no tardar sumaría, junto con las de Extremadura y Galicia, casi la mitad de la población española…

—Ya me explicaréis si el panorama es optimista o no. La demografía cuenta mucho, pesa lo suyo. Dentro de unos años el peso de Andalucía se hará sentir como la climatología o como las conquistas del Gran Capitán…

Aquí terminó la charla, y Gracia y José Luis se retiraron a su improvisada alcoba experimentando un agotamiento que no acertaban a explicarse.

* * *

La pareja regresó a Gerona. Y encontraron a Marta presa de una pena honda. Y de una honda soledad. Ellos procurarían aliviarla, pero no iba a ser fácil. La madre de Marta, pese a sus largos silencios, había dejado un hueco imposible de llenar. Madre e hija se complementaban al máximo, sin fisuras. La madre se llamaba Inmaculada Concepción; ahora se la comerían los gusanos.

Marta se pasaría un tiempo ordenando los recuerdos de su madre en aquel piso que, en tiempos, oyó resonar la voz del comandante Martínez de Soria, con el que la muchacha había cabalgado —caballo blanco— por la Dehesa. Encontró cartas de amor fechadas en Valladolid en los años 1920, 1921, 1922. Vivían en la misma ciudad y a pesar de ello se escribían. Él firmaba con letra gótica, ella con letra redondilla. Se decían lo de siempre, lo eterno: «Mi corazón está a tu lado». «Te mando mil besos». «Sólo pienso en ti». Con frecuencia aludían a «los hijos que llegarían —milagrosamente— debido a su unión», Los hijos habían llegado y ahora uno de ellos, Marta, leía aquellas cartas arrugadas y apergaminadas por el tiempo, pero que conservaban la recia grafía de los dos.

Marta se formulaba pensamientos absurdos. Por ejemplo, si muerta su madre ella tenía derecho a proseguir coleccionando muñecas. José Luis y Gracia sacudían la cabeza. Precisamente le habían traído de Andalucía varios ejemplares con que enriquecer su colección, que empezaba a ser impresionante, pues las tías de Pilar y de Ignacio —Josefa y Mirentxu, de Bilbao—, cada año por Santa Marta, patrona de las amas de casa, de los bodegueros y de los taberneros, le enviaban un lote con «las últimas novedades». Marta también se preguntaba si debía guardar en los armarios de la alcoba los trajes de su madre o entregarlos a Auxilio Social. Decidió guardarlos, puesto que los uniformes de su padre estaban todavía allí, firmes, prestos a presentar armas. «Sí, sí, ya lo sé, es una tontería —le decía a su hermano, partidario de traer a la casa aire fresco—. Pero así me parece que en cierto modo ella está todavía conmigo». José Luis, sin pedir permiso, procedió a desinfectar la habitación en la que su madre estuvo de cuerpo presente una noche y una mañana enteras. «Aire fresco, Marta. La vida debe continuar».

Era fácil hablar de esta guisa. José Luis tenía a su mujer, Gracia y políticamente no era, ni mucho menos, un obcecado. Cumplía con su deber, había deseado el triunfo del Eje, pero no por ello se hacía mala sangre. Marta, sí. Era como Mateo, tal vez más fanática aún. Los aliados habían ocupado Colonia y Bonn, las dos hermosas ciudades alemanas y todas las noticias que llegaban coincidían en que el fin de la guerra en Europa se acercaba. Las armas secretas anunciadas por Hitler y Goebbels no habían sido suficientes para darle un vuelco a la situación. Ni siquiera la súbita muerte de Roosevelt, por hemorragia cerebral, había frenado el incontenible avance de las democracias. Le sustituyó en el acto el oscuro Harry Truman, al que la prensa llamaba «el hombre que no quería ser presidente». Gracia Andújar le dijo a su cuñada: «Tal vez la ventaja de las democracias sea ésta: la continuidad. Aquí, si muriera Franco, ¿qué ocurriría?». Marta no quería ni pensar en tal posibilidad. Y se agarraba a noticias mínimas para mantener alta su moral y dar órdenes a «sus muchachas» repartidas por Gerona y la provincia. Por ejemplo, que De Gaulle acababa de ordenar a los maquis españoles que evacuaran los consulados que habían ocupado en el sur de Francia. Y que pronto habría una concentración de la Sección Femenina en Madrid y que el jefe nacional del SEU había lanzado la iniciativa de costear y reconstruir la Universidad de Manila, destruida por los japoneses, y que en Valencia se había botado un nuevo petrolero español, bautizado
Campeón
. Y que en la catedral se había celebrado un
Te Deum
el día del Papa, quien acababa de recibir al antiguo rabino de Roma, Eugenio Poli, que se había convertido al catolicismo.

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