Los hombres lloran solos (55 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Los hombres lloran solos
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El cónsul alemán, Paul Günther, naturalmente se enteró de la circunstancia y fue a verles. La espantada fue general. Los refugiados rehuyeron su presencia, porque le suponían miembro de la Gestapo y la mayoría de ellos habían huido por estar más o menos implicados en alguna acción contra el nazismo e incluso en el atentado contra Hitler.

—Así que, ¿no puedo seros útil en nada?

—Estamos en territorio español y a las órdenes de las autoridades españolas…

En cambio, fue bien recibido Mateo. Mateo había oído hablar del matrimonio que regentaba el balneario, señores Montagut, populares porque ella, desde el final de la guerra civil y en cumplimiento de una promesa, llevaba hábito morado con un cordoncillo amarillo y porque él, por la misma causa, había dejado de fumar y subía una vez al mes a Montserrat.

Los señores Montagut comentaron con Mateo que la «clientela» que les había tocado en suerte era un tanto difícil. Educados y cultos, cuando se emborrachaban —y lo hacían a menudo— perdían la compostura y transformaban sus fiestas en orgías. Todos habían llegado sin recursos, pero Cáritas Española, de reciente fundación, les había prometido ayuda, ¡con aportación americana! Uno de ellos, Hans, que llevaba peluquín, poseía «únicamente» un saxofón de oro. Era su única prenda, su único aval bancario. Una
walkyria
llamada Gely tenía como único patrimonio su cuerpo, verdaderamente hermoso y vibrante. Otro jugaba muy bien al billar. Se pasaban el día reclamando periódicos alemanes, jugando a las cartas y haciendo gimnasia. Cada cual, por supuesto, reaccionaba según su temperamento. Un tal Münster, pequeño como un jockey, sólo pedía poder dar a diario una vuelta en motocicleta.

Más de la mitad de los refugiados quedaban fuera de juego por el problema idiomático. Pero Hans, por ejemplo, el del saxofón de oro, que por las noches inauguraba el baile, había estado en la Legión Cóndor, en la guerra de España y se desenvolvía muy bien hablando con Mateo. En un momento de sinceridad —y de borrachera— le «confesó» a Mateo que había sido de la Gestapo, pero que se decepcionó. Y que «estaba enterado de muchas cosas». Por ejemplo, de que en territorio alemán y también en territorio polaco existían campos de exterminio, sobre todo para los judíos, pero también para algunos católicos y para prisioneros sospechosos. «Le repito, amigo español —y Hans eructaba que daba gusto—, que en esos campos sobre todo hay judíos y que su muerte es atroz».

Mateo sonreía. Hans estaba borracho y decía tonterías. «Hala, toque un poco el saxofón. Que le he oído a usted y es un consumado maestro». Hans, espoleado, cogía el instrumento de oro macizo y desgranaba melodías de su tierra y ritmos de orquestas negroides. Mateo aplaudía, y también el resto de la concurrencia. Era el momento en que la vampiresa Gely se ponía en el centro del salón y movía la cintura como si se tratara de la danza del vientre.

Otro de los visitantes fue el capitán Sánchez Bravo, quien se enamoró de Gely como un loco. Empezó a regalarle bombones y mermelada y consiguió llevársela a la cama. Gely, en los juegos del amor, era una salvaje. El capitán la llamaba tigresa y aunque ella no entendía la palabra se daba por satisfecha y le soltaba cariñosos vocablos en alemán. El general Sánchez Bravo se enteró de la nueva travesura de su hijo y de nuevo se enfrentaron, ante la desesperación de doña Cecilia.

—¿Es que no tengo libertad ni siquiera para hacer el amor?

—Con una refugiada alemana, no. Podría traer complicaciones.

El capitán hizo caso omiso y continuó frecuentando el balneario, aunque vestido de paisano.

Mateo a veces coincidía con Paul Günther, quien, pese al mal recibimiento, cumplía con su obligación. Por mediación del cónsul, Mateo entró en contacto con un caballero elegante, al que no le faltaba ni siquiera el monóculo. ¡Resultó que era curandero! Claro que los curanderos, bajo el mandato de Hitler, eran personas importantes, contrariamente a los médicos, que tenían fama de liberales. El caballero del monóculo se llamaba Heinrich Halder. Mateo, herido en lo más hondo por el evidente viraje que Franco había dado en política internacional, les dijo a los dos que, a su entender, Franco estaba traicionando a Hitler. «De momento, ha enviado un efusivo telegrama de felicitación a Roosevelt por su reelección, y ahora, no sé lo que va a ocurrir con ustedes. Lo mejor sería retenerles para canjearlos, lo que entra dentro de lo posible; pero también cabe que los retengan hasta que algún tribunal los reclame».

Paul Günther se movió inquieto en el sillón; Heinrich Halder se adaptó el monóculo. Él tenía otro concepto de Franco. No le veía capaz de una cosa así. Mateo se tocó con los dedos en pinza la nariz. «Yo tampoco —comentó—, pero estoy sobre ascuas».

Otros de los visitantes que tenían los refugiados eran León Izquierdo, Pedro Ibáñez y Evaristo Rojas.
Cacerola
, desde que se había casado con Lourdes —efectivamente, la mujer estaba embarazada—, no quería meterse en líos, y tampoco Rogelio, que se estaba hinchando en la cafetería España, hasta el punto de que había contratado a un camarero del bar Montaña que se llamaba Elías y coleccionaba llaveros. León Izquierdo fue solemnemente humillado por uno de los refugiados alemanes, que se llamaba Franz Stromberg. Le pegó al billar una paliza de no te menees, pues logró doscientas carambolas de una sola tacada. Era casi un profesional. León Izquierdo, director de la Biblioteca Municipal, comentó: «A partir de hoy, me declaro aliadófilo».

Pronto el misterio se cernió sobre el balneario de Caldas de Malavella. Empezaron a llegar, semanalmente, un par de motoristas de Barcelona con una lista de nombres. Los que figuraban en ella eran invitados por la guardia civil a montar en una furgoneta y seguirles. ¿Hacia dónde? No se sabía. De momento, Barcelona. El camarada Montaraz intervino y sospechó que desde Barcelona y sin mayor protocolo los entregaban a los aliados. Intentó protestar, pero el general Sánchez Bravo le cortó las alas. «Son órdenes superiores, que además dependen de la jurisdicción militar».

Un día en la lista apareció el nombre de Gely. El capitán Sánchez Bravo, al enterarse, se encalabrinó. ¡Que no le tocaran a su amante! Últimamente le llevaba un vino de Pinedo que se auto-anunciaba con el
slogan
: «¡Arriba el ánimo!». Gely, en el último momento, le dirigió al capitán una mirada de ternura y le regaló una sortija que llevaba, con la cruz gamada. El capitán no sabía que una tigresa pudiera ser tierna y tampoco sabía qué hacer con la sortija. Porque aquella despedida era definitiva. El capitán estaba seguro de ello. Sí, Franco les estaba traicionando, para congraciarse con los aliados. Les entregaba militantes del III Reich que se hubieran comprometido. A los demás les dejaba jugar al billar o montar en motocicleta.

A Mateo le salpicó la duda con respecto a los campos de exterminio para judíos, católicos y demás. Paul Günther lo negó rotundamente, pero el cónsul era parte interesada. Mateo habló con el padre Forteza y éste le dijo:

—No puedo garantizártelo, hijo mío… Pero cabe dentro de lo posible. Ya antes de su llegada al poder Hitler había declarado que, de estar el asunto en sus manos, mataría a los judíos como a pulgas… —El jesuita añadió—: Pero creo que, si fuera cierto, el Papa lo habría denunciado.

El pueblo de Caldas de Malavella, ya muy conocido por sus aguas termales y por el agua de Vichy, adquirió más popularidad aún gracias a los alemanes. La brigadilla Diéguez anduvo por allí y, como siempre, cobró pieza: un matadero clandestino. En él se sacrificaba ganado de todo tipo, vacuno, caballar, de cerda, animales enfermos, cuya carne se ponía a la venta sin control, ocasionando focos de triquinosis.

Asimismo un último acontecimiento aumentó la fama del pueblo: un buen día se suicidaron seis de los refugiados que no habían sido llamados aún por los motoristas. Entre ellos, Hans, el del saxofón de oro, instrumento que los supervivientes se disputaron casi a puñetazo limpio. En el palacio episcopal se planteó el consabido dilema: ¿dónde enterrar a los suicidas? Los suicidas no podían ser enterrados en tierra sagrada. El obispo sentenció: «En tierra extraña». La tierra extraña era un anexo del cementerio. Gracias a Cáritas Española los seis cadáveres tuvieron derecho a nicho propio, eludiendo la fosa común. Y en definitiva, el saxofón de oro cayó en poder de Pedro Ibáñez, quien lo llevó a la fonda Imperio, donde Lourdes se pasó un buen rato acariciando el instrumento.

* * *

El día 20 de noviembre era el VIII aniversario de la muerte de José Antonio. El Frente de Juventudes —el camarada Elola le había dado un fuerte impulso— lo declaró Día de Dolor. Los chavales no debían asistir a ninguna diversión, ni siquiera cantar, como antaño ocurriera en Jueves y Viernes Santo. Y tenían que ir a misa. Mateo fue a la catedral en compañía de Pilar, aunque a ésta le pareció todo aquello un tanto exagerado.

Días después llegó a Gerona el ex divisionario Óscar Benítez, gaditano, quien en cumplimiento de una promesa recorría España a pie. Llevaba tres meses andando. Había salido de Cádiz y en cada capital de provincia se hacía poner en una libreta el sello del Ayuntamiento. «La Voz de Alerta» le recibió y escribió en su honor una «Ventana al mundo». Alabó la tenacidad y el esfuerzo de quienes, en momentos de apuro, dirigían la mirada al cielo y luego hacían honor a su palabra. Óscar Benítez, después de patearse un buen pedazo del mapa de España no parecía muy optimista. La sequía y la falta de carbón causaban estrago, ocasionaban restricciones de agua y electricidad, por lo que había caballeros que se afeitaban con sifón o gaseosa y que para calentarse los pies usaban una especie de loción llamada
Pedacalor
. «Yo la uso y me va divinamente».

Óscar Benítez tenía una curiosidad voraz, especialmente inclinada hacia lo macabro. En los pueblos españoles ocurrían cosas terribles, de las que sólo se enteraba el vecindario. Él compraba el semanario
El Caso
, dedicado precisamente a esos temas y calculó que sólo les permitían tres o cuatro muertos por semana. Personalmente vivió, en Jávea, la tragedia de un marido que sorprendió a su mujer con un amante y que la mató introduciéndole un petardo en la vagina.
El Caso
no se hizo eco de tal acontecimiento. La pobreza y la incultura hacían de las suyas. Sí, se padecía hambre y sed. Por eso los trenes iban tan abarrotados que algunos viajeros —Ignacio hubiera recordado su luna de miel— hacían sus necesidades a través de la ventanilla que les pillaba más cerca. Los había que, para poder entrar en el fútbol, recurrían a vender su ración de tabaco o café. Se comían perros y setas de todas clases. Particularmente las setas, causaban muchas muertes. Al igual que la disentería y el tifus en los campos de trabajos forzados. Él se había familiarizado con la micología, lo que le permitía elegir las setas buenas de las malas. ¿Había setas en Gerona? Sí, ¿muchas? Pues ojo avizor, porque muchas destilaban veneno mortal.

«La Voz de Alerta» le preguntó si no había advertido hechos de signo positivo en la nueva España. Por supuesto que sí. Podía dar fe de que los pantanos que se construían en Entrepeñas, Buendía y en Benaréger abastecerían de agua las provincias de Cuenca y Valencia. En Murcia se había cosechado el primer algodón producido en la comarca. Y el programa de construcción naval era gigantesco y respondía a una realidad. También la prohibición del despido libre era un gran adelanto en el haber del ministro Girón. La gente tenía el empleo seguro y eso, en tiempos de escasez, era una bicoca, a la que también contribuían las oficinas de colocación que funcionaban en los Sindicatos.

Él, Óscar Benítez para lo que gustaran mandar, con sólo entrar en el Ayuntamiento y echar un vistazo a las oficinas sabía si el alcalde funcionaba bien o no, si se preocupaba de los problemas o les hacía ascos. En Gerona, en seguida vio que la cosa marchaba bien, por lo que daba sus plácemes al poseedor de la vara de mando. ¡Era dentista! Un momento, que quería anotarlo en su agenda. Su agenda, al terminar el periplo —ahora se dirigiría hacia Aragón y el País Vasco— sería un caudal de anécdotas y de sucesos pintorescos, que tal vez reuniera en un libro titulado
Andanzas de un vagabundo
o algo así. El título no acababa de gustarle. La palabra vagabundo era llamativa, pero impropia de su caso, puesto que él era simplemente un ex voluntario de la División Azul que en el frente de Possad, y habiendo caído prisionero de los rusos, hizo tal promesa y pudo fugarse y ahora la estaba cumpliendo, un poco gracias a su voluntad y un poco gracias al
Pedacalor
.

«La Voz de Alerta» se hubiera pasado mucho rato charlando con el peregrino, pero éste tenía prisa por devorar kilómetros. Quería llegar pronto a la frontera, aunque le habían dicho que era peligroso por los maquis. «La Voz de Alerta» le tranquilizó. «Esto se ha terminado», dijo. Óscar Benítez negó con la cabeza. Tal vez se hubiera terminado en la línea fronteriza, pero en el interior de España, ni hablar. Él, en la zona levantina, se había tropezado con varias patrullas, que al suponer que se trataba de un mendigo le permitieron seguir adelante. Pero era evidente que se estaban organizando en todas partes y que se trataba de hombres curtidos como los siberianos que luchaban en Rusia.

Fuera Óscar Benítez —el hombre, antes de ausentarse comió en Auxilio Social y, como de costumbre, visitó al patrón de la ciudad, que era san Narciso, en la iglesia de San Félix—, «La Voz de Alerta» partió para el monasterio cisterciense de Poblet, donde tenían lugar unos ejercicios espirituales para periodistas, dirigidos por el célebre don Ángel Herrera, fundador de El Debate. Salió de allí reconfortado, pues se encontró con muchos monárquicos que estaban al aparato. ¡Y el día de la clausura, nada menos que con don Anselmo Ichaso! Ninguno de los dos hombres había citado al otro, de suerte que la sorpresa fue mayúscula. Don Anselmo había engordado un poco más aún, tal vez debido a su contrato en el Valle de los Caídos. A los cinco minutos de estar juntos habían llegado a un acuerdo: la guerra estaba decidida a favor de los aliados. Por si faltara algún dato, ahí estaba el mensaje de Roosevelt al Congreso solicitando la aprobación del «Gran Presupuesto de la Victoria», que alcanzaba la cifra de cien mil millones de dólares. «Don Anselmo, contra esto no se puede luchar, y creo que sería la ocasión para que don Juan lanzara un manifiesto desde Suiza». «Según mis noticias, esperará todavía un poco; pero lo hará, y lo hará en el momento oportuno».

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