Los hombres lloran solos (59 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Los hombres lloran solos
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—Si en Yalta se hubiera acordado que Stalin podía ocupar España, nadie le hubiera objetado nada. Así que, de momento, ello es buena noticia y tal vez no se cumplan las matemáticas predicciones de Núñez Maza…

Pocos días después don Juan hizo público un manifiesto desde Lausana: «La responsabilidad que me incumbe me obliga a levantar mi voz y requerir solemnemente al general Franco para que abandone el poder y dé libre paso a la restauración del régimen tradicional de España, único capaz de respetar la religión, el orden y la libertad». Franco declaró a su vez: «Yo no haré la tontería que hizo Primo de Rivera. Yo no dimitiré».

* * *

Núñez Maza, en el hotel de Caldetas se atiborraba leyendo periódicos. Y subrayaba noticias, como antaño hicieran Jaime el librero y más tarde los contertulios del café Nacional: Desde primeros de año —1945— subrayó lo siguiente, porque entendió que establecía una suerte de síntesis de lo que estaba ocurriendo en España.

—Presentación en sociedad de la señorita Carmen Franco Polo, en el palacio del Pardo. Baile para los invitados. La señorita Carmen llevaba un traje blanco precioso y fue muy alabado su gesto de servir, junto con varias amigas, la comida a 240 desamparados, además de regalar su coche para que fuera subastado.

—Franco ha sido quien ha impuesto como costumbre, al final de los discursos, decir: «Muchas gracias». Antes se decía: «He dicho».

—Don José María Pemán, poeta insigne, autor de
El divino impaciente
, ha sido nombrado presidente de la Real Academia Española.

—El ministro de Marina presidió la inauguración de la exposición de barcos en botella.

—Gran fiesta en el Ritz, organizada por la revista
Hola
.

—Gran exportación de naranja a Inglaterra.

—Importante factoría bacaladera en Galicia.

—¡El Times publica su número 50.000!

—Se declara obligatorio el doblaje de las películas, «evitando así que nuestro público se habitúe a fonéticas extranjeras».

—Aparece el insecticida DDT. Churchill le dedicó un párrafo en un discurso, diciendo que gracias al DDT se pudo evitar en Nápoles una epidemia de tifus exantemático.

—Se ha concedido la Gran Cruz de Alfonso X el Sabio al abad coadjutor de Montserrat, padre Aurelio María Escarré.

—Normas para el fomento de la raza bovina
karabul
, de la que se importarán ejemplares.

—Entierro de dos falangistas asesinados en Madrid. Asistieron 300.000 personas.

—Petición de aparatos ortopédicos para los mutilados del otro bando, que a los seis años de haber terminado la guerra civil todavía no han podido proveerse de una prótesis que haga más llevadera su desgracia.

—La empresa INI empieza la fabricación en serie de los camiones Pegaso, que figuran entre los mejores del mundo.

—Barcelona ha consumido en un mes dos millones y medio de kilos de carne.

—Ha llegado a Barcelona el piloto alemán Haigen Papejhagen, que ha alcanzado los tres millones de kilómetros de vuelo. Ha sido muy agasajado por las autoridades.

—Cuando esté erigido el Cerro de los Ángeles se celebrará una ceremonia de desagravio a los Corazones de Jesús y de María, con asistencia de 50 generales, 1.500 oficiales, el gobierno en pleno y, naturalmente, el Caudillo.

—El embajador de los Estados Unidos, míster Hayes, destaca que el convenio aéreo suscrito entre su país y España crea un nuevo lazo de amistad entre España y América. Etcétera.

* * *

Núñez Maza había mejorado mucho. Con la estreptomicina que el doctor Chaos —¡bendito fuera!— le proporcionó, empezó a notar un alivio y transcurrida sólo una semana expectoraba menos y respiraba mejor.

Desde su destierro, ¡cuánto quería a España! «España me duele», solía decir. Cuántos prohombres lo habían dicho antes que él. Coleccionaba esos recortes de periódico en álbumes, como si fueran una colección de sellos. Atendía a todas las visitas, que a veces le dejaban agotado. Recibió a Ángel, que quería conocer su Ideario. Y a Jorge de Batlle y Asunción. ¡Se había dejado crecer la barba! A todo el mundo les decía que España debía unirse. Hombres como Ortega, Marañón y Cambó debían regresar al país y preparar un plebiscito que respaldara la nueva Monarquía. La barba le confería diez años más; tanto mejor. Como un gurú —expresión de Ignacio—, su aspecto era así más respetable.

A veces se sentía solo. ¿Y quién no? Al anochecer, Caldetas apenas si era pueblo: las aguas termales, que no funcionaban y el hotel Colón. A través de la ventana miraba las lucecitas de las barcas allá en el horizonte y oía sus motores al regresar. Se había llevado la gran sorpresa al comprobar que todo el mundo hablaba catalán; lo mismo el gerente del hotel, que el
maître
, que los camareros y que los pescadores. Y esto era así en toda Cataluña. Ello le llevó a replantearse también el problema de la unidad, de la uniformidad. ¿Cómo arrancar de los seres humanos la lengua materna? Y el País Vasco. Y Galicia. La unidad, en el sentido que él tanto había reclamado, era un acto contra natura. La cuestión era no hacer de eso un arma arrojadiza. «Si yo hubiera nacido en Caldetas en vez de Segovia, ahora escribiría los sonetos en catalán». Idioma, por cierto, que también empezó a interesarle, porque, al ser básicamente monosilábico, era muy apto para la poesía, al igual que ocurría con el inglés. Empezó a leer a Maragall, a Eugenio d'Ors y la revista Destino, en la que destacaba un tipazo ampurdanés llamado José Pla, que por lo visto llevaba boina, vivía aislado como él y liaba los cigarrillos.

Le gustaba ver a los pescadores jugar a los bolos en la explanada que había frente al hotel. Costumbre francesa. ¿Por qué no? «Hay que sumar, nunca restar». Los pescadores tenían un defecto agrio, abrupto: blasfemaban. Blasfemaban mucho. Eso le sonaba fatal. Pero era posible que no hubiera en ellos malicia alguna. Era su costumbre, su interjección, su ignorancia…

Si bien eso de la ignorancia había que ponerlo en cuarentena. Hablando con ellos —Núñez Maza, durante el día, se acercaba a la playa donde remendaban las redes y pintaban las barcas—, se daba cuenta de que tenían un decálogo personal, un sistema de pesas y medidas harto peculiar. Formaban una comunidad. El que engañase a uno quedaba excluido del clan. Él se ganó su confianza porque sabían que sufría y que lo que quería era la paz. Con ellos sobraban las grandes palabras. Era preciso ponerles ejemplos concretos. «Yo soy como uno de esos tiburones que se despistan y que van a morir en una playa lejos de la manada».

Les propuso que le llamaran «camarada», pero fue imposible. Se rieron. Se rieron en sus «barbas». Uno de ellos, el Chiquitín, llevaba un mostacho de cosaco. «Eso de camarada es una coña. Usted es un señorito». Ramón remachó. «En el buen sentido de la palabra, se entiende».

Les costaba esfuerzo hablar castellano. ¡Si Salazar les conociera! ¡Si les conociera Pilar Primo de Rivera! En Madrid vivían de espaldas a la realidad. La filosofía de aquellos pescadores se basaba en el estoicismo —soportaban las tempestades—, en la poesía natural —les gustaba la luna llena—, y en los placeres sensuales. Eran de una sensualidad carnal, arterial, que se manifestaba en los nombres que les ponían en las barcas, casi todos nombres de mujer. Les gustaba la buena mesa, el yantar y el vino tinto. Fumaban con delectación, sin prisa. Se rascaban la frente con la uña del dedo índice. Núñez Maza tenía en el pueblo todas las casas abiertas, incluida la del cura, y a excepción de la del alcalde y jefe local del Movimiento. El cura, joven y solícito, no le preguntó nunca si creía en Dios. Y nunca le echó en cara que no asistiera a misa. Jugaba con él interminables partidas de damas, estrategia en apariencia simple pero en la que Núñez Maza llevaba inexorablemente las de perder.

Un día se presentó en el hotel el gobernador, camarada Montaraz; al volante del coche, Miguel Rosselló…

—¡Arriba España!

—¡Arriba! —contestó Núñez Maza.

—Lo lamento mucho, camarada, pero he recibido orden de Madrid de registrar tu habitación…

Núñez Maza le clavó sus ojos antaño enfebrecidos.

—Pide la llave al conserje —le indicó Núñez Maza.

—¿Te quedas aquí, o prefieres subir?

—Prefiero quedarme aquí.

El camarada Montaraz se encontró con varias pilas de periódicos y revistas y también con muchos ejemplares de «La Codorniz». De hecho, afrontó aquella tarea con espíritu dual. Por un lado, le gustaba porque Núñez Maza era un «bicho» que se había merecido el paredón; por otro, la mirada de su «enemigo» le dejó helado. Éste tenía burbuja personal, magnetismo. En el lavabo había muchas medicinas; en la almohada, la huella de su cabeza. Muchos libros de poesía en catalán. Pediría permiso para hacer con ellos una hoguera. La orden había sido: «Toma nota de lo que encuentres, pero déjalo intacto». Borradores de sonetos… Uno de ellos, dedicado a fray Luis de León.

De pronto, en un cajón, una pistola. El camarada Montaraz se acarició la cicatriz de la mejilla izquierda y lamentó no tener a mano un cacahuete. Era una pistola rusa, calibre 16, que posiblemente se trajo de la División Azul. ¿Por qué la tenía allí? ¿Qué mosca le había picado?

El camarada Montaraz se pasó una hora husmeando papeles y leyendo en diagonal ensayos sobre José Antonio y sobre el marxismo. No lograba aceptar tal dicotomía, tal contradicción. Vio el retrato de José Antonio y el de una pareja ya mayor, que probablemente fueran los padres del ex consejero nacional. También descubrió una foto dedicada de García Lorca y otra de Salvador Dalí.

Levantó la correspondiente acta y bajó. El camarada Núñez Maza estaba dialogando con el Chiquitín y otros pescadores. Le llamó.

—De acuerdo. Misión cumplida… ¿Tienes permiso de armas?

—No…

—Pues te he encontrado una pistola.

El camarada Núñez Maza sonrió melancólicamente.

—No te sorprenda. Hay momentos en que a un disidente le entran ganas de pegarse un tiro.

Capítulo XXVI

EL 4 DE FEBRERO se celebró en Gerona el VI aniversario de la «liberación» de la ciudad. Como en los años precedentes, ésta se engalanó. Con dos novedades: primera actuación en público de la banda de cornetas y tambores del Frente de Juventudes —obra de Mateo—, en la que Eloy tocó el tambor con todas sus fuerzas y el Niño de Jaén el cornetín. Los dos chavales se entusiasmaron más aún que el público, que aplaudió a rabiar. El director fue Quintana, el compositor de sardanas, que consiguió sacar un brillante partido de aquellos novatos.

El segundo número consistió en la visita a Gerona de una «tuna universitaria» de Barcelona. Con sus capas, sus banderolas, sus panderetas y sus saltos se llevaron de calle a toda la población. Manolo y Esther, desde su balcón, aplaudieron también, mientras acariciaban las cabecitas de Jacinto y Clara.
Clavelitos
,
Triste y sola
,
Cielito lindo
, etc., iluminaron por unos momentos el cielo gris de Gerona. Matías, desde su casa, les saludó con el sombrero y Carmen Elgazu comentó: «Si hubiera habido tuna en Gerona, Ignacio hubiera sido el solista».

La familia Martínez de Soria se erigió en protagonista de aquellas jornadas. Por una parte, José Luis ascendió a capitán jurídico y decidió casarse, precisamente el día de su santo —19 de marzo—, fecha que la novia, Gracia Andújar, aprobó. Tenían previsto un viaje a Canarias ¡de un mes de duración! Pero, de repente, antes de que febrero finalizara, la madre de Marta murió de un ataque cardíaco mientras ayudaba a servir la comida a los «desamparados» de Auxilio Social. La mujer preparaba el postre —manzanas— para los niños y de repente soltó los platos, se llevó la mano a la garganta y se desplomó. No dio tiempo a intervenir, sino a llorar. Cuando se arrodillaron a su lado tuvo unas contracciones y su corazón dejó de latir.

Sus hijos, José Luis y Marta, se quedaron anonadados. Comprendieron lo que significaba la palabra «huérfano». ¡Había tantos en España! Marta se echó en brazos de Pilar y de Gracia Andújar, José Luis apretó a ésta contra sí como sellando la prolongación de la vida. Todas las jerarquías locales se movilizaron, empezando por el general Sánchez Bravo y el gobernador y terminando por el coronel Romero y el delegado de Sindicatos. Para el entierro no llegó nadie de Valladolid. Apenas si les quedaba familia a los Martínez de Soria. Una tía de José Luis y de Marta, inválida en un sillón de ruedas y un primo hermano que estaba cumpliendo el servicio militar en Ceuta. Fue una ceremonia triste, silenciosa, honda. El comandante había sido enterrado en una fosa común, de modo que estrenaron nicho. Al sepulturero y a los albañiles ni siquiera se les ocurrió fumar. Mosén Alberto hubiera rezado gustosamente el responso, pero se interpuso mosén Falcó, con su medalla militar en el pecho y cayó en la tentación de decir que «un día u otro se reunirían con la difunta en el cielo».

La perplejidad de Gracia Andújar era total. Y la de José Luis; y la de Marta. ¿Qué debían hacer? ¿Aplazar la boda? Decidieron que no. Era preciso reaccionar. La boda se celebraría el día de San José, tal y como estaba previsto, con la sola presencia de los íntimos, de las jerarquías y de un primo hermano de Gracia Andújar, que era sacerdote en Granada, precisamente en las cuevas del Albaicín. Éste bendeciría su unión y en vez del largo viaje proyectado a Canarias se irían sólo quince días a Córdoba y Granada, como era de rigor. Pasando antes por Madrid, para ver el Museo del Prado y visitar El Escorial.

A la hora de «desalquilar» el piso que a los novios les había procurado Agencia Gerunda, el acuerdo fue unánime. No iban a dejar sola a Marta en su casa de la calle Platería. Sobraba espacio y acondicionarían una habitación para los recién casados. La Torre de Babel asintió. «Comprendo, comprendo». Y el día 18 llegó el sacerdote Higinio Fuentes, de la misma edad que José Luis y se instaló en casa de los Andújar. Hombre totalmente opuesto al talante de mosén Falcó. En Granada él estaba muy cerca de las cuevas del Sacromonte y en contacto permanente con el mundo gitano. Detestaba el nacional-catolicismo y todo lo que oliera a pompa o boato. No sabía qué decirle a Gracia Andújar, que en cuestión de un mes habría vivido dos episodios decisivos: un entierro y su enlace —«hasta que la muerte os separe»— con José Luis Martínez de Soria.

Higinio, que hablaba con una rapidez vertiginosa, comiéndose las eses y alguna que otra vocal, advirtió en seguida que el doctor Andújar no estaba excesivamente satisfecho de la boda de su hija. «Primero un alférez, que acabó suicidándose; ahora un capitán, que parece muy sensato pero que lleva uniforme militar y que ha intervenido en innumerables sentencias. Yo hubiera preferido para Gracia un médico, como yo, un abogado, un ingeniero… La vida castrense es peligrosa y henchida siempre de grandes palabras».

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