Los hombres sinteticos de Marte

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #ciencia-ficción

BOOK: Los hombres sinteticos de Marte
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En Los hombres sintéticos de Marte, noveno libro de la serie de John Carter de Marte, el Señor de la Guerra, en compañía de Vor Daj, parte hacia las Grandes Marismas Toonolianas a la búsqueda de Ras Thavas, el Cerebro Supremo de Marte, único hombre cuya ciencia puede salvar a su princesa Dejah Thoris. El éxito que sonríe a su empresa pronto queda empañado al descubrir una amenaza creciente, que puede terminar con toda forma de vida en el planeta.

Edgar Rice Burroughs (1875-1950), es el gran clásico de la Ciencia-Ficción aventurera. Aunque es conocido fundamentalmente por la serie de Tarzán y sus innumerables adaptaciones cinematográficas, es creador de otros ciclos, como el de Pellucidar. que recrea una humanidad prehistórica en el centro de la Tierra, o el de Carson Napier, que se desarrolla en el Venus clásico de los bosques jurásicos y las princesas cautivas. Sin embargo, para el lector de Ciencia-Ficción, su creación más lograda es la serie de John Carter de Marte, que narra las aventuras de un caballero virginiano del siglo XIX en un Marte moribundo hecho para el combate y la aventura.

Edgar Rice Burroughs

Los hombres sintéticos de Marte

Ciclo John Carter 9

ePUB v1.0

OZN
23.05.12

Título original:
Synthetic Men of Mars

Edgar Rice Burroughs, 1940.

Traducción: R. Goicoechea

Ilustraciones: Michael Whelan

Diseño/retoque portada: LaNane

Editor original: OZN (v1.0 a v1.x)

Corrección de erratas:

ePub base v2.0

CAPÍTULO I

¿Donde está Ras Thavas?

Desde Phundahl, en su extremo occidental, a Toonol, en el este, las Grandes Marismas Toonolianas se extienden a través del moribundo planeta de Marte a lo largo de mil doscientos kilómetros, como un sucio, venenoso y gigantesco reptil. Un país cenagoso con estrechos riachuelos que desembocan ocasionalmente con algunas extensiones de agua libre, la mayor parte de las cuales apenas cubren unos pocos acres. Algunas islas rocosas, esporádicamente ocultas por una capa de vegetación selvática —un remanente esquelético de alguna antigua cadena de montañas rompen la monotonía de esta sucesión de pantanos, jungla y agua.

En el resto de Barsoom se sabe poco de las grandes marismas Toonolianas, dado que tal región resulta poco atractiva para la exploración, está infestada de bestias feroces y terroríficos reptiles, la habitan restos de salvajes tribus aborígenes aisladas del mundo desde tiempos inmemoriales, y guardada en sus extremos por los reinos enemigos de Fundal y Toonol, constantemente en guerra entre sí, y poco propicios a establecer relaciones con otros países.

En una isla próxima a Toonol, Ras Thavas, el Cerebro Supremo de Marte, había trabajado en su laboratorio durante más de mil años, hasta que Vobis Kan, jeddak de Toonol, se volvió contra él y le expulsó de su hogar insular, rechazando más tarde a una fuerza de guerreros fundalianos dirigidos por Gor Hajus, el asesino de Toonol, que intentaba reconquistar la isla y reponer a Ras Thavas en su laboratorio bajo la promesa de dedicar su saber y habilidades para aliviar los sufrimientos humanos en lugar de prostituirlos, en alocadas empresas de pecado y avaricia.

Tras la derrota de aquel pequeño ejército, Ras Thavas había desaparecido, y muchos de quienes lo conocieron le habían olvidado ya al darle por muerto, pero había otros que nunca le podrían olvidar. Estaba Valla Día, Princesa de Duhor, cuyo cerebro él había transferido una vez a la vieja y odiosa Xaxa, jeddara de Fundal, quien deseaba adquirir para su mente el joven y bello cuerpo de aquélla. Estaba Vad Varo, su esposo, en tiempo ayudante de Ras Thavas, que había restaurado cada cerebro al cuerpo al que pertenecía. Vad Varo, nacido como Ulises Paxton en los Estados Unidos de América, y oficialmente muerto por la explosión de una granada alemana en las fangosas trincheras de Francia. Y también estaba John Carter, Príncipe de Helium y Señor de la Guerra de Marte, cuya imaginación había quedado intrigada por lo que Vad Varo le contara sobre la maravillosa habilidad del más grande científico y cirujano del mundo

John Carter no había olvidado a Ras Thavas, y cuando llegó la emergencia en la que la maestría del excelente cirujano quedaba como única esperanza, tomó la determinación de buscarlo y hallarlo en el caso de que aún viviera. Dejah Thoris, su princesa, había resultado herida gravemente en la colisión accidental entre dos naves ligeras, y estaba inconsciente desde hacía varios días, con la espina dorsal rota y retorcida, mientras que los más hábiles cirujanos de todo Helium habían abandonado toda esperanza de salvarla. Su ciencia tan sólo resultaba capaz de mantenerla con vida, sin poder hacer nada más por ella.

¿Pero dónde encontrar a Ras Thavas? Tal era la cuestión. Y entonces alguien recordó que Vad Varo había sido ayudante del gran cirujano. Quizás, si no se podía encontrar al maestro, la habilidad del discípulo bastara para lo que se pretendía. Además, de entre todos los hombres de Barsoom, Vad Varo era quien mejor podía conocer el paradero de Ras Thavas. De manera que John Carter decidió acudir primero a Duhor.

De entre todas las naves de la flota heliumita seleccionó un pequeño crucero ligero, que un solo hombre podía pilotar, y que podía alcanzar la velocidad de ochocientos kilómetros por hora, casi el doble de lo que podían alcanzar las naves aéreas que primeramente había conocido y conducido a través de la enrarecida atmósfera marciana. Hubiera deseado ir solo, pero Carthoris, Thuvia y Tara le rogaron que no corriera tal riesgo. Finalmente cedió, consintiendo en que lo acompañase uno de los oficiales de su guardia personal, un joven padwar llamado Vor Daj.

Es a éste a quien debemos el relato de una extraña aventura en el planeta Marte; a él y a Jason Gridley, cuyo descubrimiento, la Onda Gridley, hizo posible que yo recibiera esta historia desde el receptor que el mismo inventor instalara en Tarzana. Y también, desde luego, a Ulises Paxton, que tradujo el relato al inglés y lo envió por onda Gridley a través de ochenta millones de kilómetros de espacio vacío.

Escribo la historia ciñéndome tanto a las palabras de Vor Daj como sea posible sin vulnerar su claridad. Ciertas palabras y modismos resultan intraducibles, en tanto que las medidas de tiempo y longitud deben ser transformadas en las usuales en nuestro planeta; y también haré algunas interpolaciones de mi propia cosecha sobre las que asumo toda responsabilidad, y cuya identificación resulta obvia para el lector. Además de esto hay que contar, indudablemente, con las correcciones que tienen su origen en el propio Vad Varo.

Aclarado esto, cedo la palabra a Vor Daj.

CAPÍTULO II

La misión del Señor de la Guerra

Me llamo Vor Daj, y soy padwar de la guardia del Señor de la Guerra. Para los estándares de los terrestres, a quienes creo que va dirigido este relato, yo debería haber muerto de viejo a una edad avanzada, pero aquí, en Barsoom, aún se me considera un hombre joven. John Carter me ha contado que si un terrestre alcanza la edad de cien años, es considerado como un caso de interés público por su rareza. Bien, el período normal de vida de un marciano es de unos mil años desde que rompe el cascarón de su huevo en el que ha sido incubado durante cinco años, y del que emerge ya casi maduro físicamente, listo para ser entrenado y adiestrado casi como un cachorro del reino animal. Y una buena parte de tal entrenamiento se refiere al arte de la guerra, de manera que puede decirse que salimos del huevo equipados con los correajes y armas del guerrero. Pero creo que esto basta como introducción; es suficiente que el lector sepa mi nombre y que soy un guerrero cuya vida está dedicada al servicio de John Carter de Marte.

Naturalmente, me sentí muy honrado cuando el Señor de la Guerra me escogió para que le acompañara en la búsqueda de Ras Thavas, aunque la misión me pareció al principio de naturaleza algo prosaica, sin otra exigencia que estar junto al Señor de la Guerra y servirle a él y a la incomparable Dejah Thoris, su princesa. ¡Qué poco sabía yo entonces lo que en realidad me esperaba!

Era intención de John Carter volar primero a Duhor, ciudad situada alrededor de diez mil quinientos haads —unos siete mil kilómetros— al noroeste de las ciudades gemelas de Helium, donde esperaba hallar a Vad Varo, de quien intentaría saber el paradero de Ras Thavas, el único hombre que, con la posible excepción del propio Vad Varo, poseía los suficientes conocimientos médicos y habilidad para rescatar a Dejah Thoris del coma en que estaba sumida, y devolverla la salud.

Eran las 8:25, las 12,13 a. m. hora terrestre, cuando nuestra frágil y rápida nave despegó del campo de aterrizaje situado en la terraza del palacio del Señor de la Guerra. Thuria y Cluros se perseguían en el negro firmamento, creando bajo nosotros infinidad de sombras dobles cambiantes, como si una miríada de objetos en constante movimiento surcaran los campos, o como si a nuestros pies se extendiera un mundo líquido con remolinos y olas. Según me contó John Carter, las noches terrestres resultan muy diferentes, con un solo satélite moviéndose de forma lenta y decorosa por la bóveda celeste.

Con nuestro compás direccional dirigido hacia Duhor y nuestros motores funcionando con silenciosa perfección, no existían problemas de navegación que ocuparan nuestro tiempo. Excepto en el caso de una improbable emergencia, la nave volaría en línea recta a Duhor, deteniéndose automáticamente ante sus murallas. Nuestro sensible altímetro estaba dispuesto para mantener la nave a una altura de 300 haads (unos 1.000 metros), con un límite de seguridad de 50 haads (unos 160 metros). En otras palabras, la nave volaría normalmente a una altura de 300 haads sobre el nivel del mar, pero en caso de que encontrara en su ruta montañas de una altura superior, un dispositivo la haría pasar a 50 haads de las cumbres más altas. Creo que pueden tener una idea de tal mecanismo si se imagina una cámara fotográfica de enfoque automático que pueda ser preparada para cualquier distancia. Cuando uno se aproxima a un objeto hasta estar a menos distancia que aquella para la que había sido preparada, la máquina misma corrige su enfoque. Parecido era lo que ocurría con los controles de la nave, y tan sensible es el aparato que puede actuar a la luz de las estrellas igual que durante el día más luminoso. Solamente las tinieblas totales lo hacían inoperativo, pero incluso en las raras ocasiones en que el cielo marciano está completamente cubierto de nubes, el dispositivo sigue actuando mediante un pequeño rayo de luz dirigido automáticamente desde la proa de la nave.

Confiado en la infalibilidad del campo direccional, quizás relajamos un poco nuestra vigilancia, e incluso nos adormilamos los dos al mismo tiempo durante la noche. No tengo ninguna excusa que ofrecer, ni John Carter me pidió cuentas de ello; por el contrario, admitió que su culpabilidad era superior a la mía. Al menos se auto inculpó, diciendo que la responsabilidad era suya por entero.

En realidad no fue hasta bastante después de la salida del sol cuando descubrimos que había algo equivocado en nuestra posición. El brillo de la nieve sobre las montañas Artoolianas que rodean Duhor debía ser claramente visible ante nosotros, pero no lo era. Tan solo una vasta extensión de fondos de mares muertos cubiertos por vegetación ocre discurría bajo la nave, y en la distancia podían verse algunas colinas bajas.

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