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Authors: Daniel Mares

Tags: #Histórico, Intriga, otros

Los horrores del escalpelo (32 page)

BOOK: Los horrores del escalpelo
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—No se apure —el policía alzó su bastón para permitir que el español lo examinara. Comprobó entonces que estaba completamente hecho de metal, pintado como si fuera madera de arce—, nadie le importunara mientras esté conmigo. Y para los que no me conocen es para los que llevo este bastón. —Rió con fuerza despreocupada. Pronto volvió su atención al edificio de George Yard—. Allí, en el primer piso, en las escaleras, apuñalaron a Martha Tabram. Treinta y nueve puñaladas, treinta y nueve. Desde el pecho hasta sus partes íntimas. Todas hechas con la misma arma, un cuchillo común, salvo una, que parece hecha por un instrumento más grande, puede que una bayoneta.

—Qué extraño.

—Sí, y sugerente, teniendo en cuenta que la última persona con la que se la vio era un militar.

—Leí algo de eso. Hubo una mujer que...

—Sí, y el agente Barret también vio a la desdichada con un joven granadero, pero ninguno de los dos pudieron encontrar al sujeto que acompañaba a la señora Tabram cuando se hizo formar al regimiento ante ellos. También Reid se ocupó del caso. Llevó a Barret y a la mujer, otra prostituta, a la Torre. Ella se equivocó en la identificación, señaló a hombres que habían estado de servicio y Barret no fue preciso... en fin, no llegamos a nada.

En todo caso parece muy distinto al crimen anterior.

—Cierto. No podemos descartar que fuera una riña, o bandas dando un escarmiento, o una discusión con un cliente que acabara en esto, o un atraco. No lo creo, pero pudiera ser, no es prudente dejarse vencer por conjeturas. La disciplina mental es la mayor arma del detective. Lo cierto es que no es necesario asesinar a estas desgraciadas para quitarles lo poco que lleven en sus bolsas. La siguiente, vamos a Buck's Row.

Subieron por Brick Lane hacia el norte cuando ya sonaban las once y media en Christ Church. El lugar donde apareció el cuerpo de Polly Nichols estaba algo más alejado y Torres se animó a charlar durante el trayecto, recapitulando lo que hasta ahora le había dicho el inspector.

Piensan que hay un hombre, o una banda, que está asesinando a prostitutas por... no sé, ¿por venganza?

—Quién sabe. Tres mujeres de más de cuarenta años, prostitutas, a poca distancia entre ellas, y asesinadas con una crueldad espeluznante... este no es un barrio tranquilo, todo el East End está lleno de delincuentes y de delitos, pero casos como estos no son en nada comunes.

—Podían prevenirlo... avisar a las mujeres.

—¿Usted cree? Mire. —Sin dar tiempo a reaccionar al español, Moore se acercó rápido a la primera mujer que encontró charlando con un hombre, que en principio encaró al policía y luego salió ligero cuando vio la sonrisa y el bastón de este. Ella protestó airada y algo bebida cuando el policía se identificó.

—Vamos mujer —dijo Moore—. ¿Por qué no te vas a casa?

—¿Me va a pagá usté la cama, jefe? No hago daño a naide, déjeme en paz. —Tendría cincuenta años y le faltaban varios dientes. A Torres le pareció incomprensible que alguien pagara por pasar unos minutos con ella.

—¿Es que no sabes lo de los crímenes? ¿No te das cuenta que el próximo con quien hables puede ser el asesino?

—Oh, ya sé de qué habla —rió la prostituta—. No le tengo miedo. Pa mí o es Delantal de Cuero o es el Puente. —El de Londres, hacía referencia al suicidio—. ¿Qués peor? —Se marchó burlándose de forma obscena del policía. Moore regresó junto a Torres, encogiéndose de hombros como todo resumen a su tesis demostrada empíricamente.

—No tienen nada, ni dinero, ni techo. Se irán con cualquiera por cuatro peniques para pagarse una cama, y se los gastarán en un trago. Si no salen una noche, morirán de hambre, frío o enfermedad, y si salen el asesino las cogerá; no tienen elección, o ninguna buena.

Llegando a Hanbury Street, torcieron por ella hacia el este.

—Y quedarse en casa no es mejor —continuó—. Para que se haga una idea, formamos un círculo con mis hombres en torno al lugar del último crimen, hacia donde vamos, vigilando cada entrada y cada acceso, prohibiendo a la gente acercarse. En unos minutos encontramos cerca de cincuenta curiosos dentro del perímetro. Habían pasado por pasajes y callejones que mis hombres no habían visto, pasajes sin cerradura o con ella abierta. No cierran verjas ni accesos, así que un asesino puede moverse a su antojo. El próximo crimen puede ser en cualquier lado, ahí mismo. —Señaló una de las casas de Hanbury.

—Le veo muy desanimado, inspector. Me extraña que un hombre de su pujanza se rinda.

—No me rindo, soy realista con la situación a la que nos enfrentamos. Sé que lo cogeremos, antes o después. El problema es que sea después. Mi intención es llenar el distrito de policías, uno o dos regimientos para un barrio que mide media milla sería suficiente, y la mitad de incógnito. Ya tenemos algunos. —Y así señaló a uno de ellos como ejemplo, exigiendo la total discreción por parte de Torres. El policía en cuestión vestía exactamente como los vecinos, y solo era identificable por la mirada fija que dedicó a Moore y por los zapatos reglamentarios. Era notorio que la policía se tomaba las muertes de esas putas más en serio de lo que decía la prensa y de lo que diría más adelante.

Todavía no habían llegado a Buck's Road y el inspector empezó a hablar sobre el crimen con una congoja que sorprendía en un hombre de su tamaño.

—A Mary Ann Nichols casi la decapitan, es posible que esa fuera su intención y no supieran cómo hacerlo. Dieron dos profundos cortes en su cuello, de izquierda a derecha, astillando las vértebras. Luego la abrieron de arriba abajo, desde el final del esternón hasta el pubis, todas las tripas al frío aire de la noche. Parece ser que no había mucha sangre cuando la encontraron, toda se empapó en su ropa. Seguramente la degollaron en el suelo, si no la sangre habría saltado por toda la calle. Dos hombres la encontraron a eso de las cuatro menos veinte de la mañana y uno aseguró que la vio respirar. A los pocos minutos encontraron agentes que se ocuparon de la situación. Uno de ellos, P. C. Neil, asegura que los brazos de la mujer aún estaban calientes. A Tabram la encontraron tiempo después del asesinato, puede que ella se estuviera muriendo cuando la vieron. Allí llegaron policías en menos de cinco minutos del ataque, esos dos hombres que la encontraron tendrían que haberse cruzado con el asesino; nadie vio nada, nadie sospechoso, manchado de sangre, lo que fuera. Tras examinarla el doctor la subieron a una ambulancia y se la llevaron a la morgue del ambulatorio de Old Montague Street; no vieron que tenía el vientre abierto, poca luz... En la morgue, como es habitual, pagaron a un indigente para lavar el cadáver, nadie había dicho que se trataba de un cadáver que requiriera especial cuidado, si no se hubiera evitado un lavado tan prematuro. Imagine la sorpresa del pobre hombre cuando descubrió entonces el espectáculo. Aquí fue.

Buck's Road, encima de las vías del tren, estaba llena de almacenes y mataderos, vacía, oscura, sin nada, un lugar apartado que solían elegir las putas para llevar a cabo su trabajo, y ahora también lo hacían los asesinos. Había gente en torno al lugar donde a la pobre Polly se le enfriaron las tripas hasta morir, gente que vivía justo al lado, que dormía separados por una simple pared de donde ella estaba muriendo. Había guardeses de los edificios, trabajadores, nadie oyó nada. La descripción del crimen había afectado a Torres, y la presencia del lugar de los hechos, simple, un trozo de tierra ante la puerta de un almacén como otro cualquiera, le turbó aún más. Ese pedazo de suelo parecía ahora el pavimento del infierno.

—¿La mataron aquí o trajeron el cuerpo...?

—Aquí fue, si hubieran transportado el cuerpo la sangre habría manchado más. Fue rápido el maldito hijo de Satanás, y silencioso. Tres mujeres, tres muertes horribles —continuó Moore tras una pausa excesivamente dramática para no ser forzada—. Tenemos que pararlo. Si supiéramos por qué lo hace...

—El robo.

—Para robar no se dan treinta y nueve puñaladas. No se abre en canal a una mujer para quitarle tres chelines que pudiera tener.

—No.

Quedaron los dos en pie, sobre una oscura mancha de sangre ya algo desvanecida. Imaginen, como imaginó Torres, a la pobre Polly, bebida, recorriendo las calles en busca de lo necesario para pagarse una cama en la pensión de la que la habían echado horas antes. Consiguiendo unos peniques fornicando apoyada en alguna valla, y gastándolos poco después en más alcohol. «Para calentarme», pensaría. Enferma, casi desmallada y buscando clientes, y encontrándolos y ganando dos míseras monedas de cobre con su triste oficio y bebiéndoselas una vez más. Al final, a las tres y media de la mañana, pasearía por esa misma calle, sola, medio dormida y dolorida. ¿Tuvo tiempo de ver al Monstruo? ¿Pidió clemencia? ¿Supo que ese hombre era su fin o pensó que era otro cliente más, el último, el pago para una cama que le permitiera pasar otro día más con vida en el infierno? No Polly, no. Ya está bien por esta noche, por esta vida, ahora hay que morir. Cayó sobre ella, violento, dos tajos brutales desde la espalda, degollada sin un grito. Luego se inclinaría sobre el cuerpo que se desangraba en el suelo, subiría ávido sus ropas, hundiría su cuchillo en el blando vientre, con fuerza, clavándolo y hacia arriba, hasta el pecho, abierta como un animal, el calor de las entrañas golpeándolo en la cara. Dios mío, ruego por que estuviera ya muerta. ¿Para qué? ¿Por qué?

Descansa en paz, Mary Ann Nichols.

—¿La... la ultrajaron?

—No. Creemos que no.

En ese momento Torres recapacitó en la cantidad de información que el inspector Henry Moore le acababa de suministrar y recordó las palabras de Abberline, asegurando que era norma en Scotland Yard ser discretos sobremanera. Vio el absurdo de tener que ir a por el autómata para que luego el inspector le dijera que podía hacérselo llegar. ¿A qué venía este paseo turístico por los recientes horrores? ¿Qué significaba?

—¿Esto es todo? —preguntó.

—Así lo espero. Deseo que no tenga que enseñarle otro lugar donde hayan matado y atormentado a otra desdichada. —Pareció que no esperaba que su deseo se cumpliera. Tras otra pausa preguntó—: ¿Se marcha mañana? —Sí.

—Tal vez... no debiera. —Algo en el aire le hizo pensar a Torres que este era el fin de todo ese largo preámbulo que había orquestado para él el policía.

—¿Por algún motivo?

—Aquel hombre del que nos habló ayer... Frank Tumblety. Está en Inglaterra. En Londres.

____ 10 ____

Residencia de Ntra. Señora del Santo Socorro

Noche de jueves a viernes

Los visitantes se mueven tan en silencio que se pueden oír sus corazones acelerados. El lugar es feo, atestado, mugriento, insalubre; ya lo conocen, pero en la oscuridad los aspectos más desoladores siempre se engrandecen. Si no fueran tan incrédulos y pudieran sentir algo más que curiosidad por el viejo Aguirre, se habrían compadecido, incluso indignado porque un anciano viva en esas condiciones. Los visitantes no han entrado a tan altas horas de la noche por compasión, buscan respuestas.

Los pasillos de la planta superior son callejones en el infierno, sucios y destartalados. Se acumulan a cada paso los trastos abandonados: bicicletas, escobas, herramientas, sacos de yeso, una silla de ruedas que se queja como un gato al moverla y muchos muebles rotos; tanto es el desorden que les es casi imposible avanzar sin hacer ruido, por fortuna la abundancia de armatostes evita que los ecos se propaguen en tanta soledad. El lugar parece vacío, abandonado, olvidado incluso por la fauna inmunda que suele frecuentar lo que el hombre descuida. Entrar ha sido fácil, no lo será tanto llegar abajo donde duerme Aguirre, no pueden dejarlo solo por las noches, no tendría sentido, aunque Lento dice:

—¿Por qué va a haber alguien? —Siendo como es, como tiene que ser, todo un engaño, no parece una suposición descabellada el que no encontraran ni vivos ni muertos, ni siquiera a Aguirre.

La aventura dura poco. Al llegar a las escaleras que conducen al sótano una luz proyecta sus sombras al frente. Un perro ladra.

—¿Qué hacen aquí?

Celador sujeta con la mano que lleva la lámpara a un animal grande y negro que no deja de gruñir. Mientras, les apunta.

—No dispare...

—He preguntado que qué hacen aquí. —Agita la escopeta.

—Solo queríamos ver a...

—Me chantajean, me amenazan... ¿ahora tratan de robar?

—Disculpe...

—No, perdonen ustedes. Me he portado bien, ayer estuvieron mucho más de lo acordado, incluso de lo tolerable por el viejo, y gratis, y ahora asaltan esta casa, buscándome más problemas. No son mucho mejores que yo, señores míos.

¿Qué se supone que debo hacer ahora? —Alza algo el arma, y los dos visitantes amagan un gesto de protección, como si pudieran cubrirse de los perdigones en ese pasillo.

—No... no irá a disparar...

—No teman, no tengo ninguna necesidad de hacerles daño. Me basta con llamar a la policía, esto que están haciendo es un delito.

—No creo que lo haga. —Alto se serena y decide plantar cara—. No mientras podamos contar a su jefe cómo se aprovecha...

—¿Por qué no? —Baja el arma, el perro gruñe—. Ustedes han allanado esta casa, ahora vayan con cualquier cuento. Ahí abajo tengo una fuente continua de beneficios. Buscaré a otros primos y lo haré mejor. Aguirre es algo excepcional, y sus historias...

—Todo esto no son más que triquiñuelas de feriante —Lento lo mira asustado, temiendo la provocación—, humo, trucos de espejo; llámelo como quiera. No va a sacar nada a nadie. Siempre se darán cuenta, pedirán ver a solas...

—Tengo más que ofrecer. —El perro calla y los visitantes se ven una vez más sorprendidos—. Tengo al monstruo. Sí, a ese monstruo.

Un segundo de silencio y los dos empiezan a reír. Es esa risa nerviosa que no muestra diversión ni burla.

—Vamos, ya basta. ¿No solo está aquí un testigo de los crímenes, sino que tiene a quien los perpetró? ¿Por qué no lo ha dicho antes? ¿Y el señor Solera...?

—Porque si ahora no me creen, antes de ver a Aguirre lo harían menos. Además, no está en muy buen estado, mucho peor que el viejo.

—No...

—¿No me creen? ¿No quieren hacerle una visita? La primera siempre es gratis. —Agita de nuevo la escopeta—. Tendrá que ser breve, no creo que pueda soportar mucho tiempo su interrogatorio. ¿Van a negarse?

No. Claro que no se niegan.

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BOOK: Los horrores del escalpelo
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