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Authors: Daniel Mares

Tags: #Histórico, Intriga, otros

Los horrores del escalpelo (14 page)

BOOK: Los horrores del escalpelo
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—¡Don Raimundo...!

—Raimundo.

—¡... ha cambiado de idea! Me alegro que se decidiera a acompañarnos.

—Usss... ted... —¿qué podía decir? Me costaba organizar mis ideas—, y... y... Yo pueo tr... trad... traducir.

—Sí por supuesto, me será de mucha utilidad. Gracias por venir.

—Gr... gracias por... re... rec...

—Eso debe agradecérselo a lord Dembow.

—Si este hombre le salvó de una suerte incierta como usted afirma —dijo el aludido desde su trono, en inglés, era el único, tal vez con el añadido de su hijo, que desconocía la lengua de Moliere, o que no se dignaba a emplearla—, siempre tendrá acogida en mi hogar. Alguien que presta semejante ayuda a un amigo de esta casa, así le consideramos ya por orden de mi Cynthia, podrá contar siempre con nuestra hospitalidad.

—Me siento algo abochornado por tantas atenciones como me están prestando —respondió Torres, tras recibir traducciones aproximadas de lo dicho por el lord de manos de los oficiales presentes—. No saben el bien que hace su cordialidad a un viajero solitario como yo. Y el hecho de que nuestra amistad sea tan reciente me abruma aún más.

—¿Lleva mucho tiempo de viaje, señor Torres? —preguntó lord Dembow.

—Bastante, aunque se me ha hecho corto.

—Así es mi tío —interrumpió Cynthia besando alegre y cariñosa a lord Dembow—, preocupado siempre por los que lo rodean. No hay hombre más bueno y amable.

—Demasiado bueno, si me permite decirlo, señor —dijo De Blaise mientras se servía una copa más—. En exceso amable y tolerante en lo que se refiere a ti, Cynthia. Como lo oye, señor Torres, lord Dembow consintió el compromiso, que digo, el capricho irreflexivo de su sobrina hacia Harry, pudiendo haber conseguido para ella alguien mucho más apropiado; yo mismo.

—¿Más apropiado? —siguió la broma su amigo.

—Por supuesto. Harry, tú eres una excelente persona, adornado por todas las virtudes que un caballero británico debe tener, pero resultas un tanto triste y muy pedante. Yo soy mucho más decorativo en cualquier salón o en...

—No digas eso —dijo Cynthia divertida. Se cogió del brazo a su prometido, que sonriente pero tieso como la vara de un coronel, miraba a su camarada de armas— . Henry no es nada pedante, es muy inteligente y capaz, y muy guapo.

—¿Acaso yo soy feo? —Recién dichas estas palabras, De Blaise apartó la vista de la mirada cerrada que le lanzó el teniente Hamilton-Smythe y la dirigió a mí, como temiendo que su comentario fuera desafortunado; mucha consideración para alguien como yo.

—Tú eres tonto... pero encantador. Vamos sentémonos. —Yo no lo hice, permanecí en pie, en medio de la sala, incómodo y desubicado. El resto, salvo Percy, se acomodó en torno a la chimenea, presididos por el cuadro del viejo lord Dembow, el padre ya fallecido del actual y rodeando una mesa con licores dispuestos. Su hijo continuó en la esquina, atento a su lectura, sin dirigir una mirada siquiera a los invitados de su padre.

Por lo que puedo deducir ahora de mis recuerdos, la conversación había transcurrido distendida y superficial durante la tarde; los dos militares satisfaciendo las curiosidades de Torres por el país de sus anfitriones, jugando cada uno a ser más ingenioso que el anterior. De Blaise y Hamilton-Smythe eran hijos del Imperio y, como tales, se creían el centro del mundo. Ay, cierto engreimiento he encontrado yo siempre en los británicos, así que en ningún momento ambos fusileros se habían interesado en lo más mínimo por España ni por lo que de allí pudiera contarles Torres. Solo lord Dembow, mejor anfitrión, hizo ocasionales preguntas a Torres, que con gusto respondía, sobre su viaje y sus proyectos. El español era hombre de carácter jovial, dotado con especial sentido del humor que no hacía mala compañía al del teniente De Blaise, la tarde no pudo haber sido más entretenida.

En mi presencia, la charla pasó a temas más sombríos y más alejados tanto de bromas como de los aspectos científicos y culturales que Torres buscaba. No quisiera yo decir que el estar ahí canalizase esos negros nubarrones, pero desde luego algo influí. Comentaron las noticias de las últimas jornadas: el triste incidente del
Princess Alice
, muestra, según lord Dembow, de la codicia humana, pecado que aborrecía el viejo. Siguieron, como lo hacía la prensa del día, con el último ataque de Jack. Hacía medio año que ese criminal no había dado señales de vida, según comentaban ellos así como los periódicos que aireaban la noticia y que descansaban sobre la mesa, acompañando a las botellas de oporto. Jack el Saltarín había vuelto a atacar a una muchacha, ultrajándola y quemándole la cara, y varios informes policiales, según el Times, aseguraban haberlo visto saltando por los tejados de Londres. El propio Lord Mayor había declarado a Jack el Saltarín como «una amenaza pública» y comentaron que el mismo Duque de Wellington estaba dispuesto a iniciar una caza del criminal. Un sujeto que llevaba tanto tiempo atormentando a la ciudadanía, casi cuarenta años, no podía ser sino una superchería del vulgo.

—Los menos favorecidos necesitan explicaciones sobrenaturales para las desgracias que les atormentan —argumentaba lord Dembow—. Esto siempre es más tolerable que la realidad: el triste hecho de que es el mismo hombre el que comete las mayores atrocidades contra sus congéneres. Mejor acusar de cualquier crimen a ese estrafalario personaje folclórico que a nuestros vecinos.

Esta charla sombría no era en absoluto del agrado de la señorita William, que de inmediato retornó al tema que los había reunido.

—Vamos, caballeros —dijo—, háblennos de esa aventura en la que se han embarcado esta noche.

—Cynthia, por favor —protestaba el lord, aunque una sonrisa en su ajado rostro delataba la alegría que su sobrina traía a su vida—, no les animes a esa absurda apuesta.

—¿Por qué no, tío? Seguro que nuestros muchachos salen victoriosos frente a ese... misterioso yanqui. ¿Verdad, Henry? Y parece que el tema interesará más a nuestro invitado, no tanta muerte, violencia y tristeza. ¿Qué decías al respecto de esa apuesta, cariño?

—Nos explicabas algo sobre ese Ajedrecista —dijo su tío.

—Sí —corroboró Hamilton-Smythe—, el Ajedrecista de Maelzel, nada puedo explicar a usted, señor...

—Maelzel, ¿no fue él quien construyó un metrónomo para Beethoven? —preguntó Torres.

—El mismo, aunque hay quien dice que robó parte de ese ingenio a otro fabricante. Fue una persona muy notable en vida, inventor de numerosos artilugios, prótesis para soldados lisiados y otros artefactos. El Phanarmonicon que hemos visto esta mañana era obra suya. Un gran creador, algunos lo igualan a Vaucanson. Con su ajedrecista recorrió toda Europa y las américas, maravillando en sus exhibiciones y humillando a muchos de los rivales con los que se batió esa máquina, aunque no a todos. Dicen que derrotó a Benjamín Franklin y que atrapó haciendo trampas durante la partida a Catalina la Grande y al mismo Napoleón.

—Circunstancia que podemos perdonar a ambos, la una era una gran dama y se la disculpan ciertas licencias en el juego —dijo De Blaise alzando su copa a modo de brindis—, y el otro era un francés. —Y apuró el oporto.

—Le aseguro que he conocido a muchos franceses brillantes —continuó Torres con el mismo ánimo— y, desde luego, Napoleón lo era...

—Hasta que se topó con Wellington...

—Que era irlandés, pero... teniente Hamilton, es sorprendente el conocimiento que tiene de ese Maelzel.

—Señor Torres, me temo que Henry dedica su atención a innumerables aspectos divinos y humanos —dijo Cynthia—, a todo menos a su pobre prometida que languidece aquí a solas.

—No seas injusta, querida. Te dedico todo el tiempo posible. El regimiento reclama demasiado mi atención. —Hamilton-Smythe besó la mano de la muchacha con delicadeza, pero sin dejar esa actitud envarada y militar.

—¿Puede usted creerlo? ¿Puede ser el ejército de su majestad tan cruel como para separar así a dos enamorados?

—Querida... —reprendió lord Dembow, recriminando con dulzura su intrusión en conversaciones tan sesudas.

—Estoy seguro de que si no es por una orden del alto mando, nada podría separar a ningún hombre de una joven tan encantadora como usted —continuo Torres.

—¿Ves, Henry? Tienen que venir extranjeros para enseñarte cómo galantear con una chica.

—Tonterías. —Semejante interjección, dicha con la profundidad de un bajo, provenía de Percy Abbercromby. Todos guardaron silencio. Nada en él o en su mirada podía decirnos si lo que le molestaba estaba en la conversación, o en su lectura. Una vez reclamada la atención de todo el salón, con la misma frialdad con la que habló, se incorporó, dejó su libro y se dirigió a su padre—. Señor. Debierais descansar ya.

—Enseguida, hijo —respondió su padre—. Estos jóvenes irán a su aventura y será el momento de que los ancianos nos retiremos.

—Perceval —intervino la señorita William, la única que no utilizaba el apodo materno para referirse a su primo. A la única que le estaba permitido tal familiaridad—. ¿Te unirás a ellos? Mi primo —aclaró a Torres— es un excelente jugador de ajedrez.

—No —cortó Percy, tajante—. Estoy cansado. Caballeros, Cynthia.

Y salió, y dejó tras de sí tanto silencio como el que acostumbraba a llevar consigo. Noté a Torres algo incómodo, malestar que lo llevó a hacer un esfuerzo en retomar cuanto antes la conversación que el joven había interrumpido con sus ademanes siempre groseros. Así dijo:

—Pero dígame, teniente Hamilton, ¿por qué se interesa tanto Maelzel y su mundo?

—No por admiración, se lo aseguro —intervino De Blaise—. Mi amigo lleva una cruzada intelectual en contra del progreso, la lleva desde que lo conocí en Eton.

—Vaya —sonríe Torres—, parece que eso nos convierte en enemigos.

—Espero que no. —Hamilton-Smythe tomó la botella y sirvió más vino a su invitado español—. Vivimos inmersos en esta época de cambios y adelantos, y esos prodigios nos han hecho retirar la mirada de Dios. Según transcurre el tiempo y vemos el avance de la ciencia, nos creemos más capaces de seguir este camino por la existencia nosotros mismos, sin auspicio divino alguno. El hombre empieza a creerse más grande que su creador, y eso es temible, acabaremos pagándolo.

—Yo no soy de esa opinión. Soy hombre de ciencia, como ya les he dicho, y no alcanzo a ver conflicto alguno entre esta y la devoción por nuestro Señor y su doctrina.

—Hombre de ciencia —intervino Dembow—. ¿Qué disciplinas domina, señor Torres?

—Ninguna, me temo. Aunque soy ingeniero, aún me considero alguien que está aprendiendo, por mucho tiempo que pase y mucho conocimiento que uno atesore, el saber es demasiado basto.

—En su caso no puede haber pasado mucho tiempo, es muy joven.

—No me crea enemigo de la ciencia —continuó Hamilton-Smythe con su discurso interminable—, en absoluto. El propio Maelzel que nos ocupa fue un científico de labor encomiable. Sus inventos para aliviar el dolor a tullidos por la guerra son caritativos, guiados sin duda por la gracia de Dios. Incluso llegó a idear un sistema para extraer a los heridos de la primera línea de fuego sin daño. En cambio, su Ajedrecista... ¿qué otro fin puede tener aparte de halagar la vanidad de su creador y ofender a Dios?

—Comprender el funcionamiento de nuestro cerebro. No veo ofensa a lo divino en eso.

—¿Construir una máquina que piense? —dijo lord Dembow, que parecía ser de la opinión de Hamilton-Smythe—. Ahí debo dar la razón a Hamilton; eso es suplantar la labor de Dios.

—Pero señor, creo haber entendido que tal Ajedrecista era un fraude.

—Sin duda —dijo Hamilton-Smythe—. Ya suscitó polémica en tiempos de Maelzel.

—Esta es la parte que a mí me interesa —intervino De Blaise—. Si es una farsa como dice Harry, la nuestra es una apuesta segura.

—Más que segura, John. No se trata solo de una ofensa a nuestro Señor, es una ofensa al intelecto. —El teniente miró a su futuro suegro, buscando en él la aprobación de sus palabras—. El ajedrecista de Maelzel se perdió en un incendio en mil ochocientos... cincuenta y cuatro, en Filadelfia creo, lo que nos ofrece Tumblety es un fraude sobre otro fraude, sin duda.

¿El doctor Tumblety? —exclamó Cynthia—. No habíais mencionado que fuera él. Este juego cada vez se presenta más interesante...

—Vamos, querida —intervino lord Dembow—, no creo que sea médico.

—Claro, tío, es un charlatán, pero no negarás que sus jarabes obran maravillas. —Y aclaró para los demás asistentes—: Mi tío le invitó a cenar en una ocasión, hace unas semanas, ¿no fue entonces, tío?, y parece que alivió sus achaques con unos ungüentos... no sé, resulta ser un individuo muy interesante, con solo una «consulta» ha conseguido más que el doctor Greenwood.

—No digas tonterías... —Palmeó con cariño la mano que Cynthia le tendía—. No haga caso a mi sobrina, señor Torres.

—Hablo en serio. Es posible que sea verdad, que sepa algunos trucos de los indígenas americanos, ¿no?

—¿Qué enfermedad le aqueja, si me permite preguntarlo? —dijo Torres.

—Una de esas dolencias que hace que todos los médicos, por reputados que sean, se limiten a prescribirte láudano para el dolor, porque en el fondo no saben lo que es. Ve, señor Torres, la ciencia que tanto valora nada puede hacer cuando Dios decide cargarnos con algo así. Ni la ciencia de usted, ni la de ese Tumblety. No me proporcionó tanto alivio como dices, Cynthia. Se limita a recetar remedios caseros y adornarlos con verborrea barata. No es más que un feriante.

—Hablando del doctor charlatán — interrumpió De Blaise—, mejor que vayamos ya a su encuentro, no debiéramos llegar tarde. ¿Nos acompañará, lord Dembow?

—No, no me encuentro hoy muy bien.

—Por lo que luego supe, la de De Blaise era una pregunta cortés. El viejo lord hacía mucho que no se encontraba muy bien y vivía casi en reclusión en casa—. Además, debo despachar algunos asuntos con mi secretario, debe de haber llegado ya... —Cynthia disuadió a su tío de dedicarse a otra cosa que al descanso, cosa que lord Dembow agradeció con una sonrisa de felicidad y amor hacia su sobrina.

—Dejemos que se vayan estos caballeros tan serios con sus discusiones de temas profundos, tío —dijo la joven—. Te leeré algo.

—Pues salgamos ya —dijo Hamilton-Smythe. Recibió un cariñoso y casto abrazo de la señorita William y llamó al servicio para que dispusieran un coche. Parecía que el joven teniente disponía en casa de su prometida como si fuera ya miembro de la familia. Torres me invitó a acompañarlos y yo acepté. En mi cabeza se fundían las imágenes de Potts y Tumblety, los dos peligros que se cernían sobre aquellos señores, sin que supiera bien cuál era peor, qué podían querer cada uno. Subimos al coche que nos aguardaba ya en la puerta.

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