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Authors: Daniel Mares

Tags: #Histórico, Intriga, otros

Los horrores del escalpelo (17 page)

BOOK: Los horrores del escalpelo
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Sin cerrar las puertas, giró al autómata sobre sus ruedas, mostrándonos la espalda del Turco, que parecía sentado y torcido, en postura muy incómoda tras el escritorio. Levantó... sin pudor alguno los ropajes del muñeco, dejando a la vista dos compuertas más en lo que debieran ser la espalda y el muslo izquierdo, sin relación anatómica real con sus homónimos humanos. A través de ella se vieron más piezas, ruedas y resortes. Giró de nuevo el autómata, hasta... hasta revisar cada costado, cerró las puertas y arregló las ropas del Turco. Entonces, con la celeridad de los movimientos repetidos más de una vez, colocó el almohadón bajo el codo izquierdo del muñeco, retiró la larga pipa de la mano izquierda, dispuso el tablero y las piezas sobre la mesa ante el autómata con mucho cuidado, y por último empezó a manipular en los mecanismos a través de una de las puertas traseras. Una vez acabadas estas e... maniobras, colocó y encendió dos candelabros de tres velas a cada lado del tablero, respiró profundo, se atusó la ropa y quedo de pie, tieso como el propio autómata.

—Caballeros, el Ajedrecista está dispuesto. —Yo no vi trampa ni cartón, y desde luego el examen de aquel artefacto fue tan minucioso como Tumblety había prometido. A juzgar por la expresión del resto de los asistentes, ninguno había encontrado al socio del médico indio, al enano o al niño que pudiera estar oculto allí . ¿Quién será el primer oponente?

—Creo que lo más oportuno es que sea yo —dijo rápido el teniente De Blaise—. Si ganara, lo que supondría algo extraordinario en los anales del ajedrez, además de una prueba irrefutable de que esa máquina que nos mira tan impertinente carece por completo de la más mínima capacidad de raciocinio, sería ya innecesario el resto de partidas. No estaría bien aprovecharse del buen doctor indio, tras haber sido un anfitrión tan espléndido.

—Como guste, teniente.... Las únicas reglas que he de imponerles, si se avienen a ellas, son las siguientes: el Turco juega con blancas... Una vez posada una pieza en una casilla, no podrán nunca, y digo nunca, echar atrás el movimiento. Y lo que es más importante, las piezas habrán de colocarse lo más centradas posibles en cada cuadrícula. ¿Correcto? Pues acérquese, teniente; siéntese ante el Ajedrecista.

De Blaise se levantó sonriendo a... sonriendo a...

... a su camarada y a Torres. Era un gesto nervioso, diferente a su habitual despliegue de alegría y desenvoltura. La oscuridad, en el más amplio sentido de la palabra, había apagado las efusiones del teniente. Por el contrario, tanto Torres como Hamilton-Smythe se defendían de esta extraña experiencia de modo muy distinto a esa falsa actitud jocosa... cada uno según su temperamento; el primero manteniendo su acostumbrada serenidad al concentrarse, y el segundo con una obstinación excesiva en su mirada, ambos algo más tensos de lo que los había visto hasta el momento. En cuanto a mí, me mantuve atrás, en pie y asustado, sin saber muy bien por qué. El teniente se sentó delante del ajedrecista, inseguro, lanzando miradas fugaces a sus camaradas. Tumblety fue al lado izquierdo del autómata y metió una gran llave en un hueco del escritorio.

Un silencio tirante... un silencio llenó el lugar en cuanto terminó de girar la llave. Luego un sonido de maquinaria, un tictac intenso, surgió del interior del autómata. Los ojos del Turco... creo que brillaron, muy levemente, no puedo asegurarlo; la media luz de los candiles, el olor a polvo y pescado... algo cambió en su aspecto.

Movió la cabeza. Faltó muy poco para que saliera corriendo, y creo que noté algún respingo en el resto de los presentes; desde luego, De Blaise casi se incorporó de la silla. El autómata giró la cabeza a un lado, muy despacio, muy despacio... muy... luego al otro, como si estuviera reconociendo a los presentes. Luego miró el tablero, levantó el brazo izquierdo y movió el peón de alfil de reina.

De Blaise miró... miró... hacia atrás.

—Se ha movido —dijo, manifestando la sorpresa de todos.

—Adelante teniente —dijo Tumblety—, mueve usted.

La partida prosiguió, movimiento a movimiento, sin que Tumblety interviniera en nada. Se sentó junto a Torres y no se acercó al Turco, excepto cada diez o doce movimientos, para de nuevo darle cuerda. Fuera de eso... se limitaba ocasionalmente a hacer crípticas manipulaciones en la caja y el tablón con letras que antes sacara del autómata, siempre adornado de cierto secretismo de vodevil mágico... mágico...

Sí, estoy cansado... cansado... pero si me permiten un minuto. Podré seguir... seguir... oh... si ustedes quieren claro.

Aquí... si pudieran abrir el paso de ese... sin estos tubos yo... Sí, denle ahí... Gracias.

Ahora. Ya me encuentro mejor. Son demasiados recuerdos. Esperen que siga con estos... sí. Estábamos... en la partida.

En media hora el enfrentamiento se decantó del lado de la máquina. Efectivamente, De Blaise no era un jugador avezado. En cierta ocasión, al inicio de la partida, el teniente movió un caballo como si fuera un alfil, por descuido sin duda, aunque bien sirvió para probar al Turco. El autómata, agitó la cabeza y volvió la pieza que había sido movida erróneamente a su lugar de origen. Luego hizo su movimiento, jaleado por la sonrisa de satisfacción de Tumblety.

—Ha perdido su turno, teniente —dijo—. No se puede engañar al Ajedrecista, si hace un movimiento incorrecto él se dará cuenta, y lo deshará.

—Un comportamiento no muy deportivo, por cierto —respondió De Blaise—. No me resulta nada agradable su autómata, debiera mostrar algo de comprensión con los neófitos.

Mientras se desarrollaba el juego, todos los que allí estábamos fuimos poco a poco acercándonos a la mesa, y Tumblety no puso objeción alguna, por el contrario él se alejaba cada vez más, haciendo imposible imaginar cómo actuaba sobre la máquina. Torres y Hamilton-Smythe observaron a placer las evoluciones del autómata, sus movimientos precisos y hasta cierto punto dotados de gracia, como un bailarín de juguete. Nada dejaron ver de lo que opinaban en sus expresiones. Tan cerca estaban todos del Turco al llegar al final que casi caen de la silla al oír decir al muñeco: «
échec
». Ya se imaginan cómo era la voz del Ajedrecista, claro. No tan metálica como debiera ser la voz de una máquina, y no tan húmeda como es la de un hombre, un sonido desasosegador.

—Creo... von Kempelen ideó una máquina que hablaba —dijo Hamilton-Smythe, tal vez intentando reducir el susto de todos.

—Asombroso —dijo De Blaise, refiriéndose a la última media hora. Se dispusieron a jugar el resto de las partidas. Tumblety sugirió que, temiendo que todo se alargara demasiado, tal vez sería oportuno no jugar partidas enteras, sino a partir del juego medio, de este modo habría más oportunidad para cuantas revanchas desearan los caballeros. Mostró entonces un viejo libro, donde tenía dibujadas distintas posiciones de las piezas, hasta hacer la centena. Los jugadores podían elegir la partida que desearan. Tanto el inglés como el español estuvieron conformes. Yo no aguantaba más ajedrez ni más marionetas que no entendía. Salí a la noche húmeda, a despejar mi cabeza, tarea bien difícil.

Había escampado, no hacía demasiado frío y siempre me ha gustado cómo quedan las cosas tras la lluvia. Ahora nada parecía como una hora antes, nada se oía, y sin embargo se me antojaba que todo lo que me rodeaba, almacenes, el viejo astillero, el muelle, todo aguardaba, escuchando, vigilando como yo. Dicen que el nombre del lugar viene de que allí, años atrás, un perro estuvo ladrando la muerte de su amo, asesinado, y que así permaneció hasta que identificó al asesino. Hay quien dice que aún se pueden oír sus ladridos angustiados si uno aguza el oído, y el valor. Otros, más pegados al suelo, aseguran que es solo porque aquí guardaba sus perros Enrique VIII. No lo sé, yo intentaba oír ladridos en el susurrar del Támesis, y recordaba los perros de Tumblety, los perros del Monstruo.

Paseé hacia el río y allí me quedé, mirando el agua, con el pensamiento perdido no sé dónde. Había dos pequeñas embarcaciones al fondo, iluminando la superficie del agua con luces. Los marinos de ambas se gritaban algo, creí oír cruce de insultos y amenazas entre las tripulaciones. Buscadores de muertos. Daban doce chelines por cadáver recuperado de la tragedia del
Princess Alice
, y eso ya había provocado auténticas batallas navales en el río.

Observé una sombra sobre el agua, golpeando el muelle justo a mis pies, como quien llama a una puerta pidiendo auxilio sin apenas fuerza. Un cuerpo solicitando un piadoso entierro ya que no podía pedir vida, deseando escapar de Poseidón y su eternidad verde. Vaya, qué afortunado era, por fin algo a mi favor en ese desconcertante día. Incluso creí ver un brillo en él, una cadena de oro quizá. Más suerte de la que merecía, sin duda. Estaba pensando en cómo pescar el muerto, dónde esconderlo para que los caballeros no lo vieran y así regresar mañana por la mañana por él, cuando los lejanos improperios de los pescadores de cadáveres cesaron oportunamente, permitiéndome oír cómo la puerta del almacén tras de mí chirriaba. El teniente De Blaise salía a tomar el aire, supongo. Consultó su reloj y sacó una pequeña petaca de la que dio un trago largo y disfrutado. A un lado, en el callejón que mediaba entre nuestro almacén y el contiguo, iluminada por un rayo de luz, vi la inconfundible silueta de barril cojo de Eddie, acechando.

Un desconocido impulso se hizo conmigo impeliéndome hacia el domador de osos con toda mi furia. Estaría a treinta yardas, perdón, metros, y eso a mi paso suponía una larga distancia que atravesé con la velocidad de un toro saliendo a la plaza. Por supuesto Eddie me oyó, me vio, e hizo un gesto sorprendente en semejante situación, como reclamándome sigilo. Ni paré ni me preocupé por entenderle, le di un fuerte topetazo con las manos contra su pecho. Dio dos pasos hacia atrás, sin caer pese a su prótesis en la pierna, y sacó un cuchillo. Yo era muy fuerte y Eddie un feriante sin mucha experiencia en peleas. Con la mano derecha traté de agarrar la suya, la que sostenía el arma. Era mi mano torpe y fallé. Eddie sólo tuvo que apartar el cuchillo, pero eso me permitió atacar a fondo sin la molesta intervención de su hoja. Con mi otro puño martilleé por dos veces su frente amplia, de arriba abajo. La pierna falsa de Eddie cedió. Cuando cayó sentí un golpe en la mía, y luego una humedad que me corría por la pantorrilla.

Miré abajo y vi a Tom, el enano, que acababa de acuchillarme.

Por supuesto esta pequeña refriega no había pasado desapercibida, tengan en cuenta que mi ataque no fue especialmente silencioso, estoy por asegurarles que incluso lancé algún gruñido en la carga. El teniente De Blaise, a poca distancia del callejón, me había visto correr desde el fondo y desaparecer tras la esquina. Se acercó, lento y torpe, ya llevaba demasiada bebida encima.

—¡Santo cielo! ¿Qué significa esto? —No pudo decir más. De las sombras apareció Irving. Con mi misma fuerza pero mucha más movilidad, agarró por detrás a De Blaise en una presa que le quitó el aire. Mi pierna izquierda apuñalada flaqueó y la derecha hacía mucho que no me sostenía bien; caí rodando, al tiempo que veía plantarse a Pottsdale junto al inmovilizado oficial, mirándome amenazante con su bastón.

—Ray, Ray... qué decepción. Te enfrentas a tu familia una vez más, y eso no está bien.

—John! —El grito de Hamilton-Smythe hizo que todos volviéramos la vista hacia la puerta del almacén. Irving dio media vuelta y apretó más su presa sobre De Blaise, cortándole la respiración. Allí estaban el teniente, avanzando despacio y decidido, revólver en mano, apuntando a nuestro hombre lobo. Torres lo siguió y Tumblety quedó mirando todo desde el vano iluminado—. ¡Suéltelo o mandaré su alma al infierno ahora mismo!

—¡Señor mío! —gritó Potts—. Si se acerca más le pediré a mi amigo que degüelle al suyo. —A Irving solo le hacía falta un brazo para estrangular a su presa, el otro sacó un cuchillo que lamió con malsana lujuria. Hamilton-Smythe mantuvo el arma alzada y firme en el blanco, ignorando por completo al patrón y a la cobertura que su amigo ofrecía a Irving. Tal vez algo menos que firme, un temblor nervioso lo agitaba y una mueca de ira deformaba su rostro.

—Voy a matarlo, señor —dijo sin dejar de caminar—, a menos que lo suelte y se aparte... —La furia impidió que se apercibiera de que pasaba en su avance demasiado cerca de Potts, al alcance del largo de su bastón. Rápido, mi patrón le dio un bastonazo en la mano haciéndole soltar el arma.

Podía sorprender a Hamilton-Smythe con su lucha sucia; no a mí. Todo fue muy rápido. Tiré una patada hacia Tom, que se limitaba a mirar puñal en mano. Aun estando en el suelo le di en la cara y lo tumbe. Hamilton-Smythe se echó encima de Potts a quién derribó de un directo, la disciplina del pugilismo no parecía serle desconocida. Lamentablemente su golpe lanzó al villano cerca del revólver que yacía en el suelo. Yo no quedé quieto, me impulsé hacia Irving, que me daba la espalda mientras mantenía a su rehén amenazado. Lo golpeé en los riñones y cayó al suelo, liberando a De Blaise. El hombre lobo rodó sobre mí y tiró una puñalada al bulto que dio en mi brazo derecho, haciéndome un corte a la altura del bíceps, tras lo que se levantó ágil como era, hacia Hamilton-Smythe. Este se disponía a culminar su ataque pateando a Potts, que a su vez estaba a punto de coger el revólver de su lado cuando un pie lo apartó de una patada; el pie de Torres, que no permanecía ocioso en la refriega. El arma por fortuna, o por la mediadora mano de Dios nuestro Señor, fue a parar cerca del teniente De Blaise en el suelo. La cogió y disparó.

Irving, que saltaba puñal en ristre hacia Hamilton-Smythe, recibió un tiro en la espalda, Potts una patada en un costado, y sonó un silbato policial, todo a un tiempo.

El disparo, aunque desviado por la incipiente ebriedad del teniente, fue lo bastante certero como para terminar con la trifulca. La banda de fenómenos de feria se incorporó despacio, Eddie aturdido por mis golpes, como el enano, y Potts cargando con el malherido Irving.

—¡Fuera de aquí! —amenazó De Blaise sin soltar el revólver. Los cuatro se marcharon ayudándose unos a otros, no dejando de hacer aspavientos amenazadores y jurar futuras venganzas. Antes de perderse en la oscuridad, Potts me miró y paseó con lentitud su pulgar sobre el cuello.

En nuestro bando yo era el único herido. Tumblety, que era quién había hecho sonar un silbato, insistió para que entráramos de nuevo en el almacén. Torres y Hamilton-Smythe me ayudaron. El doctor indio se ofreció para atenderme.

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